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La Navidad se presentaba una vez al mes en la Unidad de Casos Abiertos/No Resueltos. Tenía lugar cada vez que la teniente se paseaba por la sala de inspectores como si fuera Papá Noel, distribuyendo los resultados como si se tratase de regalos a los seis equipos de inspectores que integraban la unidad. Los resultados «en frío» eran el elemento vital de esta unidad. Los equipos asignados a la Unidad de Casos Abiertos/No Resueltos no esperaban que les asignaran casos recientes. Lo suyo eran los resultados en frío.

Esta unidad investigaba los asesinatos sin aclarar que habían tenido lugar en Los Ángeles a lo largo de los últimos cincuenta años. La formaban doce inspectores, un secretario, un jefe de la sala de inspectores —conocido como «el Látigo»— y la teniente. Y había diez mil casos por investigar. Los primeros cinco equipos de inspectores se habían repartido los cincuenta años, escogiendo cada uno diez años al azar. Su labor consistía en revisar en los archivos todos los casos de homicidio no resueltos sucedidos en los años de su incumbencia, evaluarlos y entregar las antiguas muestras e indicios olvidados para su nuevo análisis utilizando tecnología actual. Todas las muestras de ADN iban a parar al nuevo laboratorio regional de la Universidad Estatal de California. Cuando el ADN de un viejo caso coincidía con el de un individuo cuyo perfil genético constaba en alguna de las bases de datos genéticos del país, la correspondencia recibía el nombre de resultado en frío. El laboratorio enviaba los resultados en frío por correo ordinario al final de cada mes. Un día o dos después, llegaban al edificio administrativo de la policía, en el centro de Los Ángeles. Hacia las ocho de esa mañana, la teniente acostumbraba a salir por la puerta de su despacho y entraba en la sala de inspectores. Con los sobres en la mano. Cada uno de los resultados en frío se había franqueado individualmente en un sobre color manila. Por lo general, la teniente entregaba los sobres a los mismos inspectores que habían entregado las muestras de ADN al laboratorio. Pero a veces había demasiados resultados en frío para que un solo equipo pudiera encargarse de ellos. También era posible que algunos inspectores estuvieran en los juzgados, de vacaciones o de baja médica. Y los resultados fríos en ocasiones revelaban unas circunstancias que exigían la máxima capacidad y experiencia. Ahí era donde entraba en juego el sexto equipo. Los inspectores Harry Bosch y David Chu eran quienes formaban el sexto equipo. Eran los comodines. Se ocupaban de los casos que los demás equipos no podían asumir, así como de las investigaciones especiales.

La mañana del lunes 3 de octubre, la teniente Gail Duvall salió de su despacho y se adentró en la sala de inspectores solo con tres sobres color manila en la mano. Harry Bosch tuvo que reprimir un suspiro al ver tan magra correspondencia a las entregas de ADN hechas por la unidad. Se dijo que, con tan pocos sobres, no iban a asignarle ningún caso en el que trabajar.

Bosch llevaba casi un año encuadrado otra vez en la unidad, después de haberse pasado otros dos reasignado a la Brigada Especial de Homicidios. Pero tras ponerse a trabajar de nuevo en la Unidad de Casos Abiertos/No Resueltos, Harry pronto se había acostumbrado al ritmo de la unidad. El suyo no era un grupo de los de intervención inmediata. Ellos no eran de los que tenían que salir corriendo por la puerta para dirigirse a la escena de un crimen. De hecho, no trabajaban en las escenas de los crímenes. Tan solo trabajaban con las carpetas y las cajas de cartón de los archivos. El suyo era, más que nada, un empleo prototípico de oficina, de las ocho de la mañana a las cuatro de la tarde... Con una salvedad, la de que en su unidad se hacían más viajes que en las demás brigadas de inspectores. Los individuos que se habían ido de rositas después de un asesinato —o eso pensaban— no acostumbraban a quedarse por la zona. Se iban a vivir a otros lugares, y a menudo los inspectores de Casos Abiertos/No Resueltos tenían que viajar para escoltarlos de regreso a California.

