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Aquella tarde el personal al completo de Michael Haller y Asociados se reunió en la sala de estar del piso de Lorna Taylor en West Hollywood. Estaban presentes Lorna, por supuesto, mi investigador, Cisco Wojciechowski —por algo aquel también era su piso— y la pasante del bufete, Jennifer Aronson. Me daba cuenta de que Aronson se sentía incómoda en aquel entorno que, la verdad, no resultaba muy profesional. El año anterior había alquilado un despacho temporal, mientras estaba metido en el caso Jason Jessup, y la cosa había ido bien. Tenía claro que sería mejor llevar el caso Trammel desde un despacho de verdad, y no desde la sala de estar de dos de mis empleados. El problema era que eso supondría otro gasto que soportar hasta que consiguiera vender los derechos cinematográficos y literarios del caso —si es que conseguía venderlos—. Aquello me había echado para atrás a la hora de tomar una decisión, pero la incomodidad de Aronson tomó la decisión por mí.

—Muy bien, empecemos —dije después de que Lorna nos sirviera a todos refrescos y té helado—. Entiendo que esta no es la forma más profesional de llevar un bufete de abogados, por lo que vamos a buscar algún despacho tan pronto como podamos. Entretanto...

—¿Lo dices en serio? —apuntó Lorna, claramente sorprendida por esta información.

—Sí. Digamos que acabo de decidirlo.

—Pues qué bien. Me alegra ver lo mucho que te gusta mi piso.

—No es eso, Lorna. Pero últimamente he estado pensando que después de haber contratado a Bullocks, aquí presente, se diría que ahora sí somos un verdadero bufete de abogados, y quizá nos iría bien tener una dirección permanente. Ya me entiendes, para que los clientes acudan a nosotros en lugar de que nosotros tengamos que ir buscándolos por ahí.

—Por mí, perfecto. Siempre que no tenga que abrir el negocio antes de las diez y pueda seguir llevando mis zapatillas de andar por casa. Digamos que me he acostumbrado a ello.

Me di cuenta de que se sentía insultada. Habíamos estado casados una breve temporada en el pasado, y reconocía las señales. Pero me ocuparía de eso más adelante. Ahora lo primordial era centrarse en la defensa de Lisa Trammel.

—En fin, hablemos de Lisa Trammel. He hablado por primera vez con la fiscal después de la comparecencia de esta mañana, y no ha ido demasiado bien. Ya me las he visto otras veces con Andrea Freeman, y está claro que es un hueso duro de roer. Si hay algo que se pueda objetar, Freeman está ahí para objetarlo. Si tiene pruebas de algún tipo, las mantendrá en secreto hasta que el juez le ordene exhibirlas. En cierto modo siento admiración por ella, pero no cuando coincidimos en el mismo caso. En pocas palabras, conseguir que se avenga a mostrarnos las pruebas será como arrancarse una muela.

—Pero, bueno, ¿al final habrá juicio? —preguntó Lorna.

—Tenemos que asumirlo —respondí—. Durante mi breve conversación con nuestra cliente ha dejado claro que quiere hacer frente al asunto. Dice que ella no lo hizo. Lo que por el momento significa que nada de acordar una aceptación de culpabilidad. Tenemos que prepararnos para un juicio, pero seguir abiertos a otras posibilidades.

—Un momento —dijo Aronson—. Anoche me enviaste un correo electrónico diciéndome que querías que mirase ese vídeo del interrogatorio que te han dado. Es un auténtico hallazgo. ¿No te lo dio la fiscalía?

Aronson tenía veinticinco años, era de complexión pequeña y llevaba el cabello corto y cuidadosamente despeinado a la última moda. Lucía unas gafas de estilo retro que encubrían parcialmente sus ojos verde brillante. Había estudiado en una facultad de derecho un tanto desdeñada por los bufetes más finolis del centro de la ciudad, pero cuando la entrevisté me di cuenta de que la movía una poderosa motivación negativa. Quería demostrarles a aquellos capullos finolis que estaban muy equivocados. Por tanto, la contraté en el acto.

