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El nombre
ОглавлениеEl ser humano es un ser biológico, que a veces es buscado y en otras oportunidades resulta solo un suceso accidental, que puede truncarse o llegar a ser.
Al nacer, a la persona se la identifica con un nombre o prenombre y apellido, el que se considera que es un derecho y un deber y constituye uno de los atributos de la personalidad que perdurará a través del espacio y el tiempo y, por lo general, aún después de la muerte.
El nombre es un derecho humano y la ley le brinda su protección y para ejercer su defensa ha previsto acciones que pueden ser iniciadas por la persona interesada, y en caso de fallecimiento, incluso, la pueden ejercer los descendientes, cónyuges, convivientes, etc.
Los otros atributos de la personalidad son en nuestro Estado de derecho la nacionalidad, el domicilio, la residencia, el estado civil, la capacidad y el patrimonio.
Volviendo al nombre, en la Argentina, en el fuero penal no he tenido la oportunidad de apreciar que el cambio del nombre o apellido sea algo común, sin embargo en el fuero civil se encuentra previsto que ello suceda cuando existen “justos motivos”, para lo cual se necesita autorización judicial. Es que, podría ocurrir que algún nombre o apellido resulte peyorativo o tan extravagante que pudiera afectar la personalidad y en consecuencia el juez resulta quien debe evaluar que la petición de su cambio no obedezca a razones frívolas o caprichosas.
Hay otros casos que no requieren autorización judicial y son aquellos por ejemplo de cambio de prenombre y apellido por haber sido víctima de desaparición forzada, apropiación ilegal o alteración o supresión del estado civil o de la identidad, lo que ocurrió y fue como consecuencia de hechos descubiertos después de la dictadura militar.
Ahora bien, hablando del nombre, cuando era chiquita, mi adorada tía Tota, que se llamaba Teresa Aurora –y fue como una segunda madre– me contó que, estando mi mamá embarazada, en algún momento antes de mi nacimiento pensaron en mi casa en llamarme Celeste, si era una niña.
En esa época, no existían las ecografías que pudieran anticipar el sexo del feto antes de nacer y entonces en las familias se barajaban por igual nombres de varones y de mujeres durante los embarazos e incluso algunos afirmaban que sería “la persona por nacer” de uno u otro sexo, según la forma de la panza de la embarazada, y luego del parto se establecía quién había tenido razón, en esa suerte de acertijo en los que se involucraban además de los familiares, a los amigos y vecinos.
Para el momento en que mi tía Tota me lo contó, el nombre Celeste no lo había escuchado jamás. Me pareció un nombre raro, y si bien aquella idea no me disgustó, porque pensé en mi cabecita que celeste es el color del cielo y el color celeste pastel me agradaba por demás, me seguía sonando como un nombre muy, pero muy raro.
Al final, mi nombre fue María Lucía y ya siendo más grande, casi una adolescente, mi mamá, que se llamaba Amalia Argentina, siendo su segundo nombre ese, porque justamente era la primera mujer de nombre Amalia que en el seno de la familia de mi abuelo nacía en este país, no tuvo la mejor idea que contarme por qué mi segundo nombre fue Lucía y esto resultó una historia diría que especial.
A ella me he referido solo en forma oral en el pasado, con cierto sarcasmo algunas veces, lo que confieso abiertamente, y ahora puedo traerla a mi presente, con una significación muy diferente a la que le di entonces. Y en esto es seguro que influyó en mi pensamiento el trabajo que efectué en la terapia psicoanalítica, de la relación que mantuve con mi madre y cómo ella influyó en mi vida.
“Lucía” se llamaba la madrina de mi mamá, que era una mujer muy alegre, nacida en Andalucía como su hermana y resultó que ambas mujeres españolas, que no sé cuándo arribaron al país ni con quién, se habían casado con dos hombres argentinos que trabajaban en el campo, también hermanos entre sí.
Me relató mi mamá que las dos parejas vivían en dos casas distintas del pueblo, ubicadas en una misma manzana, pero con puertas de entrada, cada una de ellas por calles diferentes, y que no obstante se comunicaban las dos viviendas por los fondos.
Los maridos de las dos trabajaban juntos la tierra y, en las épocas de cosecha, algunas noches no regresaban a sus hogares a pernoctar.
Ninguno de los matrimonios tuvo hijos y parece que Lucía sufrió una enfermedad grave, mi madre no me dijo cuál fue, tal vez ni ella misma supiera el nombre de la dolencia, pero había llegado a su conocimiento que, a raíz de ello su madrina dejó de tener relaciones sexuales, por lo que sospechó y así me lo dijo, que debió haber tenido alguna vinculación con lo ginecológico y el sistema reproductivo.
Me contó que, a partir de esas circunstancias Lucía comenzó a recibir anónimos, supuestamente, de distintas mujeres, que le hablaban de la infidelidad de su esposo y esos anónimos eran notas, que aparecían como dejadas por las noches, por debajo de la puerta de entrada de su domicilio.
Por esta situación Lucía se fue trastornando, los mensajes que recibía eran reiterados y terminó apagándose, perdiendo la alegría, sufriendo una gran depresión.