El ciclo mensual de espera a la llegada de los sobres color manila formaba parte integral del ritmo de trabajo. Bosch a veces tenía dificultades para dormir las noches previas a la Navidad. Nunca se tomaba libre una primera semana de mes y nunca se presentaba tarde al trabajo cuando la llegada de los sobres color manila estaba al caer. Su propia hija adolescente había reparado en este ciclo mensual de anticipación y agitación, que comparaba con el ciclo menstrual. Bosch no le veía la gracia al asunto y se sentía un poco avergonzado cada vez que su hija sacaba el tema a colación.

En aquel momento, la decepción al ver tan escaso número de sobres en la mano de la teniente era algo palpable en su garganta. Bosch quería un nuevo caso. Necesitaba un nuevo caso. Necesitaba ver la expresión en el rostro del asesino cuando llamara a la puerta y le mostrara la insignia, la encarnación de la inesperada justicia que se cernía sobre él después de tantos años. Aquello resultaba adictivo, y Bosch ansiaba disfrutarlo.

La teniente entregó el primero de los sobres a Rick Jackson. Jackson y su compañero, Rich Bengtson, eran unos investigadores competentes que llevaban en la unidad desde los inicios de esta. Bosch no tenía razón para quejarse. El siguiente sobre fue a parar al escritorio vacío de Teddy Baker. Dicha inspectora y su compañero, Greg Kehoe, volvían en ese momento de recoger a cierto sujeto en Tampa, un piloto de aviación a quien las huellas dactilares incriminaban como responsable del estrangulamiento en 1991 de una azafata de vuelo en Marina del Rey.

Bosch estaba a punto de sugerirle a la teniente que Baker y Kehoe seguramente estaban muy ocupados con el caso de Marina del Rey y que lo mejor sería entregar el sobre a otro equipo —al suyo, por ejemplo—, pero la teniente en ese momento lo miró y, haciéndole un gesto con el sobre, le invitó a pasar a su despacho.

—¿Pueden entrar los dos un momento? Y usted también, Tim.

Tim Marcia era el Látigo del grupo, el inspector número tres, principalmente encargado de las labores complementarias y de supervisión en la unidad. Marcia era quien hacía de mentor de los inspectores jóvenes y se aseguraba de que los veteranos no se dejaran llevar por la pereza. Dado que Jackson y Bosch eran los dos únicos investigadores veteranos, Marcia apenas tenía que preocuparse. Tanto Jackson como Bosch formaban parte de la unidad porque siempre lo daban todo a la hora de resolver un caso.

Bosch se levantó de la silla antes de que la teniente hubiera terminado de formular la pregunta. Echó a andar hacia el despacho de la teniente, seguido por Chu y Marcia.

—Cierre la puerta —dijo la teniente—. Siéntense.

El despacho de Duvall estaba en una esquina, y sus ventanas daban a Spring Street y el edificio de Los Angeles Times. Paranoica ante la posibilidad de que los periodistas estuvieran observándola desde la redacción enclavada al otro lado de la calle, Duvall mantenía las persianas bajadas de forma permanente. De modo que el despacho estaba a media luz y llevaba a pensar en una cueva. Bosch y Chu se sentaron en las sillas situadas ante el escritorio de la teniente. Marcia entró tras ellos y, después de cerrar la puerta, fue hacia el lado del escritorio de Duvall y apoyó la espalda en una vieja caja fuerte empleada para guardar muestras y pruebas encontradas en el terreno.

—Quiero que ustedes dos se encarguen de este último resultado —dijo mientras le pasaba el sobre color manila a Bosch—. Aquí hay algo muy raro, y quiero que no digan ni una palabra sobre el asunto hasta que descubran de qué se trata. Mantengan informado a Tim, pero sin levantar la liebre.

