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El concejal Irving respondió al timbre de la puerta del hogar de su hijo. En realidad, abrió la puerta de modo que solo cabía su propio cuerpo, y antes de que dijera algo quedó claro que no quería que Bosch y Chu entraran.

—Concejal —dijo Bosch—, quisiéramos hacer unas cuantas preguntas a la mujer de su hijo.

—Deborah está muy afectada, inspector. Lo mejor sería que volviesen en otro momento.

—Estamos llevando una investigación, concejal. Este interrogatorio es importante y no podemos posponerlo.

Se miraron fijamente el uno al otro, sin que ninguno de los dos diera su brazo a torcer.

—Ha pedido que el caso lo lleve yo y me dijo que actuara con rapidez —repuso Bosch por fin—. Es lo que estoy haciendo. ¿Va a dejarme pasar, sí o no?

Irving terminó por ceder y dio un paso atrás, abriendo más la puerta. Bosch y Chu entraron en un vestíbulo con una mesita dispuesta para dejar llaves y paquetes.

—¿Qué han descubierto en la escena del crimen? —preguntó Irving con voz imperiosa.

Bosch titubeó, inseguro sobre la conveniencia de hablar con él del caso tan pronto.

—No mucho, por el momento. En un caso de este tipo, la autopsia es fundamental.

—¿Y cuándo van a hacerla?

—Aún no han fijado la fecha.

Bosch consultó su reloj.

—El cuerpo de su hijo no lleva más de dos horas en la morgue.

—Ya, pero supongo que insistiría usted en que se ocuparan de él con rapidez.

Bosch trató de sonreír, pero sin mucho éxito.

—¿Y bien? ¿Puede llevarnos hasta su nuera?

—Entonces ¿me está diciendo que no insistió en que se ocuparan de él con urgencia?

Bosch miró por encima del hombro de Irving y vio que la estancia daba a una sala de mayor tamaño con una escalera de caracol. No había señal de que hubiera nadie más en la casa.

—Concejal, no me diga cómo tengo que llevar la investigación. Si quiere que la deje, pues muy bien, llame al jefe y haga que me aparte del caso. Pero mientras siga al frente, voy a llevar la investigación de la manera que crea más conveniente.

Irving lo dejó correr.

—Por supuesto —dijo—. Voy a buscar a Deborah. Creo que lo mejor es que usted y su compañero esperen sentados en la sala de estar.

Los hizo pasar al interior y los condujo hasta la sala de estar. Y desapareció. Bosch miró a Chu y meneó la cabeza en el mismo momento en que este iba a hacer una pregunta que Harry supo que sería sobre las intromisiones de Irving en la investigación.

Chu contuvo la lengua, y en ese momento regresó Irving, seguido de una mujer rubia y asombrosamente guapa. Bosch pensó que debía de tener unos cuarenta y cinco años. Era alta y delgada, pero ni demasiado alta ni demasiado delgada. Su expresión aparecía empañada por el dolor, pero ello no mermaba mucho la belleza de aquella mujer que estaba envejeciendo con tanta armonía como un buen vino. Irving la llevó de la mano hasta un sillón frente a una mesita baja y un sofá. Bosch se acercó, pero sin llegar a sentarse. Esperó a ver qué pensaba hacer Irving, y cuando quedó claro que el concejal tenía previsto quedarse durante la entrevista, Harry objetó:

—Hemos venido a hablar con la señora Irving y es preciso que lo hagamos a solas.

—Mi nuera quiere que esté a su lado en este momento —respondió Irving—. Así que no voy a irme a ninguna parte.

—Muy bien. Si puede estar en algún lugar de la casa, por si ella lo necesita, estupendo. Pero necesito que nos deje hablar con la señora Irving a solas.

—No pasa nada, papá —dijo Deborah Irving en ese momento, quitándole hierro al asunto—. ¿Por qué no vas a la cocina y te preparas algo de comer?

Irving miró a Bosch durante un largo instante, probablemente arrepintiéndose de su exigencia de que Harry estuviera al frente del caso.

—Pero llámame si me necesitas —dijo.

Irving finalmente se fue de la sala, y Bosch y Chu se sentaron. Harry hizo las presentaciones.

—Señora Irving. Quiero...

—Puede llamarme Deborah.

—Deborah, entonces. Queremos expresarle nuestras condolencias por la muerte de su esposo. Y también le agradecemos su disposición a hablar con nosotros en este momento tan difícil.

