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Los pisos superiores del hotel tenían forma de L. Bosch salió del ascensor en la séptima planta, se dirigió a la izquierda, dobló una esquina del pasillo y se dirigió a la habitación 79 situada al final del corredor. Un policía estaba montando guardia en la puerta. Bosch recordó algo en ese momento y echó mano a su móvil. Llamó al de Kiz Rider, quien respondió al momento.

—¿Sabes cómo se ganaba la vida? —preguntó.

—¿De quién me estás hablando, Harry? —dijo ella.

—De quién va a ser. De George Irving. ¿Sabías que el hombre era una especie de padrino?

—Había oído que trabajaba como intermediario o una cosa así.

—Sí, bueno, como abogado, de los influyentes. Mira, necesito que la oficina del jefe de policía tome cartas en el asunto y sitúe un agente de guardia en la puerta de su despacho hasta que me presente en el lugar. Que nadie entre ni salga.

—No hay problema. ¿Su trabajo como abogado tiene algo que ver con el asunto?

—Nunca se sabe. Pero me quedaría más tranquilo si hubiera alguien vigilando el despacho.

—Eso está hecho, Harry.

—Luego hablamos.

Bosch se metió el móvil en el bolsillo y se acercó al agente apostado junto a la puerta de la habitación 79. Firmó en el papel que tenía en la tablilla, en el que también anotó la hora, y entró. Al momento se encontró en una sala de estar con unas puertas dobles abiertas que daban a la terraza orientada al oeste. El viento estremecía los cortinajes. Bosch vio que Chu estaba en la terraza. Mirando hacia abajo.

Solomon y Glanville se encontraban en la sala. Y no parecían estar muy contentos. Al ver a Bosch, Jerry Solomon abrió las manos en un gesto que venía a decir: «¿Y esto qué coño es?».

—¿Qué quieres que te diga? —apuntó Bosch—. Cosas de las altas esferas. Hacemos lo que nos mandan.

—Aquí no vas a encontrar nada que no hayamos visto nosotros. Y la cosa está clara: el fulano se tiró.

—Es lo que le he dicho al jefe y al concejal, pero aquí estoy.

Ahora fue Bosch quien abrió las manos como queriendo decir: «¿Y qué puedo hacer?».

—Entonces ¿qué preferís? ¿Seguir ahí quejándoos o decirme qué habéis encontrado?

Solomon hizo un gesto con la cabeza dirigido a Glanville, su subordinado, quien sacó una libretita del bolsillo trasero. Revisó unas cuantas páginas y empezó a referir lo sucedido. A todo esto, Chu entró desde la terraza para escucharlo también.

—Ayer por la noche, a las ocho cincuenta, un hombre que dice llamarse George Irving llama a recepción. Reserva una habitación para la noche y dice que está de camino. El hombre pide de forma específica una habitación del último piso y con balcón. Le dan a elegir y se queda con la 79. Facilita un número de tarjeta American Express para que le hagan la reserva. El número coincide con el de la tarjeta que hay dentro de su billetera, que está en la caja fuerte del dormitorio.

Glanville señaló un pequeño corredor situado a la izquierda de Bosch. Harry vio que al final había una puerta abierta y una cama más allá.

—Bueno, entonces el tipo se presenta a las nueve cuarenta —prosiguió Glanville—. Deja que le aparquen el coche en el garaje, utiliza la tarjeta American Express para registrarse y sube a la habitación. Nadie más vuelve a verlo.

—Hasta que se lo encuentran estrellado en la acera de abajo —precisó Solomon.

—¿Cuándo? —preguntó Bosch.

—A las cinco cincuenta y uno, uno de los currantes de la cocina se presenta al trabajo. Echa a andar por la acera para entrar por la puerta trasera, donde tiene que fichar. Tropieza con el cuerpo. Un coche patrulla es el primero en llegar. Identifican al muerto de forma provisional y nos llaman a nosotros.

Bosch asintió y echó una mirada a la estancia. Junto al acceso a la terraza había una mesa de escritorio.

—¿No dejó una nota?

—Aquí no hemos encontrado ninguna.

Bosch se fijó en un reloj de mesa digital que estaba en el suelo, conectado a un enchufe en la pared cerca del pequeño escritorio.

—¿El reloj estaba en el suelo cuando llegasteis? ¿No se supone que tendría que estar en el escritorio?

—Está donde lo encontramos —respondió Solomon—. Y no sabemos dónde se supone que tenía que estar.

Bosch se acercó al reloj y se acuclilló delante. Se puso unos guantes de goma nuevos, lo cogió con cuidado y lo examinó. Tenía un puerto para conectarle un iPod o un iPhone.

