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1.6 INTERÉS POR EL PASADO, ¿COMPRENSIÓN DE LA HISTORIA?

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No obstante, en este complejo y extenso tema de la construcción de los diferentes usos de la historia (cotidiano o popular, escolar e historiográfico) –que en esta ocasión pretendemos considerar a título de ejemplar, que bien podría representar parte de lo que sucede o puede suceder en otras latitudes–, es preciso tener en cuenta aquellos ámbitos de aprendizaje que no son precisamente escolares, pero que, sin embargo, podrían ser incluso más eficaces y potentes en su contribución a la construcción de dichos usos. De hecho, es frecuente escuchar en estos ámbitos de discusión que la historia escolar no es tan esencial en la configuración y representación identitaria del pasado.

Para dejar planteado el tema, nos detendremos brevemente en los trabajos que analizan la construcción de la memoria histórica y su transmisión en contextos formales e informales (Asensio y Pol, 2002),17 cuyas prácticas están experimentando un notable auge. Por ejemplo, Wallace (1996) analiza el tipo de perspectiva del pasado construida por los museos y ámbitos informales norteamericanos desde el siglo XIX hasta la actualidad y adopta una mirada crítica.18 Básicamente, estos trabajos cuestionan la gestión de una historia que representa el triunfo ideológico de una cultura impuesta a través de una narración unidimensional y esencialista, basada en la negación de los conflictos sociales, de los sujetos y de la propia temporalidad histórica. En definitiva, es una historia “a lo Mickey Mouse”, y este término no resulta exagerado, ya que, como puede comprobar cualquier visitante de Disneyworld, en este entorno hay también una parte dedicada a los héroes de la historia norteamericana y su proceso de colonización e independencia. En la visita correspondiente resulta difícil saber cuál es o fue más real, si George Washington y sus patriotas o cualquiera de los personajes de fantasía. Así, se revela el trazo de una misma operación ideológica: la que oculta el conflicto y borra las luchas entre diferentes grupos, para presentar una historia única y unidireccional, que tampoco permitiría saber si los filmes del tipo de Pocahontas son en realidad de carácter histórico.19

Este tipo de aportaciones denuncia que la modalidad hegemónica en la historia popular norteamericana sofistica los métodos tendentes a lo que, metafóricamente, podríamos llamar “pasteurización” del conocimiento y la memoria social al eliminar todo conflicto y su posiblidad.

Como resultado de esto, los acontecimientos se organizan de modo sesgado en el interior de narraciones deterministas, progresistas, victoriosas e individualistas. En suma: aquellas de una sociedad cuya solidaridad consiste en crear un ambiente propicio para el desarrollo del genio individual.

Este modo de construir la memoria norteamericana, en realidad, comenzó con la reproducción de las representaciones de la clase cultural dominante, que tuvo bajo su control la producción de la memoria colectiva (como ilustra el museo de Henry Ford, Ford’s Greenfield’s Village) y, más aún, del “pasado corporativo”, cuya máxima expresión es el Rockefeller Center. Pero este modelo entró en crisis en los años treinta, cuando el Estado, a través de grandes agencias burocráticas, se puso a competir con el capital privado por el papel de guardián de la historia. En los años cincuenta, los museos patrióticos, reacondicionados para las necesidades de la Guerra Fría, fueron visitados por millones de personas y el Colonial Williamsburg, timoneado por Rockefeller, se erigió como ícono de esta impronta triunfal movida por “la inspiración de la herencia norteamericana”. Una nueva dislocación tuvo lugar en los años sesenta, cuando se produjeron las mayores críticas de los historiadores e intelectuales a los museos, a los que acusaron de esterilizar y hegemonizar el pasado, como bien lo expresan las siguientes afirmaciones: “El pasado norteamericano no admite la coexistencia con el presente” (Lowenthal, 1985, p. 21), “Williamsburg es una fantasía donde los más placenteros aspectos de la vida colonial son meticulosamente evocados, con la omisión de olores, sudor, suciedad y esclavitud” (Muir Whitehill, citado por Wallace, 1996, p. 21).

