Читать книгу Orión - Marcelo Alvarenga Maciel - Страница 13
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ОглавлениеDespués de entrenar, regresó a la habitación, se duchó, y, viendo que aún era temprano, se echó a dormir una siesta. El gimnasio y el viaje desde Santiago lo habían noqueado.
Durmió profundamente, sin soñar.
Jorge y Rubén resultaron ser unos tipos muy agradables y buena gente. Aunque, por otro lado, lo sorprendente hubiera sido que fueran unos hijos de puta, había pensado Arturo.
No obstante, según se había enterado por medio de ellos, al parecer había gente de todo tipo entre los reclutados por ORIÓN. Rubén, como contando una confidencia en voz baja, les dijo que había escuchado hablar a uno de los hombres que llegaron con él en la lancha y que este le confesaba a otro que había estado a punto de ir a la cárcel, pero el trato con Padua lo salvó. Jorge, que era el más hablador, relató anécdotas similares que percibió de los cuchicheos de otros y compartió su propia opinión, mientras Arturo les enseñaba a usar una complicada máquina de pesas. Pero ellos no eran de esos, o al menos según lo que había llegado a averiguar hasta el momento.
Era la primera vez que los tres hombres estaban juntos y el ambiente no era el propicio para las confidencias, aun así, Arturo supo que Rubén estaba allí porque necesitaba el dinero para una intervención médica muy delicada, aunque no especificó para quién. Jorge, sin embargo, solo había mascullado algo sobre unas deudas familiares y Arturo pensó, por un momento, que su propia situación era una combinación de las de los otros dos hombres: estaba allí por su esposa enferma y para saldar las incontables deudas que tenían. Tuvo la impresión, sin embargo, de que Jorge ocultaba algo, pero sintió que no era correcto insistir.
Lo despertaron unos golpes en la puerta. En el último tramo del sueño empezó a escuchar algo semejante a unas explosiones que venían de no sabía dónde, en medio de una opresiva oscuridad, pero al incorporarse en la cama, desorientado, se dio cuenta que eran unos golpes suaves. Tomó su reloj de la mesita de noche y comprobó la hora: las siete y diez de la tarde.
Abrió la puerta y encontró a uno de los muchachos del hotel; este se disculpó por despertarlo, pero le explicó que el señor Padua lo mandaba a llamar a recepción; luego, dio media vuelta y se fue. Todavía algo mareado de sueño fue al baño a lavarse la cara, se mesó el cabello para acomodárselo y fue a ver qué quería el infeliz ese.
Lo encontró rodeado de gente. Rubén, Jorge, los tres hombres que llegaron con él y unos tres o cuatro más que no conocía. Padua estaba en medio de ellos de pie, alegre como siempre. ¿Era su impresión o se había cambiado de traje?
–El anuncio será breve –dijo el español frotándose las manos–. Los anfitriones ya están aquí, y esta noche tendremos una cena en la que podréis conocerlos y ellos os conocerán a vosotros. Así que os pido que regreséis a las habitaciones y os arregléis para la ocasión.
Qué lindo, tengo que arreglarme para mi asesino.
–Encontraréis un bonito traje para cada uno, y nos reuniremos de nuevo aquí a las ocho en punto. El resto de vuestros compañeros ya están avisados –dijo, y los despidió de nuevo.
Volvieron sobre sus pasos y Arturo se preguntó si era necesario hacerlos ir hasta allí para ese tonto anuncio, pero comprendió que no era sino otra forma sutil de mostrar el poder que tenían sobre ellos. Encontró un elegante traje extendido sobre la cama, con camisa, corbata, zapatos y calcetines incluidos, y entendió también que el dramatismo era parte esencial del trabajo de Padua.
Se volvió a duchar, pero esta vez con agua fría para despertar por completo y estar alerta. Se afeitó la incipiente barba cortada hacía solo un par de días, luego se vistió y se miró al espejo por largo rato. El traje parecía hecho a medida. Aún conservaba el porte y la elegancia de su juventud, y fuera de las arrugas y las incipientes canas, pensó que no había diferencia con la fotografía del día de su boda. En contra de la tradición, había decidido casarse de traje y corbata, y no con el uniforme militar.
A las ocho en punto se plantó de nuevo en medio del lobby. Los demás hombres lucían igual de bien que él. Se le ocurrió que parecían un grupo de colegas que estaban a punto de salir a cenar a un restaurante caro para celebrar el ascenso de alguno de ellos en la compañía, idea absurda vendida en alguna mala película yanqui. Pero luego cambió de parecer y pensó que solo les faltaban los anteojos de sol para ser los personajes de Reservoir Dogs.
Padua apareció con un traje distinto que resaltaba en medio de la monotonía cromática de los demás; bien peinado y perfumado, sin duda, la ocasión era especial para él. Aquella sería la forma en que presentaría a sus clientes las presas que había conseguido para ellos, como si se trataran de trofeos o piezas de exhibición.
Afuera ya estaba oscuro, pero dentro del hotel las luces cálidas y la calefacción impedían recordar que estaban en aquel rincón frío y húmedo del sur. Padua los condujo hasta la parte alta del hotel, donde se encontraba el salón de eventos. A medida que subían las escaleras y se acercaban a las puertas cerradas, fueron percibiendo una música tenue y agradable, y el suave rumor de gente hablando.
–¿Cuántos somos en total? –preguntó Jorge, mientras iban subiendo. El hombre que los guiaba estaba de buen humor y no dio ningún rodeo.
–Vosotros y vuestros compañeros sois en total treinta. Y los anfitriones, seis.
Jorge, Rubén y Arturo intercambiaron miradas, se preguntaban lo mismo. ¿Cinco víctimas por anfitrión? ¿Cuál sería el mecanismo?
Se detuvieron frente a las macizas puertas de madera labrada y con un gesto casi dramático, Padua abrió y entraron.