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Bosch entró en las oficinas centrales de la policía, procedente de los archivos y con un montón de carpetas bajo el brazo. Eran las cinco de la tarde pasadas, de forma que la sala de inspectores estaba casi desierta. Chu se había ido a casa, sin que Bosch pusiera ninguna objeción. Él mismo tenía previsto marcharse y empezar a revisar las carpetas de archivo y el disco del Chateau Marmont en casa. Estaba metiéndolo todo en un maletín cuando vio que Kiz Rider entraba en la sala de inspectores y se encaminaba directamente hacia él. Cerró el maletín tan rápido como pudo. No quería que Rider le preguntara por las carpetas y se enterara de que no tenían nada que ver con el caso Irving.

—Harry, pensaba que íbamos a seguir en contacto... —dijo ella, a modo de saludo.

—Y vamos a seguir en contacto, cuando haya motivo para hacerlo. Y hola también, Kiz.

—Mira, Harry, no tengo mucho tiempo para estar de cháchara contigo. El jefe me está presionando, y a él le están presionando Irving y los demás concejales que lo apoyan en esto.

—¿En qué?

—Quieren saber qué es lo que le ha pasado a su hijo.

—Bueno, pues me alegro de que estés en disposición de soportar esa carga y quitársela de encima a los investigadores, para que podamos hacer nuestro trabajo.

Rider emitió un profundo suspiro de desespero. Bosch vio la cicatriz de trazado irregular situada justo debajo del cuello de su blusa. Se acordó del día que dispararon a Kiz. Fue el último día que trabajaron juntos como compañeros.

Harry se levantó y cogió el maletín que estaba sobre la mesa.

—¿Ya te vas? —soltó ella.

Bosch señaló el reloj que pendía de la pared más alejada.

—Son casi las cinco y media, y yo entro a las siete y media. El almuerzo me lo he comido en diez minutos, de pie junto al capó del coche. Lo veas cómo lo veas, hoy he estado trabajando unas dos horas de más, por mucho que el Ayuntamiento haya dejado de pagar las horas extras. Y sí, me voy a casa, porque mi hija está enferma, esperando a que le lleve un poco de sopa. A no ser que quieras llamar al Ayuntamiento para ver si me dan su autorización.

—Harry, soy yo, Kiz. ¿Por qué me estás hablando de esta manera?

—¿Por qué? Quizá porque estoy harto de las intrusiones políticas en mi trabajo, ¿no te parece? Voy a decirte una cosa. Tengo otro caso entre manos: el de una chica de diecinueve años a la que violaron y dejaron muerta en las rocas de la marina. Los cangrejos se estuvieron alimentando de su cuerpo. Es curioso, pero nadie del Ayuntamiento me ha llamado en relación con este otro caso.

Kiz asintió dándole la razón.

—Sé que no es justo, Harry. Tú siempre has pensado lo mismo: que o bien todas las personas cuentan, o bien no cuenta ninguna. Pero las cosas no funcionan así en el mundo de la política.

Bosch se la quedó mirando un largo instante. Rider empezó a sentirse incómoda.

—¿Qué pasa?

—Fuiste tú, ¿verdad?

—¿Que fui yo...?

—Eso de «o bien todas las personas cuentan, o bien no cuenta ninguna». Lo convertiste en una especie de lema personal y se lo dijiste a Irving. Y él luego trató de hacerme creer que lo sabía desde siempre, que se había enterado por su cuenta.

Rider meneó la cabeza con frustración.

—Por Dios, Harry, ¿se puede saber qué problema hay? Su secretario nos llamó y preguntó quién era el mejor investigador en robos-homicidios. Le dije que tú, y entonces me llamó otra vez diciendo que Irving no quería que llevases el caso porque siempre os habíais llevado mal. Pero yo respondí que sabrías olvidarte de eso, porque, para ti, o bien todas las personas cuentan, o bien no cuenta ninguna. Eso es todo. Si te parece una especie de manejo político, entonces dimito como amiga tuya.

Bosch estudió su rostro unos segundos. Kiz medio sonreía, sin tomarse en serio su disgusto.

—Lo pensaré. Ya te diré alguna cosa.

Salió de su cubículo y echó a andar por el pasillo.

—Un momento, por favor.

Bosch se giró hacia Rider.

—¿Qué quieres?

—Si no estás dispuesto a hablarme como un amigo, entonces háblame como un inspector. Yo soy teniente, y tú inspector. ¿Qué es lo último que se sabe del caso Irving?

El humor en su rostro y sus palabras se había esfumado por completo. Kiz ahora estaba irritada.

—Lo último que se sabe es que estamos esperando la autopsia. En el lugar de los hechos no hay nada que nos lleve a una conclusión definitiva. La muerte accidental la hemos descartado casi por completo. Ha sido un suicidio o un asesinato, y en este momento apostaría por el suicidio.

Rider se puso las manos en las caderas.

—¿Por qué se descarta la muerte accidental?