—¿Sabemos qué tipo de teléfono móvil tenía Irving?

—Sí, un iPhone —dijo Glanville—. Está en la caja fuerte del dormitorio.

Bosch miró la alarma del reloj. Estaba desconectada. Pulsó el botón para ver a qué hora se había fijado previamente. Los dígitos rojos se transformaron al instante. La alarma se había usado por última vez a las cuatro de la madrugada.

Bosch volvió a dejar el reloj en el suelo y se levantó; las articulaciones de la rodilla le dolieron al hacerlo. Dejó la sala de estar a sus espaldas y cruzó las dobles puertas que daban a la terraza. En esta había una pequeña mesa y dos sillas. Entre las sillas había tirado un albornoz blanco de baño. Bosch se asomó al borde del balcón. Lo primero que observó fue que la barandilla tan solo le llegaba hasta la parte superior de las pantorrillas. Le pareció muy baja, y aunque no sabía lo alto que era Irving, al momento se vio obligado a considerar la posibilidad de una caída accidental. Se preguntó si esa sería la razón por la que estaba aquí. A nadie le gusta contar con un suicidio en la familia. Un tropezón y una caída accidental por culpa de una barandilla baja resultaban mucho más aceptables.

Miró hacia abajo directamente y vio el toldo instalado por el equipo de criminalística. También vio que el cuerpo, cubierto con una manta azul, estaba siendo trasladado a la furgoneta del médico forense.

—Ya sé lo que estás pensando —dijo Solomon a sus espaldas.

—¿Sí? ¿Y en qué estoy pensando?

—Que no se tiró. Que fue un accidente.

Bosch no contestó.

—Pero hay otras cosas a tener en cuenta.

—¿Como cuáles?

—El tipo está desnudo. La cama no está revuelta, y resulta que se registró sin equipaje. Repito: se registró en un hotel de su propia ciudad y sin llevar maleta. Pidió una habitación en el último piso y con terraza. Y entonces sube a la habitación, se quita la ropa, se pone el albornoz que te regalan en esta clase de sitios, y sale a la terraza a contemplar las estrellas o lo que sea. ¿Y entonces se quita el puto albornoz y se cae de morros por la barandilla de manera accidental...?

—Y sin gritar —agregó Glanville—. Nadie recuerda haber oído un grito. Por eso no lo han encontrado hasta esta mañana. Uno no se cae por accidente de un puto balcón sin ponerse a chillar como un loco.

—Siempre es posible que no estuviera consciente —sugirió Bosch—. Quizá no estaba solo aquí arriba. Quizá no fue un accidente.

—Pero, hombre, ¿así que esta es la movida? —dijo Solomon—. El concejal quiere una investigación de asesinato, y por eso te la encargan a ti, para asegurarse de que va a tener su investigación de asesinato.

Bosch le dirigió una mirada indicadora de que se equivocaba al sugerir que Harry estaba cumpliendo órdenes de Irving.

—Mira, no es algo personal —añadió Solomon al punto—. Lo único que estoy diciendo es que aquí no nos hemos encontrado con nada de todo eso. Con nota de suicidio o sin ella, esta escena lleva a una sola conclusión: el hombre se tiró.

Bosch no respondió. Se fijó en la escalera de incendios situada en el otro extremo de la terraza. Llevaba al tejado y también a la terraza situada más abajo, en el sexto piso.

—¿Alguien ha subido al tejado?

—Todavía no —dijo Solomon—. Estamos esperando instrucciones adicionales.

—¿Y qué hay del resto del hotel? ¿Habéis llamado a las puertas de las habitaciones?

—Lo que te acabo de decir: seguimos a la espera de nuevas instrucciones.

Solomon se estaba comportando como un asno, pero Bosch hizo caso omiso.

—¿Cómo habéis confirmado la identificación del cadáver? Los daños faciales son tremendos.

—Pues sí. A este van a enterrarlo con el ataúd cerrado —intervino Glanville—. Eso está más que claro.

—Nos dieron su nombre y la matrícula del coche en recepción —indicó Solomon—. Antes de que subiéramos aquí y encontráramos la billetera en la caja fuerte. Nos dijimos que había que asegurarse, y cuanto antes. Le pedí al coche patrulla que trajera el LM, que aplicamos al dedo pulgar del tipo.