—El disco con el vídeo me lo dio el inspector que lleva el caso, y la fiscal está que trina al respecto. Así que no esperemos que nos den algo más. Si queremos algo, tendremos que hablar con el juez o conseguirlo por nuestra cuenta. Lo que nos lleva a Cisco. Cuéntanos qué has encontrado, compañero.

Todas las miradas se fijaron en mi investigador, sentado en una silla giratoria tapizada en cuero junto a la chimenea repleta de macetas con plantas. Ese día se había vestido para la ocasión, lo que en su caso no suponía más que una camiseta de manga larga. Aun así, la prenda no terminaba de esconder los tatuajes ni el relieve de la pistola. Sus bíceps prominentes le hacían parecer más un portero de garito de striptease que un experimentado investigador de lo más sutil.

Me había costado mucho tiempo aceptar que Lorna me había sustituido por aquel entrecot gigante. Pero al final me las había arreglado, y el hecho era que no conocía a un investigador mejor para un abogado. De joven, en su época de motorista con los Road Saints, la policía había tratado un par de veces de colgarle el muerto de traficar con drogas, lo que le había llevado a desconfiar de ellos para siempre. Porque es sabido que la mayoría de gente otorga el beneficio de la duda a la policía, pero Cisco no lo hacía, por eso era tan bueno en su trabajo.

—Bien. Voy a abordar dos cuestiones —indicó—: la escena del crimen y la casa de nuestra cliente, que la policía estuvo registrando ayer durante varias horas. Primero, la escena del crimen.

Sin consultar nota alguna, procedió a detallar todo cuanto había averiguado en la sede del WestLand National. Mitchell Bondurant se había visto sorprendido por su agresor cuando salía del coche para entrar a trabajar. Su agresor le golpeó en la cabeza con un objeto desconocido, dos veces por lo menos. Todo parecía indicar que le había sorprendido por la espalda. En las manos o brazos de Bondurant no había lesiones defensivas, lo cual indicaba que le habían abatido de forma casi inmediata. Junto a su cuerpo tendido en el suelo, a un lado del neumático posterior del coche, había aparecido un vaso de café derramado de la cadena Joe’s Joe, así como su maletín, que estaba abierto.

—¿Y qué pasa con esos disparos que alguien dijo haber oído? —pregunté.

Cisco se encogió de hombros.

—Yo creo que simplemente oyeron el petardeo de algún coche.

—¿Dos petardeos?

—O uno y su eco. En todo caso, no hay indicios de disparos.

Cisco prosiguió con su explicación. Aún no se conocían los resultados de la autopsia, pero Cisco estaba casi seguro de que la causa de la muerte iba a ser un traumatismo producido con un objeto contundente. Por el momento, la hora de la muerte estaba establecida entre las 8.30 y las 8.50 de la mañana. En el bolsillo de Bondurant había aparecido un recibo del establecimiento de la cadena Joe’s Joe situado a cuatro manzanas de distancia. En el recibo constaba una hora precisa, las 8.21 de la mañana, y los investigadores creían que el trayecto desde la cafetería hasta su plaza en el aparcamiento del banco tendría que haberle llevado un mínimo de nueve minutos. Un empleado de la entidad había encontrado el cadáver y había llamado al 911, el teléfono de emergencias; la llamada estaba registrada a las 8.52.

De manera que la muerte había tenido lugar dentro de un lapso aproximado de veinte minutos. No era mucho tiempo, pero suponía una eternidad cuando se pretendía documentar los movimientos de una acusada con el fin de establecer una coartada.

La policía hizo preguntas a todos aquellos que aparcaban sus coches en la misma planta del aparcamiento, y también a los empleados que trabajaban en el mismo departamento del banco que Bondurant. El nombre de Lisa Trammel no tardó en sonar de forma repetida durante esas entrevistas. Al parecer, Bondurant había declarado sentirse amenazado por aquella mujer. En su departamento había un archivo con las amenazas recibidas y su evaluación, y Trammel encabezaba la lista. Como todo el mundo sabía, en su momento había recibido una orden de alejamiento que le prohibía acercarse a las dependencias del banco.

