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El Puyuhuapi Lodge & Spa no era lo que Arturo había imaginado como su destino final, pero dentro de todo se sintió un poco aliviado. Había oído y leído sobre el lugar, pero jamás pensó que llegaría a poner un pie ahí. Era el tipo de sitios que la gente podrida en plata elegía para irse de vacaciones, para los que buscaban desconectarse del mundo exterior y disfrutar de un paraíso natural escondido en el corazón de aquella lejana región.

El aspecto de la desconexión era literal porque, aparte de un teléfono para emergencias, y una red WiFi de uso interno del hotel, los huéspedes no tenían acceso a internet, las habitaciones no contaban con televisores y la señal de los teléfonos celulares era nula.

El lugar perfecto para ser asesinado.

Antonio Padua les dio la bienvenida con efusividad, como si se conocieran de toda la vida.

–¿Habéis tenido un viaje tranquilo? –interrogó, alegre.

Arturo notó que los tres hombres que llegaron con él temblaban, pero no de frío; se les veía el terror en los ojos. Él, en cambio, sintió unas ganas terribles de partirle la cara a Padua de un puñetazo. Comenzaba a entender que su labor era la del lacayo que organizaba el evento para los anfitriones.

–Disfrutaréis de todos los servicios del hotel durante dos días completos, antes del gran día –dijo el hombre–. El hotel está cerrado para los clientes habituales y está disponible solo para vosotros.

A Arturo se le hizo palpable y real en ese momento el carácter exclusivo de la clientela de ORIÓN, porque reservar un hotel completo –sobre todo ese hotel– debía costar millones.

Padua les abrió la puerta de entrada e ingresaron al amplio vestíbulo. Era el lugar más rústico, acogedor y, a la vez, lujoso, que los cuatro hombres habían visto nunca. Arturo tuvo la impresión de que había algo de Chiloé en la arquitectura, con toda esa madera, piedras y azulejos. Chiloé era la tierra natal de su padre y había llegado a visitarla un par de veces. El español impartió unas primeras instrucciones rápidas, un par de empleados jóvenes del hotel acompañaron a los recién llegados a sus habitaciones para dejar sus cosas y luego regresaron al vestíbulo. Padua aún tenía cosas que decirles.

–Los anfitriones terminarán de llegar esta tarde, así que, mis amigos, estáis libres hasta la hora de la cena.

Hablaba con tono jovial y animado, pero era difícil decir si era una alegría auténtica o formaba solo parte del trabajo y del espectáculo que debía montar.

–Podéis hacer lo que queráis –agregó–. Si deseáis un masaje, nadar en la piscina, entrar a la sauna, relajaros en las termas o salir a pasear a caballo, lo podéis hacer. Habéis sido los últimos en llegar, vuestros compañeros ya están disfrutando de las instalaciones. Id y divertiros.

Arturo ignoraba lo que querían hacer los otros tres hombres, pero él se fue a su habitación. Ya tendría tiempo para conocer a los demás “compañeros”, como se había referido Padua al resto de gente que había sido traída hasta ese lugar para morir.

Se sentó en el borde de la amplia y maciza cama de madera ubicaba frente al ventanal. La fachada del edificio miraba hacia el borde costero y se había percatado que las habitaciones estaban orientadas hacia la misma dirección, como en un esfuerzo para que ningún huésped se viera privado del majestuoso paisaje.

Luego paseó la mirada por la habitación. Le había dado muchas vueltas al asunto recordando una y otra vez la conversación con Antonio Padua en Santiago, analizando sus palabras hasta el cansancio.

–Entonces es ir allá y dejarse matar –le había dicho al hombre, esperando que lo corrigiera.

–Nuestros clientes pagan por la emoción de la cacería en sí –había respondido el otro–. Si lo único que les interesara fuese matar, irían a cualquier barrio pobre del mundo a balear a indigentes. No, no se trata de eso. Usted y los demás seréis parte de un espectáculo; tenéis que dar todo de vosotros en el juego. La idea no es que solo se paren ahí para que les disparen.

–Entonces hay que fingir que huimos, pero al final moriremos igual.

–Sí, aunque, técnicamente, podéis salvaros.

Escuchar aquello le había hecho tensar los músculos del cuerpo.

–¿Cómo?

–El área de cacería, por cuestiones estratégicas y lógicas, tiene límites, así como la duración de la cacería misma, que rara vez dura más de veinticuatro horas. En el caso hipotético de que uno de los participantes alcanza alguno de los límites establecidos, se da por terminado el juego y ese hombre se salva.

Los ojos de Arturo brillaron con excitación.

–¿Y alguna vez alguien se ha salvado?

Padua respondió sin pestañear:

–No.

–Pero la probabilidad existe, ¿cierto? –insistió.

–Le seré franco –se apresuró a decir el hombre. Después se quitó las gafas y limpió los cristales con parsimonia–. Tengo que decirle estas cosas porque así lo establece el contrato y porque nuestros clientes insisten en que las personas reclutadas no sean engañadas, que todo sea lo más transparente posible. Pero lo cierto es que la mayoría de ellos son profesionales, sus capacidades han llegado a tal punto que el mundo cotidiano los aburre y solo son capaces de sentir emociones y sensaciones verdaderas con lo que les ofrece nuestra empresa. ¿Cree usted que no intentarán a toda costa hacer valer su dinero y permitirán que alguien escape con vida? Hasta ahora nunca ha pasado.

Nunca ha pasado. Esa frase retumbaba en la cabeza de Arturo desde aquel día.

Orión

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