El maletín de Bosch estaba atiborrado de carpetas y pesaba lo suyo. Harry lo llevó a su otra mano, pues el hombro empezaba a dolerle. Hacía casi veinte años que había recibido un balazo en el curso de un tiroteo en un túnel, y fueron necesarias tres operaciones quirúrgicas para reparar el manguito rotador del hombro. La lesión apenas le había molestado durante los siguientes quince años. Pero ahora sí.

—Su hijo se registró sin llevar equipaje. Se desvistió y colgó las ropas ordenadamente en el armario. En una de las sillas de la terraza había un albornoz. Cayó de bruces, pero sin gritar, pues en el hotel nadie oyó nada. Tampoco trató de amortiguar el impacto con los brazos. Por estas y otras razones, no me parece que haya sido un accidente. Si me estás diciendo que lo que necesitas es un accidente, entonces dímelo con claridad, Kiz, y a continuación búscate a otro chico de los recados.

En el rostro de Rider se pintó una expresión de decepción.

—Harry, ¿cómo puedes decirme una cosa así? He sido tu compañera de equipo. Una vez me salvaste la vida, ¿y me crees capaz de devolverte el favor poniéndote en el disparadero de esa forma?

—No lo sé, Kiz. Yo simplemente estoy tratando de hacer mi trabajo, pero me parece que aquí hay mucho politiqueo.

—Lo hay, pero eso no quiere decir que no haya estado tratando de echarte un cable. El jefe te ha dejado claro que no pretende que amañes la investigación. Yo tampoco lo quiero. Lo único que te he pedido es un informe verbal... y de repente me echas encima toda esta bilis.

Bosch comprendió que se había equivocado al convertir a Rider en el blanco de su rabia y sus frustraciones.

—Kiz, si me dices que las cosas son así, me lo creo. Y siento haberla tomado contigo. Tendría que haber sabido que, con Irving de por medio, todo iba a ser de esta manera. Simplemente mantenlo alejado de mí hasta que contemos con los resultados de la autopsia. Cuando los tengamos, podremos establecer algunas conclusiones. Y el jefe y tú seréis los primeros en saberlas.

—Muy bien, Harry. Yo también lo siento.

—Hablamos mañana.

Bosch iba a salir cuando de pronto cambió de dirección y volvió junto a Kiz. Le dio un pequeño abrazo.

—¿Todo arreglado? —preguntó Rider.

—Pues claro —respondió él.

—¿Cómo tienes el hombro? He visto que te cambiabas de mano el maletín.

—El hombro está bien.

—Y a Maddie, ¿qué le ocurre?

—Tiene algo de gripe, nada más.

—Salúdala de mi parte.

—Lo haré. Nos vemos, Kiz.

Se marchó por fin y se dirigió a su casa. Mientras avanzaba entre el congestionado tráfico de la autovía 101, se sentía descontento en relación con los dos casos que estaba llevando. Y le irritaba que su malhumor le hubiera llevado a mostrarse desagradable con Rider. La mayoría de los policías estarían encantados de contar con una fuente informativa en el seno de la oficina del jefe. Él desde luego lo valoraba mucho. Pero ahora se había portado mal con Kiz, de una forma injustificable. Iba a tener que congraciarse con ella de alguna manera.

También se sentía poco feliz por el arrogante modo en que había desdeñado el trabajo de la doctora Stone. En muchos aspectos, la doctora estaba haciendo más que él. Estaba tratando de prevenir los crímenes antes de que se produjeran. Intentaba evitar que las personas se convirtieran en víctimas. Él la había tratado como si fuera simpatizante de los depredadores sexuales, y Harry tenía claro que no era el caso. En Los Ángeles no abundan las personas que se esfuerzan en convertir la ciudad en un lugar más seguro y habitable. La doctora Stone hacía el esfuerzo, y él se había mostrado desdeñoso con su labor. «Tendría que caérseme la cara de vergüenza», se dijo.

Echó mano al móvil y llamó a su hija.

—¿Estás bien?

—Sí. Me encuentro un poco mejor.

—¿La madre de Ashlyn ha venido a verte?

—Sí. Han venido las dos, después del colegio. Y me han traído una magdalena.

Esa misma mañana, Bosch había enviado un correo electrónico a la madre de su mejor amiga pidiéndole el favor.

—¿Te han traído los deberes?

—Sí, pero no me encuentro lo bastante bien para hacerlos. ¿Te ha salido un caso? Hoy no me has llamado, así que he pensado que igual te ha salido un caso.

—Perdona por no llamar. La verdad es que tengo dos casos nuevos.

A Bosch no se le escapó su habilidad a la hora de eludir el tema de los deberes escolares.

—¡Vaya!

—Pues sí. De forma que voy a llegar un poco tarde. Tengo que hacer una última visita, y luego voy para casa. ¿Quieres que te traiga sopa de Jerry’s Deli? Voy a acercarme al valle de San Fernando.

—De pollo con fideos.

—Hecho. Hazte un bocadillo si tienes hambre antes de que vuelva. Y asegúrate de que la puerta esté bien cerrada.

—Tranquilo, papá.

—Y ya sabes dónde está la Glock, la pistola.

—Sí, lo sé y sé cómo manejarla.

—Buena chica.

Colgó el teléfono.

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