La policía dio con el filón que andaba buscando cuando una empleada de la entidad dijo haber visto a Lisa Trammel alejarse a pie del banco por Ventura Boulevard pocos minutos después del asesinato.

—¿Quién es esa testigo? —pregunté, centrándome en lo que más nos perjudicaba de todo lo que había contado.

—Se llama Margo Schafer. Es una cajera del banco. Según mis fuentes, Schafer nunca llegó a tratar con Trammel en persona porque trabaja en el mostrador cara al público, y no en la división de préstamos. Pero después de que le fuera impuesta la orden de alejamiento, la foto de Trammel circuló entre los empleados y les dijeron a todos que tuvieran cuidado con ella y que informasen de su presencia si la veían por los alrededores. Y Schafer la reconoció.

—¿Entró a las dependencias del banco?

—No, estaba en la acera, a media manzana de distancia. Según dice Schafer, andaba por Ventura Boulevard en dirección este, alejándose del banco.

—¿Sabemos algo de esa tal Margo Schafer?

—Por el momento no, pero lo averiguaremos. Estoy en ello.

Asentí con la cabeza. Normalmente Cisco no necesitaba que le dijera lo que debía investigar. Pasó a la segunda parte cuestión, la referente al registro de la casa de Lisa Trammel. Esta vez echó mano a un documento que sacó de una carpeta.

—Lisa Trammel accedió voluntariamente —siempre según la policía— a acompañar a los inspectores a la comisaría de Van Nuys unas dos horas después del asesinato. Aseguran que no fue detenida hasta después del interrogatorio en comisaría. Valiéndose de las declaraciones conseguidas durante el interrogatorio y del testimonio ofrecido por Margo Schafer, los inspectores consiguieron una orden de registro de la casa de Trammel. Estuvieron unas seis horas en el interior, buscando pruebas de todo tipo, entre ellas la posible arma homicida, así como documentación física y digital de un plan para matar a Bondurant.

Las órdenes de registro incluyen un lapso temporal en el que ha de tener lugar ese registro. Una vez agotado, la policía está obligada a entregar con prontitud al tribunal un documento llamado «resultado de registro», que enumera de forma precisa todo cuanto ha sido decomisado. El juez a continuación tiene la responsabilidad de revisar dichas incautaciones para asegurarse de que la policía se ha mantenido dentro de los parámetros estipulados por la orden. Cisco explicó que los inspectores Kurlen y Longstreth habían presentado el listado esa mañana, y que él había conseguido una copia por medio de la secretaría del juzgado, lo cual, dado que la policía y la fiscalía se negaban a compartir información con la defensa, resultaba clave. Andrea Freeman se había negado en redondo. Pero la petición y el resultado de la orden eran documentos públicos. Freeman no podía impedir que accediera a ellos. Y esos documentos me permitirían hacerme una idea clara de cómo estaba preparando el caso la fiscalía.

—Cuéntanos lo principal —dije—. Pero después quiero una copia de todo el asunto.

—Aquí tienes tu copia —dijo Cisco—. En lo referente a...

—¿Me puedes pasar otra copia a mí también, por favor? —pidió Aronson.

Cisco me miró para que le diera permiso. La situación era incómoda. De algún modo me estaba preguntando si Aronson era realmente una integrante del equipo y no una simple pasante a la que había sacado de una facultad de derecho de medio pelo para que manejara a los clientes.

—Naturalmente —dije.

—De acuerdo —convino Cisco—. Bueno, vamos con lo principal. En cuanto al arma homicida, parece que los inspectores fueron al garaje de Trammel y decomisaron todas y cada una de las herramientas de mano que encontraron en la banqueta de trabajo.

—De forma que no saben cuál fue el arma homicida —observé.

—La autopsia aún no ha terminado —dijo Cisco—. Van a tener que examinar comparativamente las lesiones. Va a llevarles un tiempo, pero tengo mis fuentes en la oficina del forense. En cuanto sepan algo, yo también lo sabré.

—Muy bien. ¿Qué más?