La década siguiente dio lugar a la emergencia de diferentes grupos excluidos hasta entonces de la historia norteamericana, aquellos que pugnaban por ocupar su lugar en los museos, que empezaban a impartir una mirada más social y más académica. Frente a las demandas de estas identidades –clases trabajadoras, mujeres, afroamericanos– y de nuevas perspectivas historiográficas que propiciaban la gestión de una memoria nacional no entendida como un sitio de nostalgia, sino como un agente de comprensión del presente y de cambio social, los años ochenta y noventa estuvieron signados por la reacción de la nueva derecha, que tomó, a partir de la administración de Reagan, el leitmotiv de la reapropiación del pasado auténticamente norteamericano.

Este escueto recorrido deja vislumbrar los reveses de la construcción de una memoria pública en la que el Estado, los capitales privados y los académicos liberales entran en disputa para controlarla. No podemos decir que en los Estados Unidos haya una historia hegemónica propiamente “oficial”, sino que se producen disputas –verdaderas guerras culturales, como veremos en el siguiente capítulo– en torno a los diferentes modos en que estos grupos proponen incorporar el pasado a una narración nacional, que, paradójicamente, está basada en su superación e, incluso, en su negación.

En este sentido pueden encontrarse amplias referencias de estos enfrentamientos al describir distintos tipos de museos y parques –históricos, cívicos, de la inmigración, patrióticos, de ciencia y tecnología, de la desindustrialización, de Disney– y analizar cómo en cada momento éstos plasmaron una mirada hegemónica diferente. A partir del trasfondo o del resultado de estas disputas, podríamos caracterizar un modo “norteamericano” de construir memorias públicas, cuyo punto de partida común es, paradójicamente, esa narración identitaria construida sobre la superación y la negación de la historia, al servicio de una cultura del presente.

Entre los rasgos de esta cultura se destaca el rechazo de los formatos disciplinares y formales, y de la historiografía misma e incluso de la historia escolar, a favor de otras representaciones del pasado, como los filmes, los parques temáticos y, eventualmente, los museos. En esta línea, se puede comprender el impacto de la industria de entretenimientos en los procesos sociales de construcción de significados compartidos, de la identidad y del pasado común, no sólo en el espacio público, sino, más en general, en la esfera pública. Otras características de este modo de hacer memoria a la norteamericana se derivan de las diversas estrategias adoptadas para construir una historia a partir del imperativo primario y común de mirar solamente hacia adelante. Obviamente, todo esto conlleva dificultades para establecer una continuidad significativa entre el ayer y el hoy, así como explica la facilidad con que se amputa a la historia su dimensión social, con lo cual se obstaculiza el paso de la memoria histórica a la conciencia ciudadana. Todo ello –como se verá en el capítulo 3– aparece en el contexto del persistente problema de la exclusión de los tópicos “tabú” en la memoria norteamericana, como Hiroshima y Nagasaki y la Guerra de Vietnam, que curiosamente no suelen tener lugar en este tipo de muestras, actividades en los museos (al respecto puede verse toda la polémica relativa al asunto de la exhibición del Enola Gay, el avión que arrojó la bomba atómica sobre Japón al final de la Segunda Guerra, Linenthal y Engelhardt, 1996).

En suma: todo remite a una dificultad más amplia que la de incorporar el conflicto como motor de los hechos históricos; a una dificultad que, en realidad, se sustenta en la negación misma de los conflictos sociales básicos. De hecho, tenemos diversos ejemplos de cómo la estrategia de permanente conciliación conduce a una historia políticamente sesgada. Por ejemplo, el modo en que los inmigrantes europeos del siglo XX (tal y como están representados en el museo de Ellis Island) pudieron incorporarse a la narración norteamericana de una manera idealizada, fortaleciendo mitos fundantes (como el del melting pot20 y el del self-made man), basados en la idea de que los procesos no están protagonizados por la sociedad puesto que ella tiene por función facilitar el desarrollo del individuo, agente por excelencia de la historia. Esto puede compararse, a su vez, con el modo en que la nueva inmigración hispana choca con ese mismo imaginario y debe ser negada.21

Por otro lado, e incluso al otro lado del espejo, frente a los estudios que realizan una aguda crítica a ese modo no social y despolitizador de confrontar el pasado, se encuentran aquellos investigadores que sostienen que es posible caracterizar este escenario en otro sentido e interpretarlo de otro modo. Entre ellos se encuentran Rosenzweig y Thelen (1998), quienes tienen el propósito de refutar, mediante una encuesta representativa, la creencia básica de que los norteamericanos rechazan la historia y toman como punto de partida la pregunta “¿Cómo los norteamericanos entienden su pasado?”, proyectando los “usos populares” de la historia en dicho país. Esta controversia constituye un ejemplo más de las contradicciones y complementariedades entre los usos del concepto “historia”. Veamos cómo proceden:

Historia es la palabra que los académicos privilegian para describir cómo se aproximan al pasado (...). Palabras como herencia y tradición evocan sentimientos cálidos, pero no una muy rica experiencia u observación. Pasado fue el término que mejor inducía a la gente a hablar sobre la familia, el grupo, la nación, de dónde habían venido y a dónde esperaban llegar a lo largo del camino (Rosenzweig y Thelen, 1998, p. 6).

