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Las guerras y las mujeres

Anoche vi el programa televisivo El corresponsal, en el que el periodista Nelson Castro entrevistaba a una colega llamada Karen Marón. Yo no la conocía y como la presentación me resultó muy inquietante me dispuse a escuchar el reportaje y ahí me enteré que aquella mujer trabajaba como corresponsal de guerra, y esa tarea a la que se había dedicado, según lo dijo toda su vida, me pareció algo monumental.

De un lado, por la valentía que considero debía tener para hacer ese trabajo, y desde otra perspectiva por la fortaleza necesaria para poder afrontarlo por el riesgo personal que debe significar estar inmersa en situaciones tan extremas como un frente de batalla y desde allí, dispuesta a comunicar al resto del mundo aquello que pudiera ver y, además, la necesidad de informarlo con objetividad.

Siempre la actividad desarrollada por un corresponsal de guerra de cualquier sexo me pareció una de esas tareas que, si pudiera calificarse diría que merece, en lo que al periodismo se refiere, un respeto superior.

Desde que era una niña y vi por primera vez una película de guerra–al igual que ahora–, pensé y pienso que no cualquier persona puede estar ahí, en ese lugar, sea un frente de batalla o en un campamento de refugiados sin ser militar, sino alguien muy, muy especial. Así, esa noche esa periodista me recordó a su colega del diario Clarín, Alberto Amato, a quien descubrí no hace demasiado tiempo, pero el suficiente como para comenzar a seguirlo y a admirarlo.

Karen Marón afirmaba, en la charla con Nelson Castro, que era fundamental en los campos de refugiados lograr empatía con aquellas personas sufrientes y ello requería una amplia formación, no solo la académica relacionada con el periodismo, sino que además las circunstancias exigían el conocimiento de la historia, la geografía, su permanente actualización, conocimientos de antropología, idiomas y que todo aquello en su conjunto era necesario, como para comprender a aquellas personas, de otras culturas, a veces tan distintas a la nuestra, la occidental o cristiana.

Decía, en consecuencia, que todo ese aprendizaje resultaba imprescindible y esencial como para realizar un trabajo serio y tan riesgoso desde lo físico y lo emocional, y finalizó aquella conversación entre colegas manifestando la corresponsal que su mayor deseo era la PAZ, aquel estado en el que la humanidad deje la guerra inspirada a su criterio en el poder y la codicia y yo me permito agregar –humildemente–, que generalmente aquella viene acompañada por años de odio, venganza, crueldad, fanatismo, desde lo religioso y lo racial.

Pues bien, ese reportaje me recordó aquella otra actividad, la que realizan los Médicos Sin Fronteras y que, a una de las médicas la conocí personalmente, en una charla que dio en la Argentina, hace ya varios años, cuando todavía me desempeñaba como jueza y en esa ocasión aquella médica nos explicaba a nosotras, las que formábamos parte de la Asociación de Mujeres Jueces de Argentina (AMJA), el trabajo que realizó en un campo de refugiados en Montenegro, durante la guerra de las Balcanes.

El relato de su experiencia como médica y mujer fue un testimonio que me impactó y también lo hizo aquello otro que nos transmitió, su percepción acerca del comportamiento de las mujeres víctimas de la guerra en esos campos de refugiados. Ella tendría apenas treinta años e hizo hincapié en su exposición en el trabajo delicado que hacían aquellas mujeres en Montenegro, en pésimas condiciones, y que pese a todo vio cómo ellas llevaban adelante la crianza y educación de los hijos y se dedicaban amorosamente al cuidado de sus “viejos” y recuerdo que esa sencilla exposición me sirvió personalmente para no pecar de arrogante, en mi propia tarea de jueza, a partir de esa misma tarde.

También este recuerdo me transportó a otras dos conferencias, una, la que brindó en nuestro país la jueza que presidió la Corte Penal Internacional que juzgó los crímenes de guerra del genocidio ocurrido en Ruanda, entre abril y julio de 1994, guerra étnica de la que se dijo que resultó una carnicería, en la que se intentó el exterminio de la población tutsi y se estimó que murieron cerca de 800. 000 personas, las que fueron asesinadas por los miembros de la etnia hutus, utilizando precisamente machetes para descuartizar familias enteras y en donde las mujeres que sobrevivieron al genocidio fueron violadas.

Esta jueza era una mujer perseguida y al propio tiempo fue muy cuidada en esa función y con sinceridad nos informó que no pudo dormir nunca en una misma casa, durante el desarrollo de ese juicio. Recuerdo que ella, con su exposición, cerró el Encuentro Internacional de Mujeres Jueces que se desarrolló por primera vez en la Argentina, mientras su presidencia estaba a cargo de la Dra. Lidia Soto.

Con la custodia que cabía ofrecerle a aquella valiente jueza, en un vehículo blindado que puso a disposición la empresa Mercedes–Benz de la Argentina, la fundadora de la AMJA, Dra. Carmen Argibay, fue a recibirla a Ezeiza y desde allí prácticamente esta mujer directamente asistió a la cena que en su honor se hizo en Parque Norte, en la ciudad de Buenos Aires en la que recibió el aplauso de algo así como mil personas. ¡Un acontecimiento sin igual!

La otra conferencia que recordé fue la que brindó justamente la doctora Carmen Argibay luego de haber integrado como juez ad litem, ella misma del Tribunal Penal Internacional para el juzgamiento de los crímenes de guerra o lesa humanidad de la ex–Yugoslavia, circunstancia que la llevó a La Haya.