El sobre ya estaba abierto. Chu acercó el rostro para mirar mientras Harry levantaba la solapa y sacaba la hoja con el resultado. En ella constaba el número del caso para el que había sido entregada la muestra de ADN, así como el nombre, la edad, la última dirección conocida y la ficha delictiva de la persona cuyo perfil genético se correspondía con dicha muestra. Bosch de inmediato se fijó en que el número del caso tenía el prefijo 89, lo que significaba que se trataba de un caso sucedido en 1989. No había detalles sobre el crimen; tan solo se indicaba el año. Pero Bosch sabía que los casos de 1989 eran prerrogativa del equipo formado por Ross Shuler y Adriana Dolan. Lo sabía porque en 1989 había estado muy ocupado investigando asesinatos en la Brigada Especial de Homicidios y porque recientemente había estado reexaminando uno de sus propios casos no resueltos y se había enterado de que los casos de ese año eran cosa de Shuler y Dolan. En la unidad eran conocidos como «los chavales». Eran unos investigadores jóvenes, con mucho empuje y capacidad, pero entre los dos tenían menos de ocho años de experiencia en la investigación de homicidios. Si en ese asunto había algo raro, no era de extrañar que la teniente quisiese que Bosch se ocupara del mismo. Bosch había investigado más asesinatos que todos los demás miembros del grupo juntos. Si uno se olvidaba de Jackson, claro. Jackson llevaba en activo desde la noche de los tiempos.

Bosch se fijó en el nombre que aparecía en el papel. Clayton S. Pell. Un nombre que no le decía nada. Pero en la ficha de Pell constaban numerosas detenciones, así como tres condenas sucesivas por exhibicionismo, detención ilegal y violación. Estuvo encarcelado durante seis años por dicha violación, y hacía dieciocho meses que había salido libre. En aquel momento estaba sentenciado a cuatro años de libertad condicional, y su última dirección conocida era la facilitada por la junta estatal para la concesión de la libertad condicional. Pell residía en un centro de acogida para condenados por delitos sexuales situado en Panorama City.

En vista de la ficha de Pell, Bosch supuso que el caso de 1989 seguramente era un asesinato de tipo sexual. Empezó a sentir un nudo en las entrañas y se dijo que iba a salir a la calle, detener a Clayton Pell y hacerlo comparecer ante la justicia.

—¿Lo ve? —preguntó Duvall.

—¿El qué? —preguntó Bosch—. ¿Estamos hablando de un asesinato de tipo sexual? Este pájaro es el clásico depredad...

—La fecha de nacimiento —indicó Duvall.

Bosch volvió a poner la mirada sobre el documento, mientras Chu hacía otro tanto.

—Sí, aquí está —dijo Bosch—. Nueve de noviembre de 1981. Pero ¿y eso qué...?

—Es demasiado joven —afirmó Chu.

Bosch lo miró un instante y volvió a fijar la vista en el papel. De pronto cayó en la cuenta. Nacido en 1981, Clayton Pell tan solo tenía ocho años de edad cuando se cometió el asesinato de aquel informe.

—Exacto —dijo Duvall—. Así que quiero que echen mano al expediente y la caja de pruebas que tienen Shuler y Dolan y, sin hacer ruido, averigüen qué significa todo esto. Dios no quiera que hayan estado mezclando muestras de dos casos distintos.

Bosch comprendió que si Shuler y Dolan habían enviado sin querer al laboratorio muestras genéticas correspondientes al antiguo caso pero etiquetadas en referencia a otro caso más reciente, sería completamente imposible proseguir con la investigación de ambos casos y llevarlos a juicio.

—Como estaba a punto de decir —continuó Duvall—, el sujeto mencionado en el resultado es un claro depredador sexual, pero no creo que con ocho años fuera capaz de cometer un asesinato y salirse de rositas. Aquí hay algo que no encaja. Descubran de qué se trata y explíquenmelo antes de hacer nada. Si Shuler y Dolan han metido la pata y aún estamos a tiempo de remediar lo sucedido, no será necesario informar a asuntos internos. La cosa no tendrá por qué salir de aquí.