De esto surge que, si bien es escaso el interés de los norteamericanos por la historia disciplinar y escolar, que se verá con detalle en el capítulo 3 –lo que los autores definen como sorprendente “ausencia de narrativas y marcos históricos convencionales” (ibíd., p. 9)– se observa asimismo que dedican gran parte de su tiempo e interés a actividades informales ligadas a la historia oral; entre ellas, tomar fotografías, mirar filmes y programas de televisión históricos, formar parte de movimientos preservacionistas.

Ahora bien: ¿Es, entre otras diferencias, la manera disciplinar o experiencial de construir memoria sólo una cuestión de formas? ¿La omnipresencia de un pasado no conflictivo e integrable a las historias privadas (familiares, personales) indica que estamos frente a una sociedad historizada? ¿O, por el contrario, este extendido consumo del pasado, mayormente vehiculizado en formatos estereotipados y amigables, listos para ser consumidos en el cuarto de estar, evidencia la imposibilidad por excelencia de confrontarse con lo histórico, que es constitutivamente social y no individual, dinámico y no estático, conflictivo y no precisamente “amigable”?

Si la Historia, como señalan Ricoeur (2002) y Wineburg (2001), se caracteriza por su distanciamiento e incluso por su exotismo, para la investigación mencionada las cosas suceden justamente al revés. La inversión se produce a partir de lo que podría parecer un simple desplazamiento semántico: reemplazar el término “historia” por el de “pasado”. Ello lleva el problema al terreno de los procesos de las memorias individuales, donde el “pasado” se integra a lo familiar, al primer grupo –endogámico– de pertenencia, previo a la socializacion y a lo que, en general, denominamos “salida al mundo”. En suma: esta visión del pasado se opone a toda visión social, y por ende, historicista. En pocas palabras: este pasado da cuenta de una práctica antagónica a la de la historia.

Si unos autores enfatizan el hecho de que millones de norteamericanos visitan los museos (una cifra incluso significativa comparada con los eventos deportivos), otros por el contrario destacan cuánto tiempo de ocio dedican a consumir filmes históricos o novelas del mismo tipo, o participar en actividades lúdicas o sociales al respecto. Ambas posiciones dan cuenta de cómo la industria del entretenimiento aumenta su poder como instancia legitimadora de los saberes compartidos, en detrimento de los canales formales y disciplinarios. Una posición critica esta tendencia y promueve la práctica historiográfica; la otra, en cambio, la toma como indicador del carácter netamente democrático y popular de la cultura norteamericana, enfrentado al elitismo de los intelectuales y académicos. Una plantea la necesidad de construir una memoria pública en el marco de una visión social; la otra, la de reivindicar la singularidad de las prácticas personales y familiares como fundamento para la construcción de lo público. Finalmente, una alerta sobre los peligros de una historia unívoca en la que los sujetos pierden capacidad de acción, y la otra remite a un pasado en el cual los sujetos se ven a sí mismos como agentes, pero no del cambio social, sino de su propia vida, a cuyas necesidades sirve “creativamente” el pasado.22

La complejidad que caracteriza los procesos de construcción de las representaciones del pasado nos introduce en el problema de los usos de la historia –públicos, políticos, populares y popularizados– y a entenderla no sólo como una disciplina, sino también como un tipo particular de gestión a favor de una memoria colectiva instituida e instituyente.

En definitiva, no se trata sólo de lo que se recuerda, sino también de lo que se olvida. “Quien controla el pasado controla el futuro”, rezaba la máxima de la sociedad descripta por Orwell en 1984,23 en un relato donde los hombres eran progresivamente deshumanizados al perder su capacidad de recordar y de interpretar el mundo, bajo la imposición de un solo lenguaje y una única forma de ver el mundo. Algunas de las creaciones de esta novela que describió el funcionamiento de las sociedades totalitarias de su época, especialmente el estalinismo, tienen una vigencia notable para comprender las visiones sesgadas del pasado que ofrecen nuestras sociedades actuales, sobre todo en lo referido a la crisis de los espacios público y privado.

