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La muerte cerebral (1982)

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El 3 de junio de 2019 estando en Santa Ponsa, en Palma de Mallorca, por casualidad veo en la televisión que están dando aquella película de Almodóvar llamada Todo sobre mi madre, que me gustó muchísimo. No me detuve a verla nuevamente porque ya tenía programada otra actividad y me estaban esperando para salir, pero

ello bastó para que recordara, entre otras cosas, que de ese film extraje algunas situaciones que me llegaron muy especialmente, porque ellas me remontaron a otras que había vivido y así apareció el deseo de escribir sobre ellas.

Una de aquellas escenas resultó la donación de órganos que hizo una madre –papel que protagonizaba la actriz argentina Cecilia Roth–, quien donaba los órganos del cuerpo de su hijo adolescente, que había sufrido un accidente, que me parece que ella misma había presenciado, no lo recuerdo con exactitud. Había ocurrido en la calle, una noche bajo una lluvia intensa, a la salida del teatro cuando aquel jovencito fuera atropellado por un coche, cuando se dirigía afanosamente en la búsqueda de un autógrafo de la actriz principal de la obra.

Si puede hablarse de categorías de muerte, ya que los otros días me sorprendí escuchando a una escritora que se refirió a una muerte, la producida por veneno, calificándola como de medio tono, esta, en mi concepto, podría decirse que se enmarca en una muerte absurda y atroz.

Y me llegó tanto esa situación, justamente porque Cecilia Roth, en aquel personaje que encarnaba en la película, trabajaba en una institución que como centro único coordinaba y fiscalizaba las actividades de donación, ablación y trasplantes de órganos, tareas que en la Argentina realiza el INCUCAI.

Es que la paradoja fue que quien convencía a otras personas de donar los órganos de sus seres queridos, tuviera ella misma que encontrarse haciéndolo, sola, en un momento de su vida respecto de su hijo, su ser más amado. Y no era para menos.

Esta era una de las encerronas para mí, típicas, de las películas de Pedro Almodóvar.

La ablación de órganos y el trasplante o implante de órganos en mi mente ocuparon un lugar preferencial. Lo descubrí en la Facultad de Derecho, en un curso en la licenciatura en Criminología.

El profesor, Dr. Manuel García Reynoso, quien por entonces se desempeñaba como juez penal en San Martín, a quien no conocía, el día que tuve el gusto de hacerlo habló en su clase de ese tema, de la Ley de trasplantes nro. 21541 vigente en el país y de su decreto reglamentario nro. 3011/77 con una profundidad y un tono delicado que me impactaron y debo confesar que el tema en aquel momento me apasionó.

Creo que esto me ocurrió en 1982 y lo tenía tan presente por aquello del diagnóstico correcto que debía realizarse de la “muerte cerebral”.

Este diagnóstico era el resultado de aquellos procedimientos específicos que se exigían para poder extenderse el certificado de fallecimiento del dador, a los efectos de la ley, juicio que debía realizar un equipo médico integrado por un médico clínico, un cardiólogo y un neurólogo o neurocirujano, quienes establecían el cese total e irreversible de las funciones cerebrales y que por cierto, esos profesionales no podían integrar el equipo que posteriormente podía llegar a intervenir en la ablación o el o los implantes.

El art. 21 de la ley y el art. 21 del decreto reglamentario establecían la comprobación de los signos y de las pruebas que debían realizarse de modo minucioso para garantizar el derecho a la vida del dador, y la documentación que debía labrarse, con la firma de los profesionales intervinientes y familiares presentes.

Para decirlo de una manera distinta, ese certificado era la confirmación del “no retorno” y podría decirse, aun de otro modo, del “no regreso” de la persona a su conciencia y a la vida normal, inexorablemente.

Era como algo muy fuerte para mi sensibilidad, el cerebro fue un tema que me atrajo desde el cuarto año de la escuela secundaria y su funcionamiento me interesó desde mi primera y hasta ahora única juventud.

Recuerdo incluso haber conversado este tema con el Dr. Federico Nieva Woodgate cuando se desempeñaba como fiscal de Cámaras de Morón, porque era un hombre con quien podía hacerlo, sea por su seriedad, sea por sus amplios conocimientos científicos, médicos y jurídicos, sea por la confianza que me inspiraba.

Humildemente, esto de sobrevivir en estado vegetativo o artificial no lo sentía, personalmente, como algo que pudiera considerarlo digno para mi propia vida, sino al contrario, totalmente opuesto al valor que para mí representaba en aquel tiempo y aún en el presente la libertad y las tomas de decisiones, en todos los aspectos de la vida.

No se me escapa que otras personas puedan tener otras concepciones contrarias absolutamente a la mía, y en ese sentido siempre voy a considerarlas muy respetuosamente, ya que considero que esas otras miradas, y así lo creo, pueden, las más de las veces, estar inspiradas en el amor y en concepciones espirituales distintas a las mías y lo contrario justamente sería no aceptar la libertad de los demás.

