Читать книгу Orión - Marcelo Alvarenga Maciel - Страница 8

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Arturo regresó al departamento alrededor de las ocho de la tarde. Se sentía mareado y le dolía la cabeza; tal vez fuera el hambre, haber recorrido media ciudad a pie con aquel calor o la reunión con el hombre. O una mezcla de todo.

Lorenzo había hecho la cena con ayuda de Valentina, mientras que su hermanito pequeño le hacía compañía a su mami. Habían cenado todos juntos en la pieza de los papás para que la mamá no se levantara y ahora los tres hermanos estaban en la sala viendo la tele. Arturo los saludó a cada uno con un beso en la frente y se fue a la pieza. Claudia ya estaba dormida cuando entró; la última quimio la había debilitado tanto que andaba fatigada todo el día y se dormía muy temprano por las noches.

Estaba de espaldas a la puerta cuando él entró en silencio y se quedó un rato ahí, solo mirándola. La vio tan pequeña y frágil. Se había rapado la cabeza prematuramente porque no soportaba ver cómo iba perdiendo el cabello; lo consideraba un signo fatídico y elocuente de la existencia de aquello que la iba devorando por dentro. Los huesos le sobresalían más de lo normal, tenía el perfil anguloso y las mejillas hundidas. Había perdido ya mucho peso, estaba demacrada y cualquier tarea la cansaba mucho. Arturo insistía en que él y los niños se ocuparían de todo en la casa, pero ella no podía simplemente estarse quieta, porque ella no era así. Ya le había dolido mucho haber tenido que dejar de trabajar. Siempre estaba tan llena de energía y entusiasmo, pero ahora ni siquiera podía salir al parque a caminar un rato y tomar el aire.

Ahí estaban otra vez el punzazo al corazón y el nudo en la garganta, eso que le sucedía ahora todo el tiempo, cada vez que la veía así. Alemania, pensó. Allá tenían los mejores tratamientos para su enfermedad. Él prefería la palabra enfermedad, porque no le gustaba pronunciar el nombre de la misma. Si tan solo hubieran tenido la plata para ir a tratarla allá. La gente pituca lo hacía todo afuera, mandaban a sus hijos a universidades del extranjero, seguían tratamientos médicos afuera… ¿Pero acá? el que no tenía plata se moría y listo.

Se inclinó sobre ella y le dio un beso, luego entró a bañarse. Eran casi las nueve cuando salió de la ducha, luego de estar largo rato bajo el chorro de agua fría.

Lorenzo tenía permiso para estar despierto hasta más tarde porque ya tenía quince, pero Valentina y Agustín ya debían irse a la cama. Acompañó a la niña a su pieza y le dio las buenas noches, aunque sabía que continuaría despierta hasta medianoche como mínimo escuchando música en su celular con los audífonos puestos. Tenía doce años y, aunque no era problemática, tampoco dejaba que nadie se acercara demasiado; solo su mamá de vez en cuando lograba hacerle sentir con la suficiente confianza para abrirse y expresar sus emociones, pero a él le costaba un poco más. Arturo sabía que todo lo que estaba sucediendo era tan difícil para ella como para toda la familia y entendía que esa era su manera de lidiar con la situación.

Luego llevó al pequeño Agustín en brazos a la pieza que compartía con su hermano, lo ayudó a ponerse el pijama, esperó pacientemente a que terminara de cepillarse los dientes y lo metió a la cama. Le leyó su cuento favorito en un libro de cuentos de Topo Gigio, uno en el que el ratoncito italiano tenía que organizar una fiesta para sus amigos ratones, pero no tenía suficiente queso para la ocasión y recorría toda la ciudad buscando la rueda de queso perfecta. Al terminar le dio un beso en la frente, apagó las luces, pero dejó encendida una pequeña lámpara de noche porque el niño tenía miedo a la oscuridad. Después de todo, solo tenía seis años.

Luego fue a la cocina, se sirvió algo de comida y cenó solo, escuchando de fondo el ruido del televisor, frente al que su hijo mayor seguía sentado.

Me tenía que haber largado de ahí desde un principio, se dijo. Pero el sentimiento luchaba con la casi incontenible emoción que le provocó revisar en el celular su estado de cuenta y ver que le acababan de depositar cincuenta millones de pesos. Se había quedado de piedra. Mientras comía, volvió a mirar los números, y todavía no lo podía creer. No era ninguna broma, la plata estaba ahí.

Durante dos horas Antonio Padua le reveló la cosa más descabellada y desquiciada que podía imaginar jamás y cuando este se marchó y lo dejó solo, necesitó aún media hora más sentado en el café, intentando digerir lo que le acababa de contar. El español le aclaró punto por punto lo que le interesaba saber y en qué consistía el trato con exactitud. Luchó en silencio contra la rabia y la impotencia que lo inundaron en un momento dado, al saber que aquel hombre y la organización a la que representaba se aprovechaban de gente como él, personas con vidas al borde de la tragedia, para desarrollar aquel negocio enfermizo.

Se sintió desdichado y decepcionado de sí mismo una vez más.

Pero, por otra parte, en medio de la creciente desesperanza había llegado esto, una retorcida oportunidad de ayudar a su familia a salir de ese pozo en que estaban cayendo de manera irremediable. Era un destello de esperanza para ellos, que él debía pagar con su vida… literalmente.

–Aquí encontrará las instrucciones necesarias –le había dicho el hombre, señalando la última página que iba pegada al contrato–. La fecha y el lugar donde lo recogerán.

Y le había entregado una copia de la carpeta y los papeles firmados.

–Pero hay un último asunto importante –había agregado, y su actitud se volvió seria, casi amenazante–. Nuestra organización ha permanecido anónima desde el principio y así debe continuar.

Arturo ya sabía lo que vendría después de eso. Una de esas líneas que se escuchaban en las películas.

–Si usted no es capaz de guardar esos papeles en algún lugar seguro al que tenga acceso solo usted y nadie más –dijo el español–, le sugiero que se memorice las instrucciones y luego los destruya. Nadie debe conocer su existencia. Apréndase también los datos del único abogado del mundo que maneja los asuntos de nuestra compañía; solo él es capaz de hacer cumplir lo estipulado en esto, y es solo si usted necesita tener la seguridad de que se le pagará. Le aseguro que nunca hemos incumplido un contrato.

Sentado en la mesa de la cocina se estrujó el cerebro pensando en algún lugar donde esconder esos papeles. No tenía intención de destruirlos. De algo le podrían servir.

El precio para salvar a mi familia es que yo me convierta en una presa, caviló recostado contra el marco de la puerta de la cocina después de terminar de cenar. Observaba a su hijo mayor que todavía estaba mirando la tele.

Que así sea.

Orión

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