En este sentido, 1984 puede interpretarse como una lúcida crítica de las sociedades modernas, en tanto anticipo de un mundo globalizado donde el poder económico, político e informativo experimentan un grado de concentración nunca antes conocido. Y entre los diferentes aspectos culturales que este intelectual británico analiza, hay uno que nos concierne sobremanera: el referido a la manipulación de las significaciones sobre el pasado común como estrategia crucial de imposición hegemónica. Orwell especificó mecanismos mediante los cuales era posible manipular y construir no sólo los contenidos del presente, sino también los del pasado. Concebió y describió la aplicación de nexos eficaces, sistemáticos y continuos entre el ayer, el hoy y el mañana, mostrando cómo este proceso de construcción –que en sus procedimientos se ajusta a lo que podríamos llamar “hacer historia”– se realiza siempre desde un interés anclado en el presente y, desde luego, en los proyectos futuros.

Nos preguntamos, ¿qué relación existe entre la parábola de Orwell y la enseñanza de la historia? ¿Hasta qué punto esta novela lleva al límite el desafío teórico que nos planteaba la transposición didáctica, cuando dejamos de suponer la neutralidad de los agentes involucrados y los situamos en una trama social, con intereses en conflicto? ¿Acaso Orwell no nos permite detenernos en las perspectivas narrativistas, que consideran la historia como un relato que se refiere siempre a otros relatos y nunca a los “hechos históricos”? ¿No es la idea orwelliana de la neolengua una metáfora precisa de la enorme importancia de los conceptos en la categorización de los problemas históricos?

Sin duda, 1984 puede convertirse en un fértil recurso para comprender la Historia como práctica social en la cual se imbrican los tres registros que caracterizamos al principio: académico, cotidiano y escolar. Si este relato fantástico se constituye como apocalíptico, no es porque presenta el fin del mundo, sino el fin de “lo humano” en su acepción ilustrada. Aquí la amenaza no es la muerte, sino la deshumanización, la desaparición de la trama simbólica que sostiene el universo de lo social.

En este sentido, la novela de Orwell anuncia el fin del humanismo, un tópico que centralizó todo el debate cultural de la posguerra en el mismo momento en que se escribía 1984. Orwell denunció la razón negativa de la historia de Occidente, y parece estar diciéndonos aún que este sujeto moderno, que se piensa a sí mismo emancipado, propietario, ciudadano y “hacedor” de la historia de su grupo de pertenencia, en realidad está amenazado, vigilado, controlado, dominado desde el “interior”, acondicionado en las formas de un ominoso bienestar que lo atrapa justamente en el comedor de su casa.

Dejamos abiertas estas reflexiones y pasaremos a indagar, en el próximo capítulo, cómo algunos de los aspectos que venimos discutiendo en relación con la construcción del pasado, el presente y el futuro se expresan en los contenidos escolares.

1. El uso de las analogías históricas en los discursos políticos es tan frecuente como la política misma y demuestra la enorme vinculación entre estas dos “damas”. Algunos ejemplos memorables, entre muchos, son el de Fidel Castro pronunciando su conocida frase “La Historia me absolverá” cuando es juzgado por el asalto al cuartel Moncada, y George Bush padre, cuando afirma después de perder las elecciones ante Bill Clinton, “la Historia me juzgará”. Hace pocos años, el ex presidente José María Aznar comparó las invasiones de la Península Ibérica por parte de los árabes en 711 con los ataques terroristas del islamismo fundamentalista. Y en esa misma línea de pensamiento, al defender a Benedicto XVI ante las críticas de los fundamentalistas islámicos, señaló que nadie en la cultura islámica ha pedido perdón por ochocientos años de ocupación árabe en España. Por otro lado, es interesante destacar que el uso de este tipo de comparaciones históricas sirve en realidad para cualquier objetivo ideológico: el cardenal A. Rouco y Fidel Castro usaron la misma comparación basada en el concepto de “reconquista”. El primero, para criticar lo que consideraba un exceso de inmigración árabe en la España de nuestros días y el segundo, para criticar el bloqueo norteamericano a Cuba.