Mientras escribo estas líneas viene a mí el recuerdo de otra película en la que ocurría un accidente en el tránsito y la víctima, que resultó al igual que en el film de Almodóvar un joven, había resultado en ella atropellado también por un vehículo. Ese joven era protagonizado por el actor Darío Grandinetti, el médico que lo atendía en el hospital público al que había sido trasladado herido fue interpretado por el actor Luis Brandoni y, la enfermera asistente, su maravillosa colaboradora, era protagonizada por la actriz uruguaya China Zorrilla.

Recuerdo una escena, en que conversaban en presencia del paciente. En esa ocasión, era como que se daba por cierto que el joven moriría y en esa cuasiagonía Grandinetti movió su mano o rozó la del médico o de la enfermera apoyada en la camilla, no lo sé bien, tal vez estuviera presente alguna otra persona como el camillero y, sea quien fuere, quien percibió ese movimiento se sorprendió, alcanzó ese gesto para conmoverlos y alertar a todos. Se dieron cuenta de que el paciente los estaba escuchando y que, con ese casi imperceptible y diría que intencional gesto expresaba que estaba allí y que quería vivir.

El azar hizo que ese sutil movimiento del joven rozara a un otro u otra y ello alcanzó para su salvación. ¡¡¡Ese joven vivió!!!

Fue esta una de esas películas que me resultaron inolvidables, porque veía en ella cómo la vida y la muerte se debatían dentro de la cotidianeidad entre aquel médico y la enfermera, dos buenas personas que hacían en este país lo que podían con sus vidas privadas y con la profesión, dentro de la estrechez de ese hospital público, precario en cuanto a los elementos disponibles y grandioso desde el punto de vista del factor humano.

La realidad no ha cambiado aún y hoy, en este febrero de 2021, luego de releer el relato anterior al que había dejado descansar, como algo mágico me sucedió que recordé el nombre de esta película a la que estaba haciendo referencia fue Darse cuenta y entonces rápidamente me sumergí en Google y allí estaba, como esperándome la información acerca de ese film, comprobando así que su director fue Alejandro Doria, quien casualmente vivió en el edificio en el que yo habito, mencionándose además que la canción del film había sido “La maza”, justamente la de otro de mis admirados de siempre, Silvio Rodríguez, cuyas canciones y las de Pablo Milanés me acompañan amorosamente desde un casete y desde hacía muchísimo tiempo, tantas y repetidas veces.

Digresiones aparte y volviendo al relato, en esos cabildeos estaba cuando un tiempo después de aquella importante clase, que sobre la Ley de trasplantes dio el Dr. García Reynoso, en la licenciatura en Criminología de la Facultad de Derecho, la vida judicial en Morón me colocó en la fuerte situación de tener que afrontar un episodio vinculado a esa muerte, y preparar la documentación correspondiente para que sean llevadas a cabo ablaciones y trasplantes de órganos.

Fue un sábado a la mañana, en que siendo la titular de la Secretaría nro. 3 del Juzgado en lo Penal 2, estaba de turno, y en esa oportunidad en que nos hallamos como “de guardia” con mi amiga Haydeé Tudisco, que en ese momento era auxiliar y con Graciela de Palo, que era oficial 5. to, esta última y yo decidimos ir a comprar unas “cositas” al centro comercial de Morón. Aclaro que en esos momentos no existían los teléfonos móviles.

Por cierto, mirando las vidrieras tardamos un rato en regresar y cuando lo hicimos, la Negra Haydeé, nuestra amiga y auxiliar, estaba como loca. Es que nos contaba, apabullada, que sonaban al unísono los teléfonos de los despachos del juez y el de la Secretaría. Esos llamados provenían desde una comisaría y desde un hospital, por un hecho de suma gravedad y las comunicaciones eran, como no podían ser de otra manera, insistentes y agitadas.

Se había impuesto en nuestras nóveles vidas ese sábado una carrera contra el tiempo y el destino sin que lo supiéramos.

Habían llamado a la Secretaría por teléfonos fijos, desde aquellos lugares, la comisaría y el hospital, comunicando la “certificación del fallecimiento” de una chica, muy joven, recién casada, que tuvo un aneurisma cerebral y que, ante ese cuadro, que el equipo médico calificó como “irreversible”, su también muy joven esposo autorizaba la donación de sus órganos. A estos llamados se agregaron los que con la premura del caso realizó el director del INCUCAI.

A escasos minutos de llegar a mi despacho, tuve arriba de mi escritorio las actas que se habían labrado en el hospital, al rato recibí en él al joven viudo que autorizaba la donación, a nosotras se nos partió el alma.