Cuando escuchaba ese relato –desde mi frágil adolescencia– pensaba que lo que le ocurría a esa mujer no podía ser para menos, le estaban diciendo –personas que ocultaban su identidad–, que era traicionada por su esposo. Sin haberla conocido ni siquiera en fotografías, la imaginaba en el momento de recibir aquel primer anónimo, la sorpresa que le debió causar su lectura, su tristeza, desazón y el dolor que debió invadirla, y luego, en las siguientes mañanas el temor a seguir recibiendo aquellas “cartas malas”, que no podían ser otra cosa que escritas por malvados o malvadas.
¡¡¡Pobre Lucía!!!, pensaba yo.
Continuando con su relato mi madre me dijo que una tarde ambas hermanas se encontraron, de modo casual en el patio trasero de los fondos que compartían y la hermana de Lucía –de la que nunca supe el nombre– observó que ella estaba parada frente a la jaula de los pájaros y manipulaba en sus manos una sustancia, lo que le llamó la atención, y al preguntarle qué estaba haciendo allí, Lucía le manifestó que acababa de darles de comer a los pájaros, a modo de justificación.
Esa noche los hombres –o sea sus maridos– por cuestiones de trabajo no regresarían a sus domicilios, y Lucía le pidió a su hermana ir a dormir a su casa, y ya entrada la noche cuando concurrió al domicilio de aquella al verla llegar, su hermana se impresionó, porque Lucía se había puesto un camisón largo que le resultó horrible y se lo recriminó, era parecido a una mortaja.
Ambas hermanas se acostaron a dormir y a la mañana siguiente, Lucía yacía muerta en la cama de su hermana.
Luego se determinó que Lucía había tomado veneno, aquella sustancia que su hermana vio que manipulaba junto a la pajarera.
Lo cierto fue que Lucía dejó tres cartas. Una para su hermana a la que le pedía perdón por los horribles momentos que le haría pasar.
Otra, dirigida a mi mamá, su ahijada, que en ese tiempo estaba pupila en el Colegio Nuestra Señora del Huerto, ubicado en Pergamino, de religiosas que eran de media clausura. Mi mamá no me refirió el contenido de aquella. Es más, creo que ella nunca la leyó. Su padre, es decir, mi abuelo Manuel, no se la entregó, supongo que no lo hizo porque mi mamá tenía apenas 16 años, solo le dijo que era una carta de despedida.
La tercera carta fue la dirigida a su marido y la dejé para el final a propósito, ya que trascendió que en ella Lucía le vaticinó que no volvería a dormir jamás y ello resultó una predicción implacable.
Aquel hombre de campo enorme, corpulento, entró en una gran crisis, a tal punto que, en lo sucesivo, sus días transcurrían de un modo angustiante y en las noches no podía siquiera apagar la luz. Dijeron en el pueblo que comenzó como a consumirse y no pudo más con su vida y como al año falleció. Tampoco mi madre supo explicarme por qué…
Después de escuchar esta terrible historia, en la que mi madre dejó rondando la idea de que habría sido posible que el marido de Lucía tuviera algo que ver con la confección de esos mensajes maliciosos, sentí mucha bronca, creo que esa revelación no fue lo mejor que pudo haberme contado mi mamá a tan temprana edad, para decirme por qué llevaba el nombre de su madrina. Me pareció uno de esos cuentos de terror, de Edgar Allan Poe que había leído alguna vez, y que me causaron tanto miedo.
En aquel momento todo lo interpreté mal, sentí que al llamarme por el nombre Lucía me había trasmitido un gran pesar, el de una mujer que había optado por quitarse la vida, pero más tarde, con el correr de los años, la madurez y el análisis, como lo anticipé, la rabia se me pasó, se transformó en comprensión, hacia mi mamá y hacia su madrina.
Sentí además mucha pena de que las mujeres, en la época en que ocurrieron estos hechos, no contaran con la información y los recursos que sí comenzamos a tener nosotras, las de mi generación, que pudimos ir asimilando y aplicando los conocimientos adquiridos, aun pese a las corrientes que pretendieron mantenernos en situación de subordinación.
Hoy, estoy orgullosa de llamarme Lucía, pensando que ello en definitiva resultó un homenaje “al fin de cuentas”, que tal vez le hizo mi madre a quien recordaba como su alegre madrina.
Por cierto siempre me encontré muy alejada de la idea del suicidio.
El optimismo forma parte de mi ser, y si bien he vivido momentos de profundo y agudo dolor, ese sentimiento cesó luego de un tiempo, en que la quietud y la introspección retrocedieron, dando paso a la llegada del ave fénix que me permitió siempre resurgir, y como no puedo dejar de lado el humor también pensé, menos mal que me llamaron María Lucía y no me pusieron los nombres Celeste y Blanca porque si no, por haber nacido el 20 de junio, el Día de la Bandera, en la escuela mi sobrenombre hubiera sido “Belgrano” o “banderita”. ¡¡¡Ja, ja, ja…!!!
Para muchos Lucía es el nombre de Santa Lucía, “la iluminada por Dios”, para otros fue la ópera Lucía de Lammermoor, y para muchas mujeres fue el nombre de aquella mujer que inspiró la canción que compuso Joan Manuel Serrat y todas las Lucías deseamos haber sido ella.
Por último, alguien dijo: “el nombre somos nosotros mismos en labios de los demás”, y esto me permití transcribirlo porque me resultó encantador.
Aquí va una fotografía de mi mamá Amalia Argentina García.