Todas las brigadas del cuerpo de policía contaban con un lector móvil que tomaba las huellas digitales y al instante las cotejaba con la base de datos del Departamento de Vehículos de Motor. El artefacto se empleaba sobre todo en los calabozos de las comisarías para confirmar identificaciones, pues se habían dado muchos incidentes en los que delincuentes con órdenes de busca y captura daban nombres falsos al ser detenidos y conseguían salir en libertad bajo fianza antes de que sus carceleros se enterasen de que tenían bajo custodia a un individuo buscado por la ley. Pero el cuerpo de policía siempre estaba tratando de dar con otras aplicaciones para su material, y el Armario y el Barril habían sido listos al recurrir a la nueva tecnología en este caso.

—Muy bien —dijo Bosch.

Se dio la vuelta y miró el albornoz.

—¿Alguien le ha echado una mirada?

Solomon y Glanvillle se miraron el uno al otro, y Bosch adivinó lo sucedido. Ninguno de los dos lo había hecho, pensando que su compañero ya se había ocupado del asunto.

Solomon fue a inspeccionar el albornoz, y Bosch volvió a entrar en la suite. Al hacerlo reparó en un pequeño objeto situado junto a una de las patas de la mesita emplazada frente al sofá. Se acuclilló para ver de qué se trataba, pero sin tocarlo. Era un pequeño botón negro que casi pasaba desapercibido sobre la alfombra de tonos oscuros.

Bosch recogió el botón para mirarlo de cerca. Adivinó que seguramente procedía de la camisa del muerto. Volvió a dejar el botón allí donde lo había encontrado. Advirtió que uno de los inspectores había entrado desde el balcón y se encontraba a sus espaldas.

—¿Dónde están sus ropas?

—Perfectamente colgadas en los percheros del armario —respondió Glanville—. ¿Y eso de ahí?

—Un botón. Lo más probable es que no sea nada. Pero encargaos de que el fotógrafo suba y le haga una foto antes de que lo recojamos. ¿En el albornoz hay alguna cosa?

—La llave de la habitación y nada más.

Bosch echó a andar por el pasillo. La primera habitación a la derecha era una pequeña salita con una mesa para dos junto a la pared. En la barra situada frente a la mesa había un despliegue de bebidas alcohólicas y tentempiés disponibles para su compra por parte de quien se alojara en la suite. Bosch examinó la papelera en el rincón. Estaba vacía. Abrió la pequeña nevera y vio que estaba llena de otras bebidas: cerveza, champán, refrescos y zumos de frutas. No parecía que hubiesen tocado ninguna.

Harry volvió al pasillo, echó una mirada al cuarto de baño y, finalmente, entró en el dormitorio.

Solomon estaba en lo cierto en lo referente a la cama. El cubrecamas aparecía liso por completo y perfectamente encajado bajo las esquinas del colchón. Nadie se había acostado o sentado en aquella cama desde que la hicieron por última vez. Había un gran armario empotrado, con un espejo en la puerta. Al acercarse, Bosch vio que Glanville estaba observándolo desde el umbral de la habitación.

En el armario, las prendas de Irving —la camisa, los pantalones y la chaqueta— estaban colgadas en las perchas, mientras que la ropa interior, los calcetines y los zapatos se encontraban en un estante lateral, junto a una pequeña caja fuerte entreabierta. En el interior de la caja fuerte había una billetera y un anillo de casado, así como un iPhone y un reloj de pulsera.

La caja fuerte tenía una combinación digital de cuatro cifras. Solomon dijo que la había encontrado cerrada y con la combinación echada. Bosch estaba seguro de que la gerencia del hotel tenía un lector electrónico que servía para abrir las cajas fuertes de las habitaciones. La gente a veces olvida la combinación o se va del hotel sin recordar que ha dejado cosas en la caja fuerte. Ese tipo de lectores va probando con rapidez las diez mil posibles combinaciones hasta dar con la correcta.

—¿Cuál era el número de la combinación?

—¿De la caja fuerte? Pues no lo sé. Igual la chica se lo ha dicho a Jerry.

—¿La chica?

—La subdirectora del hotel, que es quien nos la ha abierto. Se llama Tamara.

Bosch sacó el teléfono móvil de la caja fuerte. Era del mismo modelo que el suyo. Pero cuando trató de acceder a los datos, resultó que estaba protegido con contraseña.

—¿Qué os jugáis a que la combinación de la caja fuerte es igual que la contraseña del móvil?

Glanville no respondió. Bosch devolvió el teléfono al interior de la caja fuerte.

—Lo que nos hace falta es que alguien venga a llevárselo todo en una bolsa.

—¿Lo que nos hace falta?

Bosch sonrió, sin que Glanville pudiera verlo. Separó las perchas y registró los bolsillos de las ropas. Estaban vacíos. Después repasó los botones de la camisa, una camisa azul oscuro con botones negros. Pronto descubrió que al puño derecho le faltaba un botón.

Notó que Glanville se acercaba y miraba por encima de su hombro.