Recuerdo que estaba apoyado por su entorno familiar más íntimo, el propio y el de su esposa, y por supuesto venía junto a ellos el oficial de policía que había estado tramitando las actuaciones en la Comisaría.

Concurrieron a la Secretaría, además, todos ellos junto a la psicóloga del INCUCAI, que ya había sido previamente convocada desde el hospital y aun antes de que en el Juzgado nosotras tuviéramos noticia de los hechos. Ella había estado trabajando el tema de la decisión con aquella familia, que estaba sumida en una inconmensurable angustia.

La psicóloga me pareció una profesional fuerte y decidida y también cálida en su manera de expresarse, condiciones especiales por cierto, porque ella fue la encargada de llevar a cabo las conversaciones con los familiares de aquella joven, y al propio tiempo fue quien junto al personal policial nos proporcionó a nosotras toda la documentación que debía suscribirse para las presentaciones ante el INCUCAI, ya que este instituto además debía realizar otras diligencias por su parte, para poder coordinar todas las actividades médicas que se iban a desplegar, a partir de este suceso.

¡Ya existían en esos momentos “listas de espera”…!

La donación de órganos no obstante no era por aquella época un procedimiento muy habitual, sino más bien algo excepcional y aún muy discutido desde lo jurídico y diría también que desde lo filosófico y lo religioso.

Sin embargo, pese a sus cuestionamientos era ya un procedimiento legal y en este caso tuvimos cierta tranquilidad en relación con cómo había sucedido el hecho.

Se había producido en un accidente doméstico, la caída por una escalera, justamente, como consecuencia de ese aneurisma y la circunstancia de que los padres de aquella jovencita coincidieran con el consentimiento que debía brindar exclusivamente el esposo, quien además cumplía con los deseos de ella, que alguna vez les hubiera transmitido a todos, esa circunstancia nos ofreció un marco de cierto sosiego.

Por otra parte, tomamos conciencia de que además el joven estaba apoyado en la decisión que había tomado por sus progenitores, y todo ello nos brindó la certidumbre de que no estábamos en presencia del encubrimiento de una muerte violenta, dolosa o culposa, sino ante una verdadera tragedia familiar.

Diría que la Secretaría se transformó desde ese mediodía, lentamente y hasta el anochecer, en una sala de velatorio, en cuyo espacio, cruzado por el dolor, había personas presentes y también otras personas ausentes, por qué no decirlo.

Fue un lugar de acompañamiento íntimo, irremediable y fatal, que culminó ese día, luego de labrarse todas las actuaciones que correspondían en presencia del esposo, la psicóloga del INCUCAI, los padres de la joven y otros familiares más, en el Hospital Fernández, en la entonces Capital Federal.

Allí, en la guardia, me estaban esperando los médicos, y entregué personalmente la autorización judicial para la realización de los procedimientos que se habrían de practicar, es decir, la ablación de órganos y, al propio tiempo, su implante en pacientes receptores de estos, en uno o varios quirófanos ya preparados especialmente, en el que aguardaban los cirujanos, instrumentadores quirúrgicos y otros colaboradores.

En ese momento tenía 30 años de edad, era muy joven en años y en apariencia aún más. Recuerdo que los médicos del Hospital Fernández que me recibieron me invitaron a presenciar alguna de esas intervenciones quirúrgicas que realizarían, ellos también corrían contra el tiempo y, al escucharlos, el susto invadió mi persona, por supuesto rechacé ese ofrecimiento y raudamente me fui en mi autito, con la pavura a cuestas, y en soledad.

Toda la experiencia vivida había sido muy fuerte e intenté esa noche refugiarme y encontrar consuelo, en un lugar amigo.

Fue en vano, no alcanzó la calidad ni calidez de los dueños de casa –Beatriz y Hugo– para que yo pudiera atajar los sablazos que aquella noche recibí. Allí se encontraban reunidos un grupo de personas, algunas de ellas muy soberbias y las palabras de un engreído, que denotó una gran incomprensión e insensibilidad, en relación con lo que lamentablemente comenté que había vivido, quien por cierto apareció ante mis ojos como algo así como un “refrigerador”, ello me obligó nuevamente, a salir despavorida, llorando, huyendo en mi autito para, en definitiva, recluirme como hubiera correspondido haberlo hecho de inicio, en mi casa, aunque fuese sola y con el corazón partido.

Nuestra intervención en aquel caso para mí –aunque necesaria– fue horrible y resultó ser otra de las experiencias que me marcaron en el ejercicio profesional, por la precisión con la que tuvimos que confeccionar la documentación que debimos realizar, junto a mis fieles colaboradoras Haydeé y Graciela y por lo que, obviamente, subyacía en ese papeleo.

