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La pista en la que aterrizaron era similar a aquella de la que habían despegado en Coyhaique, pero, a diferencia de la anterior, rodeada por el aeropuerto y con mucha actividad humana, esta estaba en un enorme claro en medio de la nada. A medida que la avioneta frenaba hasta detenerse, pudieron ver el coche negro estacionado frente al enorme galpón que hacía las veces de hangar, el único que se veía por ahí.

–Espero que disfrute su estancia en Puyuhuapi –dijo el piloto con entusiasmo cuando se apeó su pasajero. Y, después de despedirse, partió de nuevo al sur.

Puyuhuapi no se consideraba siquiera un pueblo, era más bien un villorrio ubicado en la comuna de Cisnes, fundado por alemanes hacia el año 1935. El lugar que pisaba Arturo en ese momento tampoco podía clasificarse como un aeródromo, ya que bien podía tratarse de una pista clandestina y nadie sabría decir la diferencia.

Inseguro, caminó hacia el solitario vehículo echando una rápida ojeada a los alrededores. Estaba desierto. Se abrió la puerta del conductor y bajó un hombre alto, corpulento, con el pelo cortado a cepillo y los músculos que resaltaban incluso bajo las abrigadas capas de ropa. Tenía los ojos de un azul intenso y una gran cicatriz le cruzaba la mejilla izquierda, trazando una curva desde el borde exterior de la ceja hasta el cuadrado y recio mentón. La similitud con Iván Drago, el legendario oponente soviético de Rocky Balboa, era alucinante.

Otro milico, conjeturó Arturo a medida que se acercaba. Pero no era chileno, de eso estaba seguro; sería ruso, alemán o de alguna parte de Europa del Este.

–¿Arturo Contreras? –preguntó en un español con fuerte acento, marcando en exceso las erres de las palabras. Él asintió. Se estrecharon la mano y le indicó que subiera al auto; Arturo obedeció sin preguntar nada.

Unos cuantos kilómetros al norte de donde estaban, la Carretera Austral se dividía en dos brazos; el brazo principal recorría la margen derecha del valle y luego atravesaba Puyuhuapi por el centro mismo. El otro se extendía por la margen izquierda y rodeaba al pueblo sin pasar por él. Ambos brazos volvían a unirse a la salida del pueblo y continuaba sin interrupciones a orillas de un enorme fiordo.

Cuando dejaron atrás la pista de aterrizaje avanzaron por un sinuoso y accidentado camino rural y luego salieron al brazo secundario de la carretera. El viaje transcurrió en total silencio. El hombre ni siquiera se había presentado, pero tampoco parecía importarle caerle bien a su pasajero. Arturo aprovechó el mutismo del chofer para estudiar el paisaje.

La carretera corría solitaria. A la izquierda se levantaban montes, cerros y de vez en cuando paredones de piedra verticales, que daban la sensación que de un momento a otro se precipitarían sobre el camino. Y a la derecha, las aguas cristalinas del fiordo. Más allá, en la orilla opuesta, continuaban los montes, cerros y laderas, perdiéndose luego entre frías y lejanas brumas.

Arturo vio un cartel al costado del camino, un letrero verde con bordes dorados que decía CARRETERA AUSTRAL, y debajo:

Coyhaique 220. Puerto Aysén 202. Puerto Cisnes 84.

Se preguntó de pronto si tendría suficiente tiempo para observar las cosas que le interesaban, antes de ser asesinado por alguno de los clientes de Padua.

–No somos animales –había dicho este, en un intento de maquillar la naturaleza enfermiza de sus negocios–. Somos caballeros, antes que nada, y tenemos códigos. Como los antiguos gladiadores romanos, usted y los demás tendréis la oportunidad de conocer a sus anfitriones un par de días antes.

Anfitriones, arrugó la nariz al recordar. Bonita forma de llamar a gente que asesinaba por puro aburrimiento. Padua no lo había dicho de manera explícita, pero él ya lo había deducido: eran gente enferma con mucho dinero y demasiado tiempo libre.

