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Aquello no parecía el preludio de una carnicería, sino una fiesta elegante, civilizada, hasta fastuosa. O, al menos, era lo que sugería la impresión inicial. La música, el gran banquete servido a lo largo del salón en una extensa mesa de blancos manteles y sillas forradas, y las risas de los asistentes acentuaban dicha imagen. Los empleados del hotel, vestidos de un blanco inmaculado, revoloteaban alrededor de la mesa con bandejas en alto, brillante cubertería y vajilla que a los ojos de cualquier profano pasaban perfectamente por fina porcelana. Ultimaban detalles, al tiempo que trataban de pasar desapercibidos entre los asistentes.

Arturo quedó intrigado por la cantidad de personas que vio. Hizo un cálculo rápido y contó más de cincuenta, entre anfitriones, las futuras presas y un montón de otra gente que no tenía idea de quiénes podrían ser. Tenía la sensación de que varios de ellos serían también empleados de ORIÓN, porque era poco probable que Padua fuera el único representante de la organización. Más tarde comprobaría que estaba en lo correcto y que los demás eran simples invitados y acompañantes de los anfitriones.

Con un atento análisis del entorno, empezó a identificar a los anfitriones y a los “compañeros”, por asignarles algún nombre. Los primeros reían y conversaban animados, con bebidas en las manos y rodeados de bellas mujeres con sugerentes y ajustados vestidos de noche, el cliché máximo de ese tipo de eventos. Completamente opuestos a los segundos, que lucían rostros ceñudos, serios y preocupados. El miedo gritaba por encima de la música de la fiesta.

Padua, exultante, saludó a todo el mundo, no sin antes indicarles a Arturo y a los demás que disfrutaran de la velada; en unos minutos más la cena estaría lista.

Jorge se acercó a Arturo y comentó:

–Quieren cebarnos, ¿eh?

Arturo asintió. Le estaba empezando a caer bien Jorge.

–Lo que quieren es ablandarnos y que nos confiemos–confirmó él.

Jorge comprendió.

–Como a los chivos –respondió, meneando la cabeza y dando un giro conceptual, con el pensamiento práctico y certero típico de la persona de a pie. Arturo entendió a lo que se refería. El conocimiento popular decía que no había que asustar a un chivo antes de sacrificarlo, porque el miedo hacía que su carne se volviera amarga y se echaba a perder el animal entero.

Eso es lo que somos, chivos en un matadero que tratan de amansar.

No lejos de ahí, Padua intercambiaba instrucciones con un colega de ORIÓN.

–Cinco minutos más y anuncias la cena.

Le dio una palmadita en el brazo y se alejó en dirección de algunos de los anfitriones. Estos lo saludaron con efusividad, contentos con lo que estaban viendo.

Los anfitriones de aquella edición lo conformaban un chino excéntrico, dos japoneses multimillonarios –nuevos ricos, emprendedores tecnológicos–, un inglés de rancio abolengo y un petrolero saudí rodeado de tres muchachas que no entendían nada de lo que les decía, pero que le celebraban las gracias de igual modo.

El inglés y los japoneses eran clientes habituales de las cacerías de ORIÓN, en tanto que el chino y el árabe estaban entre nerviosos y fascinados por ser su primera vez. ¿Qué decir de la elocuencia aduladora de Padua? Cada palabra que les dirigía era gasolina rociada sobre las llamas de una fogata. Los anfitriones nuevos no cabían en sí de emoción y excitación.

Al sexto anfitrión, sin embargo, lo encontró solo después de alejarse de los otros y buscarlo a conciencia… y luego de tomar bocanadas de aire para serenarse antes de tratar con él. Era un hombre problemático, y no le gustaba ese tipo de gente. Lo conocía bien, estaba seguro de encontrarlo en el rincón más alejado del salón, y así fue. Apartado del bullicio estaba en una esquina, tecleando en su celular con cara de aburrido. Balanceaba una copa del más fino vino chileno en la otra mano, aunque no había probado ni siquiera un sorbo. Se trataba de un veterano de guerra francés. La calva y el parche de cuero en el ojo izquierdo le daban un aire siniestro, aunque por sí sola la mueca de asco que exhibía hubiera bastado para alejar a cualquiera.

Padua le habló en francés:

–¿Todo en orden, monsieur Dubois?

–Aparte de la estupidez de no tener internet aquí y de esta parodia de fiesta… –se encogió hombros.

Padua solo esbozó una sonrisa indulgente. Había aprendido mucho tiempo atrás que su trabajo consistía, en realidad, en aguantar el comportamiento infantil de sus clientes –por alguna razón, tener mucho dinero les generaba algo parecido a una regresión mental y se comportaban como chiquillos–, consentirles sus caprichos y nunca llevarles la contraria. Pero si había alguien a quien de verdad no debía llevarle la contraria era a aquel hombre.

–En Singapur, le advertí que esta era la última oportunidad que le daba para mejorar sus servicios, pero por lo que veo esta vez también será una decepción.

–Oh, monsieur, no se apresure. Puede llevarse un par de buenas sorpresas –comentó el empleado, sin perder el ánimo–. Tenemos aquí a exmilitares, asesinos, violadores y cuanto pillo se imagine que harán lo que sea por sobrevivir. Tal vez le espere incluso una buena pelea cuerpo a cuerpo –sonrió, conciliador.

El anfitrión gruñó, escéptico.

–Como sea. Esta es su última oportunidad. Espero que esté en lo correcto o retiraré mi patrocinio.

Se fue y dejó plantado a Padua esperando, ciertamente, que estuviera en lo correcto esta vez.

Orión

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