Por cierto hoy, no recuerdo exactamente qué órganos fueron donados además del corazón, y nuevamente me reservo otros detalles de aquel acontecer, que conmovieron diría que hasta el infinito mi sensibilidad, ya que algunas personas tuvieron el tupé, desde la ignorancia o desde la soberbia –en realidad no lo sé–, o desde la ausencia –tampoco lo sé, exactamente–, de poner en cuestionamiento el contenido de aquella ley, sobre la base para mí de sus convicciones cortas.

Ese día, con mis amigas Graciela y Haydeé estuvimos transitando durante diez horas un difícil sendero, el de la muerte cerebral, un certificado que acreditaba el inicio del proceso de la muerte y también por qué no mencionarlo, el de la esperanza de la prórroga de la vida o de la calidad de vida de una o más personas –como las dos caras de una misma moneda– y por supuesto agradezco a ellas dos aquel “predestinado acompañamiento”.

Y digo esto porque tal vez no haya sido casual habernos encontrado “de guardia”, juntas, ese sábado de turno, en la Secretaría nro. 3 del Juzgado en lo Penal nro. 2, sito en la calle Bartolomé Mitre al 900 de Morón, cuando en aquel nosocomio de la Capital Federal se sucedían aquellos tremendos hechos.

Las vueltas o, mejor dicho, el camino de la vida me cruzó nuevamente con aquel profesor, el Dr. Manuel García Reynoso, que me había enseñado y anoticiado de la existencia de la Ley de Trasplantes, y ese cruce ocurrió siendo ambos jueces de cámara, en los Encuentros anuales que reunían a todos los que nos desempeñábamos en los Tribunales Orales Criminales de la justicia nacional y federal de todo el país, cuando comenzaron a funcionar esos tribunales orales en 1993 y allí iniciamos con Manolo una hermosa amistad, en la que el relato de ese suceso, por supuesto, se hizo un lugar, oportunidad en la que le agradecí sus claros conceptos.

Vaya este relato y sin más correcciones en homenaje a Manolo García Reynoso, primero mi profesor y luego mi entrañable colega y amigo que falleció el 26 de junio de 2019, y acompaño aquí una foto que nos sacaron en uno de los Encuentros que mencioné, en Bariloche.

Acompaño además otra foto informal junto a mis amigas luchadoras: Haydeé y Graciela.



Han transcurrido muchos años, ha habido nuevas leyes vinculadas al trasplante de órganos…, la última nro. 24. 447, sancionada el 26 de julio de 2018, reglamentada el 7 de enero de 2019, se la llama Ley Justina por Justina Lo Cane que falleció el 22 de noviembre de 2017 esperando un trasplante de corazón. ¡Este es mi humilde homenaje a aquella niña!

Pero hay más...

Dije al inicio de este relato que, en aquella película de Pedro Almodóvar, Todo sobre mi madre, que luego supe que ganó el Oscar a la mejor película extranjera, hubo otro tema que me atrapó, y este fue aquel monólogo improvisado del personaje de “Agrado”, que hacía la actriz española Antonia San Juan.

En una escena que protagonizó, explicaba al público del teatro, en el que resultaba asistente de las actrices estelares, que esa noche no podría verse la función por razones de fuerza mayor y que quien quisiera podía retirarse y se le devolvería el precio de la entrada o permanecer allí y escucharla, ya que ella hablaría de sí misma y haría una improvisación.

Y al cabo de unos momentos, en que se terminó el movimiento de aquellos que optaron por retirarse de la sala, Agrado comenzó a decir que se llamaba así, porque siempre quiso agradar a los demás, que se había rasgado los ojos, colocado prótesis de siliconas en las mamas, se había levantado los pómulos, etc., para ser una mujer más linda y precisaba, graciosamente, las cantidades de dinero que había gastado en aquellas operaciones, todo esto de un modo muy simpático y risueño, escuchándose de fondo, que el público reía a carcajadas durante aquella fabulosa para mí interpretación y la cámara además había registrado los gestos de algunos rostros de los integrantes del público.

Pero lo que más me gustó fue aquella frase que dijo casi al final: “No hay mujer más auténtica que aquella que más se parece a lo que soñó para sí misma”.

No sé si esta frase la escribí, exactamente... ¡¡¡pero su profundo mensaje me resultó sorprendente!!! Es que siempre pensé que las personas, cada una dentro de sus posibilidades, se construyen a sí mismas. Y, en definitiva, son lo que son, en gran parte, por lo que hicieron consigo.

Que es cierto también, que el entorno facilita mucho el camino, pero no es lo definitivo. La circunstancia personal ayuda y también en parte el azar, cuando cada quien desea ser como decide ser y trabaja para ello.

Repasando mis notas, advierto que cada día estoy más convencida de lo que afirmaba aquel personaje Agrado y pienso yo misma en el camino que he transitado en mi propia vida al respecto.

También vaya este homenaje a ese personaje. ¿Será de ficción o no?


El libro de Lucía II Bajada

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