La carretera se extendía de norte a sur; ellos viajaban hacia el sur. Luego de pasar por un estrecho puente de concreto, el conductor disminuyó la velocidad y dobló a la derecha, deteniéndose frente a un embarcadero que llevaba por nombre Muelle Austral. Bajaron del coche y caminaron hacia el muelle; a medida que avanzaban vieron la lancha amarrada y dentro varias personas con rostros serios y graves. Arturo reconoció de inmediato el lugar que se encontraba en la orilla opuesta. Se llamaba Bahía Dorita, un tramo paradisíaco en medio de uno de los tantos fiordos australes.

Al llegar junto a la embarcación sus ocupantes voltearon a verlos, con ojos curiosos. Arturo contó a cuatro hombres; uno de ellos se apresuró a ponerse de pie y subió al muelle de un salto, saludándolos. El exmilitar se limitó a decir el nombre de Arturo y se marchó sin despedirse; el hombre se presentó como José Millaray, el conductor de la lancha. Le pidió que lo siguiera y subieron al bote.

Arturo saludó a los otros tres hombres, pero estos apenas respondieron aunque lo miraban con mucho interés. La postura de sus cuerpos y las miradas distantes y esquivas proclamaban con claridad el miedo que sentían. No hacía falta ser demasiado inteligente para deducir que también habían sido reclutados por ORIÓN.

–Estamos listos para partir –dijo José Millaray–. Por favor sujétense bien.

Y encendió el motor.

A lo lejos, en la otra orilla, se veía una construcción larga al pie de un verde y exuberante bosque nativo de lengas y coihues, que sin duda era a donde se dirigían. Arturo lo identificó como el lugar del que había hablado el piloto de la avioneta. Él lo había llamado las Termas, pero el nombre oficial era Puyuhuapi Lodge & Spa.

No tenía idea de lo que le esperaría allá, pero de algo estaba seguro: necesitaba aprovechar cualquier pequeña oportunidad para conocer mejor el terreno. Calculó que solo tendría tiempo de formular unas pocas preguntas. Se acercó a la parte delantera de la lancha, se colocó al lado del señor Millaray y le empezó a conversar.

–¿Usted es de por aquí, don José? –dijo, y le sonrió al hombre.

La velocidad de la lancha no era excesiva ni el motor demasiado ruidoso, era más bien un viaje apacible y sin prisas, así que podían escucharse bien entre ellos, a pesar del viento que les daba de frente.

–Sí, señor, de Puyuhuapi toda la vida –respondió, con evidente orgullo.

–¿Y hace cuánto que trabaja para el hotel?

–Unos diez años. En esta época manejo la lancha y después, cuando cierra en otoño ayudo con las reparaciones que haya que hacer y lo dejamos listo para la siguiente temporada. Pero también soy pescador, leñador, guía; en realidad hago de todo –dijo el hombre, complacido de tener a alguien que mostraba interés por escucharlo.

–Qué interesante –dijo Arturo, con sinceridad. Señaló el espeso bosque que los rodeaba por todas partes y preguntó–: Y dígame, ¿qué animales grandes se pueden cazar por acá? Me gusta mucho la cacería –agregó en tono ingenuo. El hombre pareció alarmarse.

–Oh no, por acá no puede cazar, al menos no de ese lado –dijo, señalando hacia atrás–. Es un parque nacional protegido. Hay muchos animales, pero está prohibidísimo. ¡Si lo agarran se puede ir preso! –exclamó, casi con preocupación.

–Ah, no sabía. Nada de cazar, entonces –aseguró.

La otra orilla ya estaba peligrosamente cerca, entonces formuló la última pregunta:

–Leí que el invierno es muy duro por acá, pero ¿cómo son las noches durante el verano? ¿Igual hace mucho frío? ¿Se puede dar un paseo por el bosque de noche?

El señor Millaray era una persona sencilla pero respetuosa, por eso su reacción educada fue la de sonreír con indulgencia. Estos turistas no saben nada.

–No, señor, las noches son igual de frías, al menos para los que no son de aquí. Nosotros estamos acostumbrados. Los días en verano son así, lindo solcito, pero a la noche la temperatura baja mucho. No le recomiendo para nada ir al bosque de noche, a menos que le guste y disfrute del frío.

–Gracias por su consejo –dijo educadamente el pasajero, cuando don José comenzó a disminuir la velocidad y se detuvo frente a la pasarela de madera del muelle.

De pie sobre este, a muy poca distancia, Antonio Padua los esperaba con una gran sonrisa y vestido con un traje impecable.

Orión

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