Читать книгу Orión - Marcelo Alvarenga Maciel - Страница 6
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ОглавлениеArturo Contreras no se inquietó cuando el mesero le enseñó, por segunda vez, que el aparato había rechazado su tarjeta de débito. Ahí estaba el momento tan temido. Los ahorros se habían acabado. Solo suspiró, hundió los dedos en los bolsillos del pantalón creyendo recordar que tenía un billete en algún lado. Encontró uno de cinco mil pesos, pagó la cerveza y se fue.
La parte de la frustración y la angustia paralizantes había pasado ya, pero estas continuaban ahí, agazapadas a la espera, listas para dar el salto ante cada nueva decepción.
Era mediados de enero. Las calles, llenas en cualquier otra época del año, estaban casi vacías, como siempre en vacaciones. Miles y miles de santiaguinos y sus familias dejaban atrás la metrópoli y se iban a la costa o a las regiones, y los que se quedaban podían disfrutar de una relativa tranquilidad. Muchos posponían adrede sus vacaciones para cuando regresara la horda que salía en verano, de esa forma se aseguraban que los lugares de veraneo estuvieran menos atestados de santiaguinos. La idea era siempre librarse de los habitantes de Santiago.
Desde la avenida Simón Bolívar tomó Manuel de Salas y, simplemente, caminó sin un destino específico en mente. El calor de la tarde, la cerveza y el cansancio lo iban sumiendo en una modorra que lo hacía avanzar en piloto automático. Llegó hasta la pequeña plaza Melvin Jones y vio la placa que había en el muro de la antigua casa de la esquina, frente a la cual esperó para cruzar la calle. “Sede Nacional Bahá’í” decía la sencilla placa y recordó las miles de veces que había pasado por aquel sitio preguntándose qué sería ese lugar.
–Algún día voy a entrar –se decía siempre.
Avanzó sin rumbo varias cuadras más y terminó sentado en uno de los pocos bancos libres que había bajo la sombra de los árboles en la plaza Ñuñoa. El lugar estaba repleto a esa hora. Tenía las piernas cansadas y el cuello tenso; se aflojó un poco la corbata y se secó el sudor con un pañuelo de papel. Se echó una mirada a sí mismo y sonrió con amargura. ¡Qué ridículos son los trajes!, pensó, pero era una especie de impuesto que no había podido evadir. Por milésima vez abrió la carpeta que llevaba en la mano –la última del montón que había repartido– y vio al hombre de la foto que lo miraba con los ojos hundidos y el incipiente pelo cano. Me veo como la mierda, suspiró.
Dos semanas antes había decidido tomarse un día entero por semana para salir a repartir currículos, con la determinación de no parar hasta que alguna empresa de seguridad lo volviera a contratar. Aunque era el primer mes del año, por lo general pobre en ofertas laborales, se dijo que lo haría igual. El capataz de la obra se mostró comprensivo ante su situación, porque era un hecho que el edificio en el que trabajaba ya estaba casi terminado y los muchachos empezaban a pensar en otros lugares donde necesitaran mano de obra.
Pero estaba difícil la cosa, desde el estallido social del año anterior en que muchos proyectos de edificación pararon y hordas de trabajadores fueron despedidos. Arturo y sus compañeros fueron de los afortunados, porque todos los departamentos del edificio ya estaban vendidos y la empresa tenía una buena liquidez para terminar la obra.
Cinco años trabajando en la construcción habían pasado en un parpadeo, y él estaba igual o peor que antes. De no haber sido por la insubordinación de los estúpidos cadetes que estaban a su cargo en la academia y su mal carácter, tal vez todavía seguiría en el ejército. O si la empresa de seguridad en la que trabajó después no hubiera cometido esas irregularidades como para ser demandada y terminar en la quiebra, no habría sido despedido después de diez largos años.
O si…
Ahí estaba otra vez su ego, culpándolos a todos, menos a sí mismo. Era un defecto del que era consciente, pero a esas alturas las apariencias ya no importaban; sabía muy bien que si su vida se estaba asomando a un abismo, el único responsable era él, y sus malas decisiones. Ya no tenía sentido fingir, ni era necesario engañar a nadie.
Teniente del ejército, guardia de seguridad, peón de la construcción, futuro desempleado…
Su cabeza giraba una y otra vez alrededor de esa escalera descendente que era su vida, y se enredaba con mil y un pensamientos que pasaban de la rabia a la resignación, volviendo después a una ingenua –tal vez– esperanza de que el próximo lugar al que fuera terminaría por contratarlo.
No pudo decir si fue el humo de la marihuana de los adolescentes que estaban tirados en el pasto detrás de él el que le estaba haciendo efecto, o el sofocante calor veraniego, porque empezó a sentir una somnolencia fatal. Se sacudió la cabeza y se dio pequeñas cachetadas para desperezarse. Miró la hora en su muñeca; cinco y media de la tarde.
