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2. LA IGUALDAD COMO FUNDAMENTO CONSTITUCIONAL DE LA DIFERENCIACIÓN DE TRATO PENAL EN MATERIA DE VIOLENCIA DE GÉNERO
ОглавлениеLos valores de igualdad y género han experimentado un extraordinario impulso social tras la publicación de la Ley Orgánica 1/2004, de 29 de diciembre de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género y la Ley Orgánica 3/2007, de 22 de marzo para la igualdad efectiva de mujeres y hombres. El camino hacia la consolidación definitiva de la igualdad entre hombres y mujeres y la lucha contra “el símbolo más brutal de la desigualdad existente en nuestra sociedad”27, que se manifiesta en la Violencia de Género, encuentran acomodo en estas dos Leyes Orgánicas. Ambas normas suponen un punto de inflexión en lo que debe ser entendido como igualdad y género, manifestando la voluntad política de dar respuesta a una nueva realidad social cada vez más sensibilizada con los problemas que emanan de las desigualdades de género.
No obstante, la tradicional y arcaica desigualdad basada en el género no se combate tan solo a golpe de BOE. Transformar los hábitos y la mentalidad de una sociedad es algo que escapa, en buena medida, de lo que se dispone en una determinada norma, o de las posibles sanciones que esta pueda imponer. Este cambio ha de venir necesariamente acompañado de una educación en valores que huya de determinados estereotipos anclados en la sociedad. Lograr una sociedad libre de violencia contra la mujer implica el cambio de un modelo social y cultural no solo desde el punto de vista jurídico, sino también desde el punto de vista social. Ha de diseñarse un nuevo modelo de sociedad respetuoso con los derechos fundamentales de las mujeres no solo en lo que atiende a su dignidad e integridad física y moral, sino también en el reconocimiento de todos aquellos derechos que históricamente eran de titularidad exclusiva de los hombres. Aspectos como la discriminación salarial, la escasa presencia de las mujeres en puestos de responsabilidad o los problemas de conciliación entre el trabajo y la familia, son una buena muestra de cómo la igualdad plena y efectiva está aún lejos de conseguirse.
Romper con una estructura social de discriminación, en la que era común silenciar la violencia contra la mujer cometida en el seno de la familia, tenía que partir de una ley que reforzara la protección a un colectivo que, como resultado de una determinada construcción sociocultural, fomentaba una estructura de sometimiento a la mujer incompatible con el nuevo modelo de sociedad diseñado por la Constitución28. Durante siglos el hombre ha experimentado el dominio sobre la mujer como una prueba más de su poder, un poder extraordinario que, en este caso, implica decidir sobre la vida, el cuerpo y la mente de otra persona. Ni siquiera el cambio de papel de la mujer, a lo largo del pasado siglo, que le permitió acceder a la independencia económica, social y sexual, ha puesto coto a este indeseable fenómeno. Así, el propio término “violencia de género” alude a un tipo de violencia que el hombre ejerce sobre la mujer no porque sea un ser humano biológicamente diferente, sino porque el concepto de mujer se enmarca en una determinada “idea construida y compartida socialmente”29.
El reconocimiento del género como fundamento de un trato penal diferenciado no ha estado exento de una fuerte polémica, no solo en el terreno social y político, sino, lo que es más preocupante, en el ámbito jurídico. Han sido múltiples las cuestiones de inconstitucionalidad que se han presentado contra la Ley de Violencia de Género, de tal forma que en pocas leyes el Tribunal Constitucional ha tenido tantas posibilidades de posicionarse sobre la constitucionalidad de una determinada norma. Ello nos lleva a sostener, sin temor a equivocarnos, que existen pocas normas en nuestro ordenamiento que sean más constitucionales que esta.
Las principales críticas a la constitucionalidad de la norma surgen a raíz de la reforma penal introducida por la Ley Orgánica 1/2004, de 28 de diciembre, en virtud de la cual se crean tipos o agravaciones de tipos penales ya existentes que van desde las lesiones30 a los malos tratos31, así como amenazas32, coacciones33 o vejaciones leves34, en las que el sujeto activo es el hombre y el sujeto pasivo la mujer. En concreto, la ley incorpora el Título IV, relativo a la tutela penal, que eleva, por primera vez, el género a agravante de la pena introduciendo en los artículos 148.4, 153.1, 171.4 y 172.2 del Código Penal un elemento discriminatorio a favor de la mujer en un campo tan sensible como es el Derecho Penal35. Este trato normativo diferenciado se ha considerado por cierto sector crítico, contrario al principio de igualdad y a la prohibición de no discriminación, cuando, precisamente, lo que se busca por el legislador es romper con una estructura social de discriminación y sometimiento de la mujer, contrario al artículo 14 de la Constitución36.
En este contexto, el Tribunal Constitucional ha venido dando respuesta a las múltiples cuestiones de inconstitucionalidad planteadas sobre las previsiones punitivas de la LOPIVG, resultando pionera la STC 59/2008, de 14 de mayo que acogió una interpretación verdaderamente revolucionaria en relación con el principio de igualdad y la prohibición de no discriminación por razón de sexo haciendo uso, por vez primera, en la jurisprudencia constitucional a la perspectiva de género como fundamento de un diferente trato normativo. Así, el intérprete constitucional considera al género y no al sexo como la razón que fundamenta el trato diferencial que no puede calificarse ni como discriminación inversa, ni como acción positiva en beneficio de las mujeres37.
