Читать книгу Orión - Marcelo Alvarenga Maciel - Страница 9
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ОглавлениеClaudia y Arturo se conocieron a principios del año dos mil cuando ella estaba por terminar su práctica con el kinesiólogo que él fue a ver. Se casaron dos años y medio después. Llevaban casi dos décadas juntos y en todo ese tiempo no había sentido la necesidad de mentirle, hasta ahora. Aunque no estaba seguro si ocultar algo para protegerla era lo mismo que mentir.
Ese día él se levantó muy temprano. Claudia y los niños aún dormían. Se metió en la cocina y empezó a preparar el desayuno mientras su cabeza no paraba de pensar. Todo su ser se sentía atenazado por un miedo nuevo y desconocido y por una ira tan intensa que no sabía que era capaz de sentir. ¿De verdad estaba a punto de hacer aquello? ¿Cuán bajo podía caer alguien para verse empujado a tomar una salida tan desesperada como esa? Meneó la cabeza con tristeza.
Cuando tuvo listo el desayuno, lo depositó en una bandeja y se lo llevó a su esposa. La despertó con ternura luego de contemplarla un corto rato, asegurándose de poder recordar sus rasgos con detalle en cualquier lugar. Tal vez fuese la última vez que la vería dormir.
Ella le sonrió con ese gesto encantador que lo había enamorado.
–Mi chef favorito, ¡gracias! –dijo mientras se incorporaba en la cama y se desperezaba.
Ni siquiera la enfermedad había sido capaz de opacar el brillo natural de su hermosa alma, pero de pronto este se fue apagando de manera gradual cuando empezó a recordar y darse cuenta de qué día era aquel. Ella lo sabía.
Comieron casi en completo silencio, pero de a poco las lágrimas empezaron a asomar a sus ojos hasta que rompió en llanto y se tiró a los brazos de su esposo. Él la consoló como pudo, porque también estaba destrozado. No quería alejarse de su familia y menos estando ella en ese estado.
A pesar de las indicaciones del español, no fue capaz de engañar a Claudia por completo. Le contó lo del dinero que le habían depositado y que a cambio de eso tenía que hacer algo desagradable, por el bien de la familia. Decidió no revelarle la existencia de algo tan infame como ORIÓN y le aseguró que él no le haría daño a nadie, pero el resto lo dejó a su imaginación.
Miró la hora en el reloj de pared, entonces se levantó y empezó a prepararse.
–Te amo. ¿Confías en mí? –dijo, cuando se acercaba la hora de marcharse.
Los ojos de ella, rojos por el llanto y ojerosos por la enfermedad, no se separaron ni un segundo de él, mientras apretaba con fuerza contra su pecho el sobre que le acababa de entregar. Asintió ante la pregunta.
Se le desgarraba el alma verla así y, peor aún, no poder decirle más de lo que ya le había dicho.
–Si no regreso en dos semanas, ábrelo –dijo él, con el acuciante dolor que le producía no tener ni idea de lo que pasaría con su familia si él no volvía.
–Te amo con todo mi ser –dijo ella. Le echó los brazos al cuello y lo besó largo rato antes de que él tuviera el valor de desprenderse y salir, aunque su corazón deseaba quedarse aferrado a su mujer para siempre. Los niños seguían dormidos cuando él salió.
Al día siguiente de firmar el contrato, Arturo pagó todas las deudas y durante las siguientes cuatro semanas salió temprano de la casa como siempre, vestido como para la construcción, pero iba a otra parte. Había pensado en cuáles eran sus opciones, y releyendo el contrato de punta a punta llegó a la conclusión de que ahí no había nada que prohibiera lo que tenía en mente.
Al final del mes le dijo a Claudia que tenía que irse, pero no podía darle demasiadas explicaciones, todo estaba en la carta. Ella había aprendido a confiar en él; cuando era más joven habría hecho un escándalo por algo así, pero la vida al lado de ese hombre le había enseñado que si él se callaba algo, era por una muy buena razón, y ella se enteraría a su debido tiempo. Siempre era por el bien de ella y de los niños, y en casi veinte años nunca les había fallado –aunque él pensara lo contrario al haber sido expulsado del ejército y quedar sin trabajo.
Fue el mes más difícil de su vida, pero el día señalado había llegado.
Salió del edificio y, aunque todavía era temprano, llamó un taxi y pidió que lo llevara al aeropuerto. Sabía que si se quedaba por más tiempo ahí podía ceder a la tentación de volver a la casa, pero no tomar ese vuelo les traería horribles consecuencias, de eso estaba seguro.