En esa disertación Carmen, con la sencillez y la humildad que la caracterizaron siempre –quien nos impuso la costumbre de que la llamáramos así, simplemente por su nombre–, en el Salón de Actos de la Facultad de Derecho de la UBA nos informó, en marzo de 2001, acerca de los horrores vividos por las mujeres durante otra guerra. En esta conferencia, “Crímenes de guerra, crímenes de la humanidad”, Carmen contó su experiencia como miembro del Tribunal Internacional que juzgó la esclavitud sexual durante la Segunda Guerra Mundial, en los países invadidos por Japón, cuando aún no se había considerado que las violaciones durante su transcurso fueran delitos de lesa humanidad, sino solo consecuencias de la guerra.

Nunca olvidaré la calidez con la que Carmen Argibay nos convocaba para nutrirnos y capacitarnos en las cuestiones de género y, por cierto, le estoy eternamente agradecida, porque sus palabras siempre fueron una invitación para adquirir, desde nuestra función de magistradas, un mayor y especial compromiso con la sociedad.

La guerra, su antónimo la paz, y esa palabra resuena en mi cabeza en estos últimos días de diciembre, en que nos deseamos PAZ para el año 2020 que se inicia, y en eso veo un cartel en la vidriera de un comercio que decía que “para que haya paz además del deseo tiene que existir la voluntad de concertarla”.

No creo que la casualidad o el azar hubiera colocado a las mujeres que mencioné en los lugares en que desempeñaron sus trabajos en el mundo y, por lo visto, ellos han sido justamente el de solidarizarse con “los inocentes de la humanidad” como la periodista Marón lo expresara, tantos que luego del cese del fuego y como lo contó a modo de ejemplo, aquellos inocentes debían aceptar haber perdido a uno o veinte miembros de su familia luego de un bombardeo u otra atrocidad, en apenas minutos o algunas horas, quedándose así, sin hijos, sin maridos o esposas, sin familia junto a otros sobrevivientes, aturdidos…, en una situación de desamparo de tal magnitud que los llevaba a arrastrarse por la vida, a veces por el camino de la locura.

Este dato que me dejó esa corresponsal nunca lo había llegado a pensar detenidamente y esto directamente me conduce a la reflexión de que la locura en esos lugares, debe representar para muchos la puerta de salida para huir del dolor que significa tan catastrófica realidad. ¡Qué lejos estamos muchos de nosotros de esos “presentes tan injustos” para tantos seres humanos en la actualidad!

Esto lo terminé de escribir el 22/12/2019 y hoy, en este 8/1/2020, veo nuevamente a la periodista Marón en televisión, es mediodía y justamente es el momento en el que brinda su mensaje al mundo Donald Trump, quien por lo visto ha decidido no seguir adelante en la pulseada iniciada con Irán y esta circunstancia me llevó a reabrir este archivo.

Vaya este relato en homenaje a las mujeres que he mencionado y a aquellas anónimas que sufrieron y sufren tanto.

Quinta Conferencia Internacional (año 2000) realizada en el Teatro San Martín de la ciudad de Buenos Aires.

Aquí las fotografías de la Dras. Carmen Argibay y Lidia Soto.

En este sábado 11 de abril de 2020, por segunda vez reabro este relato. Me encuentro en la isla de Palma de Mallorca, confinada desde el 14 de marzo pasado, en el que el Gobierno español decretó el estado alarma y lo hago porque justamente este acontecer es algo así como una guerra y en esta, a mi criterio, las mujeres nuevamente deben ser honradas.

Covid–19. Una “peste moderna,” ignota hasta ahora, global y afamada en pocos días, por la cantidad de seres humanos contagiados y fallecidos, que nos obliga nuevamente a realizar un nuevo recorrido por nuestro interior y no me refiero al espacio físico del obligado confinamiento que llevamos casi todos, sino al del espíritu, para seguir aprendiendo cuáles son nuestras posibilidades y nuestros límites, como mujeres, madres, abuelas, hijas y profesionales, ya que, además de arrastrar los mandatos del esfuerzo que nos inculcaron, adaptarnos a los cambios tecnológicos e informáticos brutales que se han producido, derribando al mismo tiempo prejuicios y muchísimos temas tabúes, llegamos a hoy, para adquirir la certeza de que además conformamos un gran grupo de riesgo, dirían los sociólogos “el colectivo de las mayores”, desde el que trataremos también en esta oportunidad de sortear la enfermedad, la locura y la muerte de las mujeres que aún hoy siguen siendo “mujeres marginadas”.

Han transcurrido veinte años desde aquella conferencia internacional que mencioné y, no obstante, los grandes cambios propiciados y esperados no se han producido. Muchas mujeres siguen realizando trabajos informales que seguramente perderán durante esta pandemia, otras serán víctimas de la violencia de género, ya que el encierro obligado despertará la ira de los “maltratadores”. Otras, las más pobres, no podrán ofrecerse a sí mismas ni a sus hijos los medios elementales y necesarios para evitar el contagio del virus. Me preocupan además las refugiadas, las enfermas y las ancianas. Tampoco me olvido de aquellas otras que están siendo víctimas de la trata.

Solo puedo en estos momentos desde lo material contribuir económicamente para paliar tanta desgracia, y solo puedo con mis palabras ofrecer consuelo a la distancia a aquellas que se sienten solas y que están presentes en mis rezos.

Gracias a todas las mujeres médicas, enfermeras y asistentes que luchan en estos momentos en la trinchera de la salud, aun a costa y riesgo de sus propias vidas, como vos, Teresita Díaz, que lo hacés desde tu espacio en el Hospital San Juan de Dios de Bogotá.

Ellas por cierto merecen mucho más que el aplauso internacional y este es mi humilde homenaje. ¡¡¡Nuevamente GRACIAS!!!


Teresa Díaz

El libro de Lucía II Bajada

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