2. Rosa (1994 y 2004) plantea un lúcido y detallado análisis de los sentidos posibles del término “historia”. Veánse otras propuestas donde se aplican estos sentidos, como las de Copans (1999) y Coquery-Vidrovitch (2003).

3. El aspecto cognitivo debería tender a habilitar en los alumnos la comprensión de la historia y, a la vez, las condiciones de acción sobre cierta organización del pensamiento que es, también, organizadora del mundo. Para una perspectiva de las tendencias actuales en los estudios sobre las relaciones entre la construcción del conocimiento y la enseñanza de la Historia, véanse Carretero y Voss (2004) y Carpentier (1999).

4. Un caso especial entre éstos es el museo, “institución central en la consolidación mnésica y, también, mecanismo de olvido” (Pompinella, 2002, p. 143). Como señala Hayden White: “En arqueología solía ser una práctica común destruir ciertos rastros del pasado con el objetivo de revelar y preservar otros. Alguna vez, esta práctica fue bastante común en la restauración de obras de arte. (...) Pero nunca se pensó que la reconstrucción histórica de cierta parte del pasado pudiera acarrear la supresión u olvido de otra parte, porque, en términos generales, se asumía que la historia estaba desinteresadamente interesada en cualquier objeto del pasado” (White, 2002, p. 12).

5. En realidad, esa invención se da también en los regímenes democráticos. Sin embargo, en el caso de los regímenes dictatoriales, al no haber libertad de expresión, “la verdad se convierte en mentira y ésta vuelve a convertirse en verdad”, como afirmaba Winston Smith, el protagonista de la novela 1984 (Orwell, 1949).

6. Anthony Smith (1991) llega a hablar del “abismo que separa los conceptos de Estado y nación”, apoyándose en datos históricos.

7. Al respecto, es importante el estudio de García Canclini (1990) sobre la hibridación cultural en América Latina. Su análisis desde “la periferia” amplía la discusión en torno a las modalidades de las mezclas interculturales en la modernidad tardía.

8. Hace pocos años en Cataluña el gobierno de la Generalitat decidió la instauración de la práctica de cantar el himno catalán, Els segadors, en las escuelas primarias. Sin duda, como se verá en el capítulo 3, estas decisiones se basan en la eficacia de este tipo de dispositivos instalados a edades tempranas.

9. Escritor, político y pedagogo argentino (1811-1888), tuvo una influencia determinante en el establecimiento del sistema educativo argentino y latinoamericano en general. Además, fue presidente de la Argentina entre 1868 y 1874.

10. Véase en las entrevistas con niños del capítulo 4, sus dificultades para comprender el tiempo histórico y otros conceptos históricos fundamentales desde una perspectiva compleja.

11. “Pensar históricamente” sería otra manera de referirse a dicha alfabetización, que los propios historiadores han tratado con propiedad (Vilar, 1997).

12. Por ejemplo, Aguilar Fernández (1996) analiza cómo durante la transición democrática en la España posfranquista se tramitó la Guerra Civil Española según las necesidades de ese presente histórico, que demandaban una recuperación que tendiera a armonizar las posiciones anteriormente en conflicto.

13. La República Federal de Macedonia recibió reconocimiento internacional en abril de ese año, aunque ya en 1991 se había declarado independiente. Luego, en 1995, firmó un tratado bilateral con Grecia por el cual se normalizó la relación entre ambos países.

14. Por ejemplo, en la Argentina el currículo de la Escuela Infantil (3-6 años) establece todos los días el saludo a la bandera y la realización de actos patrióticos, como los que se verán en el capítulo 3.

15. Debe recordarse que todas las referencias al momento “actual” responden al momento de la primera edición de este libro, en el año 2007 [N. del E.].

16. Como declaración histórica preferimos, sin embargo, la pronunciada en 1916 por Henry Ford: “La historia es más o menos una tontería. Es tradición. Nosotros no queremos tradición. Nosotros queremos vivir el presente y la única historia que tiene valor para entretenernos (that is worth a tinker’s dam) es la historia que hacemos hoy. Yo no quiero vivir en el pasado. Yo quiero vivir el hoy” (cit. por Wallace, 1996, p. 9).

17. Véase en esta obra un panorama actualizado del auge actual, en el ámbito internacional, de la actividad de aprendizaje en museos y muestras.