Una semana antes, el español –lo había empezado a llamar así en su cabeza– se había contactado con él como había prometido, le dijo que fuera al mismo café donde se habían reunido y que un sobre lo estaría esperando. Arturo así lo hizo y se encontró con un ticket de avión; la fecha era para una semana exacta después de ese día y el destino era el que le había adelantado Padua el día que se conocieron.
Aysén.
–Nuestros clientes han encontrado en Chile los lugares ideales para practicar su pasatiempo –le explicó con toda naturalidad, como si matar gente fuera la cosa más normal del mundo–. Y Aysén ofrece el entorno adecuado para ello.
La región de Aysén, ubicada en la Patagonia chilena, era la menos poblada del país, sin embargo, poseía el mayor porcentaje de reservas naturales, lo que la convertía en el sitio perfecto para las actividades de ORIÓN. Su fina clientela acostumbraba a “divertirse” en bosques y lugares alejados de la civilización, le había explicado el hombre. A Arturo se le revolvió el estómago al pensar que existía ese tipo de gente, y más aún, que una empresa les organizaba esas cosas.
Se tragó su enfado como pudo y preguntó en qué lugar específico ocurriría, dada la amplitud de la región, pero Padua rio y le dijo que era un secreto, lo sabría a su debido tiempo. No insistió, aunque tampoco se resignó.
Volvió a pensar en estas cosas mientras esperaba sentado frente a la puerta de embarque. Como se trataba de un vuelo nacional, el proceso de abordaje fue corto y rápido. A las diez de la mañana despegó el avión y tres horas y media después aterrizaba en el Aeródromo Balmaceda, de Coyhaique.
No era la primera vez que estaba en el sur. De hecho, había liderado unos juegos de guerra muchos años atrás en la región de los fiordos en pleno invierno, para probar la capacidad de adaptación de los hombres a su cargo. Aquello fue un cuello de botella para muchos, que al final terminaron abandonando la milicia.
–¿Y al llegar allá qué tengo que hacer? –había preguntado Arturo.
–No se preocupe, nosotros lo recogeremos. Solo asegúrese de llevar una buena parka. Es verano, pero eso no significa nada allí.
Solo llevaba una mochila con dos o tres mudas de ropa, así que no tuvo que perder el tiempo esperando ninguna maleta y salió directo al vestíbulo principal del aeropuerto. De inmediato vio un cartel con su nombre y caminó hacia la persona que lo sostenía. Era un hombre un poco mayor que él –acababa de cumplir cuarenta y cinco el diciembre pasado–, tenía una cara redonda y cuerpo rechoncho, barba espesa, gorra de lana, parka y botas. Se saludaron y el hombre se presentó como el piloto que lo llevaría cerca de las termas.
Termas, ¿eh?
Antes de partir, Arturo compró un par de empanadas de almuerzo y después siguió al hombre. Salieron de la terminal al despejado y ventoso día, pero no subieron a ningún vehículo; rodearon el edificio a pie en una caminata de unos diez minutos, durante la cual el hombre no paró de hablar de Aysén y de los atractivos turísticos que ofrecía. Arturo comprendió que lo consideraba un turista más, y eso significaba que el piloto no estaba involucrado en el asunto.
Dejaron atrás los grandes aviones que despegaban y aterrizaban de manera intermitente y llegaron a un alejado hangar, frente al que esperaba un Cessna 206. La pista que se extendía delante de la avioneta era de tierra apisonada, sin pavimentar. Subieron a bordo y el piloto le dio las instrucciones de seguridad. Todavía las recuerdo, se dijo él. Pensó en su familia mientras comenzaban a acelerar y el aparato alzaba el vuelo. Trató de recordar las distancias que se había aprendido de memoria, y preguntó:
–¿Dónde aterrizaremos? Unos amigos prepararon este viaje, así que estoy un poco nervioso porque esos huevones son capaces de cualquier cosa.
Fingió reír, entre divertido y nervioso.
–No se preocupe, está en buenas manos –lo tranquilizó el hombre. No era la primera vez que escuchaba aquello, así que entendía el temor de su pasajero–. Vamos a aterrizar en Puyuhuapi, las termas están a solo dieciséis kilómetros de ahí.
Coyhaique y Puyuhuapi. En medio estaba el Parque Nacional Queulat, y creía saber qué eran las termas que mencionaba el hombre. Bien, ya tenía cierta referencia e información útil.