Читать книгу Orión - Marcelo Alvarenga Maciel - Страница 12
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ОглавлениеSe puso de pie. Miró alrededor, estudiando la habitación y vio lo que buscaba en un rincón, un basurero de metal con una bolsa de plástico nueva. Sacó la bolsa y la examinó; sospechó que el grosor sería el adecuado para lo que se había propuesto. La dobló tantas veces como pudo hasta formar un cuadradito denso, levantó el colchón de la cama y lo escondió de tal modo que si la persona de la limpieza movía el colchón no le sería tan fácil verlo.
Se empezó a desvestir y dejó a un lado la ropa con la que viajó; se había tenido que poner la parka al llegar al aeropuerto de Coyhaique, pero, a pesar del viento helado, en el trayecto hasta el hotel sudó igualmente. Se puso ropa más cómoda, una polera, un pantalón buzo y se cambió los zapatos por unas zapatillas deportivas. Padua quizá lo había pasado por alto sin querer, o quizá no, pero había olvidado mencionar que el lodge contaba también con un gimnasio; de camino a su habitación había visto un cartel que así lo indicaba.
Recordó con desdén las palabras de Padua. ¿Cómo se suponía que iban a poder relajarse en las aguas medicinales o a recibir un masaje cuando en menos de dos días estarían corriendo por sus vidas? Ese tipo de comentarios no hacía más que aumentar su antipatía.
Guardó sus cosas en el clóset y salió. Le preguntó a una muchacha del hotel dónde estaba el gimnasio y esta se ofreció a acompañarlo hasta allí. El lugar estaba muy bien equipado, una grata sorpresa. Encontró solo a dos personas entrenando, dos hombres de más o menos su edad y que se ayudaban con las repeticiones en las pesas. Uno era alto y delgado y el otro de estatura más baja, pero lo compensaba con un físico en muy buena forma.
Lo miraron de soslayo al entrar y continuaron con lo suyo. Arturo se preguntó si serían huéspedes comunes, pero al instante dio con la respuesta al recordar las palabras de Padua; el hotel lo ocupaban solamente ellos. Aquellos, por tanto, serían también participantes de los “juegos”, al igual que los otros tres que llegaron con él en la lancha, pero dudó si acercarse a entablar conversación.
Decidió empezar a calentar en la caminadora durante quince minutos, luego otros quince en la bicicleta estática, para después ir a las pesas una vez activado su metabolismo. Estaba absorto pedaleando, llevaba alrededor de diez minutos cuando el hombre alto y delgado, que trabajaba los pectorales acostado en la banca, empezó a tener problemas. Su compañero estaba de espaldas en otra máquina y nada pudo hacer cuando la barra de la pesa le cayó de lleno sobre el pecho y empezó a aplastar peligrosamente su caja torácica. Lanzó un grito de dolor y Arturo, que lo tenía enfrente suyo, saltó del aparato y llegó junto a él en un segundo, asió con fuerza la barra con ambas manos y la levantó lo suficiente para que el hombre se deslizara por abajo y luego cayera al piso, resollando. Arturo bajó con suavidad la pesa sobre la banca.
Su compañero soltó con gran estrépito el aparato que estaba usando, llegó junto a su amigo y lo ayudó a levantarse.
–¡Carajo! ¡Te dije que no cargaras tanto! –le regañó, mientras lo recostaba contra la pared. Hablaba con un acento sureño inconfundible, pero Arturo no supo decir de qué parte específicamente. De Chiloé no era, de eso estaba seguro.
–Fue… un calambre –dijo el otro con dificultad– en el brazo… izquierdo.
Aquel también tenía acento del sur.
–Ni calambre ni mierda –le espetó su amigo, mirando las pesas con el entrecejo arrugado–. Eso es demasiado pesado.
Entonces se dirigió a Arturo:
–Gracias por ayudarlo.
Arturo respondió con un gruñido y le preguntó al otro si estaba bien, este dijo que sí, aunque el susto le había hecho palidecer. Lo ayudaron a ponerse de pie y Arturo preguntó si podía examinarlo para ver si no tenía nada roto.
–¿Es usted doctor? –le preguntó el compañero del herido, observando cómo le palpaba el esternón y las costillas, que de milagro estaban bien.
–No, pero algo sé –respondió–. No se rompió nada –dijo–, pero le quedará un gran moretón.
El hombre se sobó el pecho, no había pasado nada grave pero el dolor era muy fuerte.
–Muchas gracias. Soy Rubén.
–Arturo –respondió él, y le estrechó la mano tendida.
El amigo se llamaba Jorge. Intercambiaron algunas palabras de cortesía y Arturo se disponía a volver a la bicicleta cuando Jorge intentó confirmar sus sospechas:
–A usted también lo reclutaron, ¿cierto? ¿Para… la cacería?
De manera que ellos también lo habían pensado. No tenía sentido mentir.
–Sí.
Observó con detenimiento a ambos hombres. Desde luego que guiarse por las apariencias era, por lo general, un error, ya que no los conocía de nada, pero tanto Rubén como Jorge se parecían mucho a los obreros que trabajaban con él en la construcción y, por un momento, sintió un poco de lástima por ellos. Podían ser muy buenas personas, pero no parecían tener lo necesario para lo que se les venía encima.
Arturo se consolaba con la idea de que, a pesar de haber sido dado de baja hacía ya quince años y que eso lo había oxidado, por lo menos tenía entrenamiento militar y lo recordaba todo muy bien. Su mente y su cuerpo habían sido preparados para situaciones extremas que el hombre común no es capaz de soportar. No se daba aires de superioridad con eso, pero era la verdad. Podía dar pelea llegado el momento, pero incluso con sus antecedentes, tenía serias dudas sobre sus posibilidades de regresar vivo a casa.
Pero los hombres que tenía en frente no parecían estar preparados para nada de eso; eran simples tipos con mala suerte que cayeron en manos de la organización de Padua. Tal vez habrían cometido algún error grave y Padua les ofreció un trato tentador; tal vez un robo o un asesinato que no les dejó demasiadas opciones, y se vieron obligados a aceptar.
Si Padua decía la verdad respecto a que todos los anfitriones eran profesionales y tenían experiencia cazando seres humanos, Jorge y Rubén no tenían muchas posibilidades de sobrevivir. Pero, bueno, como había comprobado muchas veces en la academia, la gente podía llegar a sorprenderlo a uno. En más de una ocasión se había precipitado al juzgar a un recluta que al final terminó deslumbrando a sus superiores. Decidió que no sería tan arrogante.
–Vengo de Santiago.
Se dijo que si iba a morir en las siguientes cuarenta y ocho horas por lo menos sería amable con aquellos que iban a enfrentar su mismo destino.
–Soy de Punta Arenas –respondió Rubén, que continuaba sobándose el pecho.
–Yo, de Puerto Montt –dijo Jorge.
En ese momento, no sentían la necesidad de hablar de lo que les esperaba en ese remoto paraje ni las circunstancias que los llevaron hasta allí, ya hablarían de eso después.
–¿Les gustaría que entrenemos juntos? –ofreció Arturo–. Así nos ayudamos con lo que haga falta.
–¿Por qué no? –dijo Jorge–. Tal vez a él sí le hagas caso –le reprochó a Rubén al tiempo que le daba un pequeño golpe en el hombro. Los tres sonrieron y continuaron trabajando por otra hora.