—Gracias, inspector. Estoy más que dispuesta a hablar. Lo que pasa es que no creo tener respuestas para usted y estoy tan anonadada por todo esto que...

Miró en derredor y Bosch comprendió qué era lo que andaba buscando. Las lágrimas estaban brotando de nuevo. Harry hizo una indicación a Chu.

—Tráele unos pañuelos de papel. En el baño seguramente habrá.

Chu se levantó. Bosch observó con atención a la mujer sentada frente a él, tratando de dar con indicios de verdadero dolor y duelo.

—No sé por qué ha tenido que hacer una cosa así —dijo ella.

—¿Por qué no empezamos por las preguntas fáciles? Las preguntas para las que hay respuestas. ¿Por qué no me dice cuándo fue la última vez que vio a su marido?

—Anoche. Se fue de casa después de cenar. Para no volver.

—¿Le dijo adónde iba?

—No. Dijo que necesitaba tomar el aire, que iba a bajar la capota del coche y conducir un poco por Mulholland. También me dijo que no lo esperara. No lo hice.

Bosch se mantuvo en silencio, pero la mujer no dijo nada más.

—¿Eso era inusual? ¿El hecho de que saliera a dar una vuelta en coche así como así?

—Llevaba un tiempo haciéndolo con mucha frecuencia. Pero yo no me creía eso de que simplemente saliera a conducir un rato.

—¿Quiere decir que salía a hacer otras cosas?

—Saque sus conclusiones usted mismo, teniente.

—Soy inspector, no teniente. ¿Y por qué no saca usted esa conclusión para mí, Deborah? ¿Sabe qué era lo que hacía su marido?

—No, no lo sé. Tan solo le estoy diciendo que no creo que simplemente estuviera conduciendo por Mulholland. Me parece que lo más probable era que estuviese viendo a alguien.

—¿Le preguntó al respecto?

—No. Iba a hacerlo, pero estaba esperando.

—¿A qué?

—No lo sé exactamente. Simplemente estaba esperando.

Chu volvió con una cajita de pañuelos de papel, que entregó a la mujer. Pero el momento ya había pasado, y sus ojos ahora eran fríos y duros. Incluso así seguía siendo hermosa, y Bosch encontró difícil de creer que a un marido le diera por salir a conducir por las noches cuando la mujer que lo estaba esperando en casa era Deborah Irving.

—Retrocedamos un poco. Dice usted que cenaron los dos juntos y que él se marchó después de cenar. ¿Cenaron en casa o fuera?

—En casa. Ni él ni yo teníamos mucha hambre. Así que nos comimos unos bocadillos.

—¿Se acuerda a qué hora cenaron?

—A las siete y media, más o menos. Él se fue a las ocho y media.

Bosch sacó la libreta y anotó algunas de las cosas mencionadas hasta ese momento. Se acordó de que Solomon y Glanville habían indicado que alguien —se suponía que George Irving— había reservado la habitación en el Chateau a las ocho y cincuenta minutos, veinte minutos después de la hora en que Irving había salido de casa, según decía Deborah.

—Uno cuatro nueve dos.

—¿Perdón?

—¿Estos números le dicen algo? ¿Uno cuatro nueve dos? ¿Mil cuatrocientos noventa y dos?

—No entiendo lo que me está diciendo.

La mujer parecía estar confusa de veras. Bosch se había propuesto pillarla por sorpresa haciéndole preguntas sin ilación lógica.

—Las pertenencias de su marido (su billetera, el móvil y el anillo de casado) estaban en la caja fuerte de la habitación del hotel. Y ese es el número de combinación empleado para cerrarla. ¿Esas cifras tenían algún significado particular para su marido o para usted?

—No, que yo recuerde.

—Bien. ¿Su esposo estaba familiarizado de alguna forma con el Chateau Marmont? ¿Se había alojado allí antes?

—Los dos habíamos estado allí antes, juntos. Pero, como le he dicho, no sé bien adónde iba cuando se marchaba en coche por las noches. Podía ser a cualquier sitio. No lo sé.

Bosch asintió.

—¿Cómo describiría el estado mental de su marido la última vez que lo vio?

Deborah Irving lo pensó un buen rato. Luego se encogió de hombros y respondió que su esposo daba la impresión de normalidad, que a su entender no parecía encontrarse alterado ni agobiado.

—¿Cómo describiría su matrimonio?