—Creo que el botón que falta es el que está en el suelo —apuntó Bosch.

—Ya. ¿Y qué? —dijo Glanville.

Bosch se volvió y lo miró.

—No lo sé.

Antes de salir del dormitorio, Bosch se fijó en que una de las dos mesitas de noche estaba torcida. Una de sus esquinas estaba algo apartada de la pared, y Bosch supuso que por obra de Irving al desenchufar el reloj.

—¿Qué te parece? ¿Es posible que desenchufara el reloj para escuchar música con el iPhone? —preguntó sin girarse hacia Glanville.

—Podría ser, aunque hay otro enchufe debajo del televisor. Quizá no lo vio.

—Quizá.

Bosch regresó a la sala de estar de la suite, seguido por Glanville. Chu hablaba por el teléfono móvil, y Harry le hizo una seña indicándole que lo dejara. Chu puso la mano sobre el móvil y explicó:

—Me están contando algo interesante.

—Bueno, pues que te lo cuenten luego —zanjó Bosch—. Tenemos cosas que hacer.

Chu colgó el móvil. Los cuatro inspectores se encontraban en el centro de la estancia.

—Bueno, voy a explicaros lo que vamos a hacer —comenzó Bosch—. Llamaremos a todas las puertas del edificio y preguntaremos a la gente qué es lo que han visto u oído. Vamos a cubrirlo tod...

—Por Dios... Vaya una forma de perder el tiempo —repuso Solomon, apartándose de los demás y mirando por una de las ventanas.

—No podemos dejar nada por revisar —dijo Bosch—. Si lo miramos absolutamente todo, si al final establecemos que ha sido un suicidio, nadie podrá echarnos nada en cara. Así que ya podéis dividiros los pisos y empezar a llamar a las puertas.

—Los huéspedes de por aquí son todos animales de la noche —observó Glanville—. Así que aún estarán durmiendo.

—Pues mejor. Así podremos hablar con ellos antes de que salgan del hotel.

—Ya. Así que nos ha tocado la china de despertar a todo cristo —se quejó Solomon—. ¿Y tú qué vas a hacer, si es que vas a hacer algo?

—Yo voy a bajar a hablar con el director. Quiero una copia del registro y la combinación empleada para cerrar la caja fuerte. También quiero saber si en las cámaras de seguridad hay algo, y luego voy a mirar el coche de Irving en el garaje. Nunca se sabe. Es posible que dejase una nota en el coche. Y eso vosotros no lo habéis mirado.

—Íbamos a mirarlo en cuanto pudiéramos —respondió Glanville a la defensiva.

—Bueno, pues ya me ocupo yo —dijo Bosch.

—¿Y para qué quieres la combinación de la caja fuerte, Harry? —preguntó Chu.

—Para asegurarnos de que Irving fue quien la cerró.

Chu lo miró con la expresión confusa. Bosch decidió explicárselo más tarde.

—Chu, también quiero que subas por esa escalera de incendios de fuera y eches una mirada al tejado. Haz eso primero, antes de ponerte a llamar a las puertas.

—Ahora mismo voy.

—Gracias.

Era un alivio que no le respondiesen con una queja. Bosch se giró hacia el Armario y el Barril.

—Y ahora viene la parte que no os va a gustar nada.

—¿En serio? —refunfuñó Solomon—. No me digas.

Bosch se acercó a las puertas de la terraza e indicó a los dos inspectores que se acercaran. Los hombres salieron, y Harry entonces señaló con el dedo las edificaciones situadas en la ladera de enfrente. Por mucho que se encontraran en el séptimo piso, estaban al mismo nivel que muchas de las viviendas con ventanas que daban al Chateau.

—Quiero que preguntéis en todas esas casas —explicó—. Si hay hombres disponibles, que os envíen coches patrulla. Pero quiero que llaméis a las puertas de todas las casas. Es posible que alguien haya visto algo.

—¿No te parece que ya nos habríamos enterado? —objetó Glanville—. Si alguien ve que alguien se tira por un balcón, lo normal es que llame a la policía.

Bosch miró un segundo a Glanville y volvió a fijar los ojos en las casas de enfrente.

—Es posible que vieran algo antes de la caída. Es posible que vieran a nuestro hombre a solas en este lugar. Es posible que no estuviera a solas. Y es posible que vieran cómo lo tiraban, pero que tengan demasiado miedo para involucrarse en el asunto. Son demasiados cabos sueltos, Armario. Así que alguien tiene que hacerlo.

—Yo soy el Barril. El Armario es él.

—Lo siento. No sé ver la diferencia.

El desdén en la voz de Bosch era inconfundible.

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