Se aborda en esta sentencia la cuestión de constitucionalidad presentada por el Juzgado de lo Penal número 4 de Murcia, en relación con el artículo 153.1 del Código Penal por entender que infringe los artículos 10, 14 y 24.2 de la Constitución al establecer una discriminación por razón de sexo que dimana de la definición de los sujetos activo y pasivo en el cuestionado artículo y de la diferencia de trato punitivo que ello supone en relación con la misma conducta cuando el sujeto activo es una mujer y el pasivo un hombre. Más allá de las cuestiones planteadas, en relación al principio de proporcionalidad y al principio de culpabilidad, el núcleo de la sentencia se centra en la adecuación del precepto al principio de igualdad. Para ello parte en su fundamento jurídico 5.° de los dos contenidos diferenciados que se acogen en el artículo 14 de la Constitución, a saber, el principio de igualdad y la prohibición de no discriminación, haciéndose eco de una muy consolidada jurisprudencia constitucional, sintetizada en la STC 200/2001, de 4 de octubre38. Tal como se destaca en la referida sentencia, “este Tribunal ha admitido también que los motivos de discriminación que dicho precepto constitucional prohíbe puedan ser utilizados excepcionalmente como criterio de diferenciación jurídica si bien en tales supuestos el canon de control, al enjuiciar la legitimidad de la diferencia y las exigencias de proporcionalidad resulta mucho más estricto, así como más rigurosa la carga de acreditar el carácter justificado de la diferenciación”39.
Conforme a lo que se dispone por esta doctrina jurisprudencial, el principio de igualdad exige que “el tratamiento diferenciado de supuestos de hecho iguales tenga una justificación objetiva y razonable y no depare unas consecuencias desproporcionadas en las situaciones diferenciadas en atención a la finalidad perseguida por tal diferenciación”40. En congruencia con esta línea argumental, la razón que esgrime el Alto Tribunal como determinante del tratamiento diferenciado, en este tipo de delitos, no es el sexo de los sujetos activo y pasivo, sino la desigual distribución de roles sociales que ha propiciado el género y que coloca a la mujer en una posición de desigualdad en el seno de las relaciones de pareja41. No es el sexo, por tanto, como condición biológica el fundamento del trato diferencial por parte del legislador penal, sino el género como construcción sociocultural, no viéndose afectado la prohibición de discriminación por razón de sexo42.
Es por ello que la lucha contra la desigualdad de la mujer en este ámbito legitima, desde el punto de vista constitucional, la finalidad de la Ley Orgánica de medidas de protección integral contra la violencia de género que no es otra que “prevenir las agresiones que en el ámbito de la pareja se producen como manifestación del dominio del hombre sobre la mujer en tal contexto; su pretensión así es la de proteger a la mujer en un ámbito en el que el legislador aprecia que sus bienes básicos (vida, integridad física y salud) y su libertad y dignidad mismas están insuficientemente protegidos. Su objetivo es también combatir el origen de un abominable tipo de violencia que se genera en un contexto de desigualdad y de hacerlo con distintas clases de medidas, entre ellas las penales”43.
La legitimidad constitucional de la finalidad perseguida por la Ley se apoya en la realidad que acreditan tanto las estadísticas criminológicas, como los diversos estudios sociológicos de la posición de la mujer en las sociedades contemporáneas que ponen de manifiesto el desequilibrio existente en los supuestos de hecho de las agresiones causadas por un hombre a una mujer en las relaciones afectivas, con respecto a las causadas por una mujer a un hombre, u a otra mujer, e, inclusive, por un hombre a otro hombre. Si se exige semejanza de trato normativo tendría que haber no solo identidad de hechos, sino también identidad de razón jurídica en el tratamiento que la norma penal dispensa a los hechos y esta identidad no existe, del punto y hora que la finalidad constitucional que se persigue por los tipos penales generales de lesiones, malos tratos, amenazas o coacciones y la perseguida por los tipos de violencia de género que se introducen por Ley Orgánica de Protección Integral contra la Violencia de Género, no es la misma44. Por tanto, “no resulta reprochable el entendimiento legislativo referente a que una agresión supone un daño mayor en la víctima cuando el agresor actúa conforme a una pauta cultural –la desigualdad en el ámbito de la pareja– generadora de gravísimos daños a sus víctimas y dota así consciente y objetivamente a su comportamiento de un efecto añadido a los propios del uso de la violencia en otro contexto. Por ello, cabe considerar que esta inserción supone una mayor lesividad para la víctima: de un lado, para su seguridad, con la disminución de las expectativas futuras de indemnidad, con el temor a ser de nuevo agredida; de otro, para su libertad, para la libre conformación de su voluntad, porque la consolidación de la discriminación agresiva del varón hacia la mujer en el ámbito de la pareja añade un efecto intimidatorio a la conducta, que restringe las posibilidades de actuación libre de la víctima; y además para su dignidad, en cuanto negadora de su igual condición de persona y en tanto que hace más perceptible ante la sociedad un menosprecio que la identifica con un grupo menospreciado. No resulta irrazonable entender, en suma, que en la agresión del varón hacia la mujer que es o fue su pareja se ve peculiarmente dañada la libertad de ésta; se ve intensificado su sometimiento a la voluntad del agresor y se ve peculiarmente dañada su dignidad, en cuanto persona agredida al amparo de una arraigada estructura desigualitaria que la considera como inferior, como ser con menores competencias, capacidades y derechos a los que cualquier persona merece”45.
Conforme a esta interpretación, no solo se protegen los derechos fundamentales de las mujeres, sino que, además, se lucha, desde el ámbito penal, contra aquellos condicionantes socioculturales que colocan a las mujeres en una situación de mayor vulnerabilidad dentro de las relaciones de pareja46. Con esta histórica sentencia, que consolidó una jurisprudencia seguida en posteriores sentencias47, el Alto Tribunal avala los preceptos penales modificados por la Ley Integral. Ley que supuso, en su momento, una propuesta valiente, decidida y firme en la lucha contra una de las manifestaciones más brutales de la violencia contra las mujeres.