Sus ojos se posaron un momento en el suelo antes de afrontar los de Bosch.

—En enero íbamos a cumplir veinte años de casados. Veinte años es mucho tiempo. Tuvimos buenos momentos y malos momentos, pero muchos más buenos que malos.

Bosch advirtió que no había respondido a la pregunta formulada.

—¿Y ahora? ¿Era un momento bueno o malo?

La mujer hizo una larga pausa antes de contestar:

—Nuestro hijo, nuestro único hijo, se marchó en agosto a estudiar a la universidad. Nos ha costado un poco asumirlo.

—El síndrome del nido vacío —dijo Chu.

Bosch y Deborah lo miraron un segundo, pero Chu no agregó ninguna otra palabra. Parecía sentirse un tanto avergonzado por su interrupción.

—¿Qué día de enero era su aniversario de bodas? —preguntó Bosch.

—El día 4.

—Entonces, ¿se casaron en enero, el día 4, en 1992?

—¡Dios mío!

Se llevó las manos a la boca, avergonzada por no haber reconocido el número de la combinación de la caja fuerte. Las lágrimas reaparecieron en sus ojos; cogió algunos pañuelos más de la cajita.

—¡Qué estúpida soy! Deben de pensar que soy una absoluta...

—No pasa nada —la calmó Bosch—. Antes he mencionado las cifras sin indicar que pudieran corresponder a una fecha precisa. ¿Tiene idea de si su marido utilizó este número antes como combinación o contraseña?

La mujer negó con la cabeza.

—No lo sé.

—¿Como contraseña en los cajeros automáticos?

—No. El número que usábamos era el de la fecha de nacimiento de nuestro hijo. Cinco, dos, nueve, tres.

—¿Como contraseña de su teléfono móvil?

—También usaba el cumpleaños de Chad. Lo sé porque a veces he usado el teléfono de George.

Bosch anotó la nueva fecha en su cuaderno. El equipo de investigación científica había cogido el teléfono móvil en calidad de prueba y lo había llevado a la comisaría del centro, de modo que podría abrirlo y acceder a los registros de llamadas en el edificio de las oficinas de la policía. Harry tenía que considerar lo que todo eso significaba. Por una parte, el uso del cumpleaños de Irving apuntaba a que seguramente fue el propio George Irving quien estableció la combinación de la caja fuerte. Pero bastaba utilizar un ordenador para encontrar la fecha de una boda en los registros judiciales. De nuevo, la información recibida no excluía ni el suicidio ni el asesinato.

Una vez más, Bosch decidió darle un giro al interrogatorio.

—Deborah, ¿cómo se ganaba la vida su marido exactamente?

La mujer respondió con una versión más detallada de lo que Irvin Irving le había explicado antes. George había seguido los pasos de su padre y había ingresado en el LAPD a los veintiún años. Pero después de trabajar durante cinco como agente de patrulla, dejó el cuerpo de policía y se matriculó en la Facultad de Derecho. Tras licenciarse empezó a trabajar en el negociado de contratos del Ayuntamiento. Siguió empleado en dicho departamento hasta que su padre se presentó a las elecciones municipales y salió elegido concejal. George dejó de trabajar en el Ayuntamiento y abrió una consultoría privada. Su experiencia y los contactos de su padre y otros cargos en la administración y la burocracia municipales le servían para facilitar que sus clientes tuvieran acceso a las altas esferas.

George Irving tenía un amplio abanico de clientes: desde empresas de remolque con grúa hasta compañías de taxis, proveedores de hormigón, contratistas de obras, empresas de limpieza de edificios municipales y abogados especializados en cuestiones que tuvieran que ver con el Ayuntamiento. Era un hombre capacitado para elevar una petición a los oídos precisos y en el momento exacto. Si uno quería hacer negocios con el Ayuntamiento de Los Ángeles, George Irving era el personaje al que recurrir. Su despacho se encontraba a la misma sombra del edificio del Ayuntamiento, pero no era en el despacho donde hacía su trabajo. Irving siempre estaba moviéndose por las alas administrativas y las concejalías. Allí era donde trabajaba realmente.

La viuda explicó que la labor de su marido les permitía vivir muy bien. La casa en la que se encontraban estaba valorada en más de un millón de dólares, incluso en ese momento de recesión económica. Su trabajo también facilitaba que tuviera enemigos. Clientes descontentos o quienes competían con sus clientes por los mismos contratos... En el mundo de George Irving se daban también desacuerdos y confrontaciones.