Duvall daba la impresión de estar decidida a proteger a Shuler y a Dolan del Departamento de Asuntos Internos, pero también estaba determinada a protegerse a sí misma, cosa que a Bosch no se le escapaba. Los ascensos en el cuerpo de policía se habrían acabado para una teniente cuyos efectivos hubieran cometido un error tan escandaloso en el manejo de unas pruebas.

—¿Qué otros años tienen asignados Shuler y Dolan? —preguntó Bosch.

—Los más recientes son el 97 y el 2000 —respondió Marcia—. Si se trata de un error, es posible que tenga que ver con uno de sus casos correspondientes a esos otros años.

Bosch asintió. Se imaginaba lo que podía pasar. El descuido en el manejo de muestras genéticas de un caso y su errónea atribución a otro caso provocaría que los dos casos se convirtiesen en irresolubles por completo. Y el escándalo mancharía a todos aquellos que tuvieran la más mínima relación con lo sucedido.

—¿Y qué les decimos a Shuler y a Dolan? —preguntó Chu—. ¿Qué razón vamos a darles a la hora de asumir un caso que es suyo?

Duvall miró a Marcia en busca de una respuesta.

—Tienen que comparacer en un juicio —sugirió Marcia—. Y la selección del jurado empieza este mismo jueves.

Duvall movió la cabeza.

—¿Y si insisten en que quieren seguir llevando el caso? —preguntó Chu—. ¿Y si aseguran que pueden llevarlo sin problemas?

—Les dejaré las cosas claras —dijo Duvall—. ¿Alguna cosa más, inspectores?

Bosch fijó la mirada en ella.

—Vamos a investigar este caso, teniente, y veremos qué es lo que ha pasado. Pero yo no soy de los que investigan a otros policías.

—Me parece muy bien. No es lo que le estoy pidiendo. Lo que quiero es que investiguen el caso y me expliquen cómo es que la muestra de ADN resulta ser la de un chaval de ocho años, ¿entendido?

Bosch asintió y empezó a levantarse de la silla.

—Eso sí, no lo olviden —agregó Duvall—. Lo primero que tienen que hacer es hablar conmigo antes de dar cualquier paso.

—Mensaje captado —repuso Bosch.

Ya iban a salir del despacho cuando la teniente dijo:

—Harry. Quiero hablar con usted un momento.

Bosch miró a Chu y enarcó las cejas. No terminaba de entender. La teniente rodeó el escritorio y cerró la puerta después de que Chu y Marcia hubieron salido. De pie como estaba, explicó en tono formal:

—Simplemente quiero decirle que ha llegado respuesta a su solicitud de una extensión del programa DROP. Le han dado cuatro años, retroactivamente.

Bosch se la quedó mirando e hizo un cálculo mental. Asintió. Había pedido el máximo —cinco años, de forma no retroactiva—, pero estaba dispuesto a aceptar lo que le ofrecieran. No se trataba de ninguna bicoca, pero era mejor que nada.

—Bueno... me alegro —dijo Duvall—. Eso significa que va a seguir con nosotros treinta y nueve meses más.

Su voz dejaba entrever que parecía haber detectado cierta decepción en la expresión de Bosch.

—Bien —repuso él al punto—. Me alegro. Tan solo estaba pensando en las explicaciones que voy a tener que darle a mi hija. Pero está bien. Estoy contento.

—Estupendo, entonces.

Era su forma de indicar que la reunión había concluido. Bosch le dio las gracias y salió del despacho. De vuelta en la sala de inspectores, miró la vasta extensión de escritorios, tabiques divisorios y archivadores. Tenía claro que ese era su hogar y que iba a seguir en él... por el momento.

Cuesta abajo

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