El sol estaba todavía alto y le quedaba una última carpeta por entregar, pero ya no sabía a dónde ir, ni le quedaban ganas de hacerlo. Los lo vamos a llamar habían inundado la tarde, y se sentía como un esparrin en un cuadrilátero en el que cada lo vamos a llamar era un golpe tras otro. Y, tras cada rechazo, aparecía en su cabeza una palabra en mayúsculas acompañada de una imagen: el rostro de su mujer. Y la palabra cáncer.
Diecisiete años de matrimonio, tres hijos, altibajos que siempre pudieron superar. Pero a veces la vida parecía ensañarse y lo enviaba todo de una vez: desempleo, ahorros escasos, deudas y cáncer. Y lo peor, un tipo de cáncer que no cubrían ni Fonasa ni las Isapres. ¿Para qué existían los seguros médicos si al final no servían para nada?
Claudia se había hecho la quimioterapia tres veces, las mismas con las que se les fue casi toda la plata, y ahora ya no quedaba nada. No había forma de continuar con el tratamiento. Ella siempre había sido fuerte y soportó con firmeza cada prueba que le había tocado vivir a su lado, pero ahora no paraba de llorar y a él le destrozaba verla así. Estaba seguro que lloraba por los niños y no por sí misma, porque al fin y al cabo eran los que más sufrirían con su ausencia.
Él no era un tipo sentimental, pero estaba muy enamorado de Claudia, y trataba de hacer todo lo que estaba a su alcance para que se sintiera cómoda y tranquila en la medida de lo posible. Por eso, aunque eran las cinco y media de la tarde y podía dar por terminado el trabajo, prefirió continuar fuera de casa un rato más. Necesitaba sentirse bien para poder ayudarla y cuidarla de la mejor manera, porque ¿cómo consolar a alguien estando uno mismo desconsolado?
La familia y los amigos, aunque con buena voluntad, eran incapaces de ayudar del modo en que se necesitaba, ¿qué podían hacer? Todas eran personas trabajadoras que llegaban con lo justo a fin de mes, y aquí todo giraba en torno al dinero. Hasta los padres de Arturo les ofrecieron sus pocos ahorros, pero con la miserable pensión que recibían, si aceptaban la ayuda serían ellos los que se quedarían sin comer. Los dos juntos sumaban sesenta años de experiencia laboral en docencia, pero la jubilación de ambos no alcanzaba siquiera los quinientos mil pesos al mes. Puto sistema injusto.
Ni siquiera podía recurrir a sus antiguos camaradas, ¿qué les iba a decir?, ¿con qué cara se acercaría a hablarles después de haber sido dado de baja con deshonra? Los tipos, encima, estaban ya en la cúspide de sus carreras, y llegar a hablarles era más difícil que ir al Palacio de La Moneda y llamar a la puerta para hablar con el presidente.
Como militar había aprendido a disciplinar y entrenar su cuerpo, y aunque lo hubieran echado, continuó yendo siempre al gimnasio de manera regular y era un hábito que se había acentuado en la actual situación. La única manera que tenía para descargar sus frustraciones era con la bolsa de arena, las máquinas y las pesas. Por más de veinte años había sido cliente del mismo gimnasio del barrio y cuando llegaron al punto crítico de recortar gastos en la familia, los muchachos del gimnasio se hicieron los tontos con la administración y le permitieron continuar entrenando sin pagar un peso. Lo conocían de años y sintieron que no podían privarle de la única cosa que posiblemente lo mantenía cuerdo.
Aun así, aquella tarde no tenía ni remotas ganas de ir a entrenar.
En un par de semanas más si no conseguían algo de dinero les cortarían el gas, la luz, y el agua, y ese fatídico pensamiento lo hacía mirar una y otra vez el teléfono, asegurándose de no tenerlo silenciado. No podía perder ninguna oportunidad de trabajo, por mala que fuera, por el estúpido hecho de tener el celular en silencio.
El recuerdo de que pronto podrían quedar sin casa le dio el empujón que necesitaba para levantarse del banco y caminar hacia cualquier parte, con el único objetivo de no estar ahí sentado sin hacer nada. Creía haber escuchado o leído alguna vez que con solo hacer el esfuerzo la vida te empezaba a ayudar, pero no recordaba haber recibido ayuda esos últimos meses a pesar de todo el esfuerzo que estaba haciendo. Sin embargo, el miedo a fracasar por no haberlo intentado todo era más fuerte, así que, aunque fuera caminar sin rumbo, se mantendría en movimiento.
Entonces sonó el celular.