—¿Alguna vez le habló de una empresa o una persona en particular que hubiera chocado con él o se la tuviera jurada?

—Nunca mencionó algo así. Pero el hecho es que tiene una secretaria. Que tenía una secretaria, mejor dicho. Lo más seguro es que ella sepa más que yo de todas estas cosas. George no me contaba mucho sobre su trabajo. No quería que me preocupara.

—¿Cómo se llama la secretaria?

—Dana Rosen. Llevaba con él mucho tiempo, desde la época en el Ayuntamiento.

—¿Ha hablado usted hoy con ella?

—Sí, pero antes de enterarme de...

—¿Antes de enterarse de la muerte de su marido?

—Sí. Cuando me levanté por la mañana me di cuenta de que no había vuelto a casa por la noche. Su móvil no respondía, así que a las ocho llamé al despacho y hablé con Dana para preguntarle si lo había visto. Me dijo que no.

—¿No volvió a llamarla después de saber de la muerte de su esposo?

—No.

Bosch se preguntó si era posible que entre ambas mujeres hubiese un problema de celos. ¿Quizá Deborah pensaba que la mujer que su marido iba a visitar por las noches en automóvil no era otra que Dana Rosen?

Apuntó el nombre y cerró la libreta. Pensó que ya tenía bastante para empezar. No había entrado en todos los detalles, pero ese no era el momento para una larga sesión de preguntas y respuestas. Bosch estaba seguro de que volvería a hablar con Deborah Irving. Se levantó, y Chu hizo otro tanto.

—Creo que ya está bien por el momento, Deborah. Está claro que es un momento difícil y que quiere estar con su familia. ¿Se lo ha dicho a su hijo?

—No. Papá ha sido quien se lo ha dicho. Lo ha llamado. Chad viene en avión esta noche.

—¿Dónde está estudiando?

—En la Universidad de San Francisco.

Bosch asintió. Era una universidad que le sonaba, había oído hablar de ella porque su hija estaba pensando en cursar estudios superiores y había mencionado la posibilidad de ir allí. También se acordaba de que Bill Russell había jugado a baloncesto en el equipo de dicha universidad.

Harry tenía claro que iba a tener que hablar con el hijo, pero no se lo dijo a Deborah. No había necesidad de hacerlo.

—Otra cosa, ¿su marido tenía amistades? —preguntó—. ¿Algún amigo cercano?

—Pues no, la verdad. Tan solo tenía un verdadero amigo, pero últimamente no se veían mucho.

—¿Quién era ese amigo?

—Se llama Bobby Mason. Se conocieron en la academia de policía.

—¿Bobby Mason sigue trabajando como policía?

—Sí.

—¿Y cómo es que últimamente no se veían?

—No lo sé. Supongo que porque no se veían, sencillamente. Estoy segura de que se trataba de un lapso temporal en su relación. Yo creo que los hombres son así.

Bosch no estaba seguro de lo que esas últimas palabras venían a decir sobre los hombres. Harry no creía contar con un verdadero amigo íntimo, pero siempre se decía que él era distinto de todo el mundo. Y que la mayoría de los hombres tenían amigos, amigos íntimos incluso. Anotó el nombre de Mason, tras lo cual entregó a Deborah Irving una tarjeta de visita con su número de móvil y la invitó a llamarlo siempre que lo creyera conveniente. Prometió seguir en contacto con ella a medida que la investigación fuera progresando.

Le deseó buena suerte y se marchó con Chu. Antes de que llegaran a su automóvil, Irvin Irving apareció en la puerta de la vivienda y los llamó.

—¿Iban a irse sin hablar conmigo?

Bosch entregó las llaves del coche a Chu y le pidió que saliera con él hasta la calle. Esperó hasta que estuvo a solas con Irving.

—Concejal —dijo—, hay una cosa que tiene que quedar clara. Voy a mantenerlo al corriente de la investigación, pero no voy a rendirle cuentas todo el tiempo. Hay una diferencia. Esta es una investigación de la policía y no del Ayuntamiento. Usted fue policía, pero ya no lo es. Tendrá noticias mías cuando tenga algo que decirle.

Se dio la vuelta y echó a andar hacia la calle.

—Acuérdese. Quiero escuchar un informe antes del final del día.

Bosch no contestó. Siguió andando como si no hubiese oído nada.

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