18. Wallace describe la “American Adventure” –la historia norteamericana mostrada en un pabellón de Experimental Prototype Community of Tomorrow (EPCOT) y presentada por American Express y Coca Cola– como una historia unidireccional que conduce sólo a un presente glorioso, sin problemas por resolver, sin movimientos y conflictos sociales; una historia placentera, nostálgica y… paralizante. Devela las claves de la política en materia de historia durante el gobierno de Reagan, su sentido de realidad afianzado en Hollywood y ejemplificado hasta el patetismo: “En una ocasión, el presidente dijo en una audiencia de la Casa Blanca con los miembros de la colectividad judía en el Día del Holocausto, disgustado con la extrema derecha que proclamaba que el Holocausto era una invención, que él sabía que eso había pasado porque había visto películas” (Wallace, 1996, p. 258).

19. Tuve la oportunidad personal de asistir al show dedicado a la historia de la independencia norteamericana en Disneyworld de Orlando y no pude dejar de recordar mis lecturas de juventud, concretamente de aquel memorable Para leer el Pato Donald de Dorfman y Mattelart (1974).

20. Este mito es el del mestizaje “a la norteamericana” y lo describiremos con mayor detalle en el próximo capítulo, al tratar el tema de las guerras culturales de los años noventa en los Estados Unidos.

21. Véanse en este sentido las consideraciones de Huntington (2004) al analizar la necesidad de una defensa de la identidad norteamericana frente a la creciente expansión de los hispanos, así como las disposiciones del Senado de los Estados Unidos declarando el inglés como “lengua oficial”.

22. Un ejemplo más de estas controversias y oposiciones entre el interés por el pasado, con su fuerza identitaria, y la necesidad de una historiografía rigurosa que dé cabida al conflicto se ha venido produciendo en la primera década del siglo en la Argentina, con la gran difusión de los libros y serie televisada de Pigna (2004) sobre la historia de este país, titulada Algo habrán hecho…por la Historia Argentina. (Obsérvese que la primera parte de la frase, que se supone que era una expresión habitual ante la desaparición de personas durante la última dictadura se usa con doble sentido). La producción de dichos libros y programas de TV, que justamente nace como una crítica a una historia anécdotica y personalista que plantea como las efemérides escolares (véase capítulo 4) uno de sus ejes fundamentales, es finalmente criticada por historiadores académicos como Lobato y Sábato (2005), que concluyen “1. El programa reitera y refuerza las visiones más patrioteras de la historia argentina (…) 2. (…) remite a una forma muy tradicional de escribir la historia (…) 4. Aplana el pasado, lo simplifica y lo equipara al presente (…)”. No obstante, es de destacar que la enorme difusión de las producciones de Pigna, sobre todo entre los jóvenes, muestra varias cuestiones de interés en relación con los objetivos de este libro. A saber: a) la historia no sólo no resulta aburrida, sino todo lo contrario, cuando es presentada en un formato atractivo visualmente y con clara relación con los conflictos del presente y el futuro; b) posiblemente el origen del interés por unas producciones de este tipo se encuentre en la crisis argentina de 2001, que desembocó en una discusión de carácter identitario muy generalizada entre la población, y c) como hemos argumentado en este capítulo, las relaciones entre los tres registros de la historia (académico, escolar y cotidiano) son muy complejas y sin duda cada uno de ellos está influyendo en los otros dos.

23. Es casi ya un tópico referirse a 1984 como una de las mejores críticas de la utilización abiertamente partidista y politicamente interesada de la historia, así como de su deformación y transformación con fines propagandísticos. Ahora bien, creemos que un análisis detallado de los mecanismos específicos sobre los que Orwell construye su novela, tanto en términos psicológicos como sociológicos y culturales, y con los que disecciona las técnicas y estrategias de la manipulación de la historia, la tornan una referencia ineludible, además de terriblemente lúcida y certera, sobre todo teniendo en cuenta la manera en que se han desarrollado los acontecimientos políticos en el planeta desde la última década del siglo pasado. Como tantas veces ha sido señalado, si bien Orwell escribió su obra con la pretensión de realizar una crítica al estalinismo, su actualidad en relación con nuestras sociedades sigue teniendo vigencia. Por otro lado, en el capítulo 3 mostramos algunos ejemplos de cómo se produjo en la Unión Soviética la manipulación de la historia reciente, particularmente en lo que concernía a las imágenes (tal y como ha documentado el historiador King, 1997).

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