—Se llevaron el ordenador portátil de Trammel, un MacBook Pro de hace tres años, y un montón de documentos de todo tipo relacionados con la ejecución hipotecaria de su casa de Melba. Y aquí es donde el juez puede cabrearse con ellos. Los inspectores no mencionan los documentos de forma específica, seguramente porque había demasiados. Solo mencionan tres carpetas, marcadas con los nombres FLAG, EJECUCIÓN UNO y EJECUCIÓN DOS.

Deduje que todos los documentos de ese tipo que Lisa pudiera tener en casa eran los que yo le había proporcionado. Tanto la carpeta FLAG como el ordenador podían contener los nombres de los miembros del grupo formado por Lisa, lo cual indicaba que posiblemente la policía estuviera buscando a cómplices.

—Muy bien. ¿Qué más?

—Se llevaron su teléfono móvil, un par de zapatos que tenía en el garaje, y lo mejor de todo: también se llevaron un pequeño diario. No lo describen con más detalle ni dicen lo que había en sus páginas, pero estoy seguro de que si hay diatribas contra el banco o contra la víctima en particular, tendremos un problema.

—Le preguntaré por ese diario cuando vaya a verla mañana —dije—. Pero un momento. El teléfono móvil. ¿En la petición de la orden de registro se especifica de forma explícita que querían su teléfono? ¿Acaso están sugiriendo que se trata de una conspiración, que Lisa contó con la ayuda de otros para cargarse a Bondurant?

—No, la petición no dice nada de cómplices. Seguramente los inspectores solo querían cubrir todas las posibilidades.

Asentí con la cabeza. Resultaba de gran ayuda conocer los movimientos que los investigadores estaban haciendo para enchironar a mi cliente.

—Lo más probable es que hicieran una segunda petición de registro para que el operador telefónico de turno les proporcionase el listado de llamadas de Trammel.

—Lo comprobaré —dijo Cisco.

—Muy bien. ¿Algo más sobre este tema?

—Los zapatos. El listado incluye un par de zapatos incautados en el garaje de la casa. No dice por qué, solo que son unos zapatos de jardinería. Zapatos de mujer.

—¿No se llevaron ningunos otros zapatos?

—No que consten. Solo ese par.

—No te han dicho nada sobre huellas de zapatos en el lugar del crimen, ¿verdad?

—No, de eso no me han dicho nada.

—Entendido.

Estaba seguro de que la razón de la incautación de los zapatos no tardaría en ver la luz. Cuando la policía tiene una orden de registro, trata de hacerse con todo aquello que el juez le permite. Es mejor decomisar cuantas más cosas mejor que olvidarse de algo, lo que a veces implica decomisar objetos que en último término nada tienen que ver con el caso.

—Por cierto —dijo Cisco—, si tienes un rato para repasarla, la solicitud al juez resulta interesante si pasas por alto los errores de ortografía y gramática. La petición se basa principalmente en el interrogatorio que le hicieron a Lisa, pero eso ya lo hemos visto en el disco que te dio Kurlen.

—Sí, lo que ella describe como unas declaraciones, y que los inspectores por su parte se ocuparon de exagerar.

Me levanté y empecé a pasearme por el centro de la estancia. Lorna se levantó también y cogió la orden de registro de manos de Cisco para hacer una copia. Entró en una pequeña habitación adyacente, en la que tenía su despacho y donde había una fotocopiadora.

Esperé a que volviera y entregara una copia de los documentos a Aronson antes de continuar:

—Muy bien. Esto es lo que vamos a hacer. Lo primero es conseguir una oficina de verdad. Un lugar próximo al juzgado de Van Nuys en el que podamos establecer nuestro cuartel general.

—¿Quieres que me ocupe del asunto, Mick? —preguntó Lorna.

—Sí, Lorna.

—Me aseguraré de que tenga aparcamiento y se pueda comer bien cerca.

—No estaría mal que pudiéramos ir andando al juzgado.

—Hecho. ¿Un contrato a corto plazo?

Me paré un momento a pensar. Me gustaba trabajar desde el asiento trasero del Lincoln. Me daba una libertad que favorecía mis procesos mentales.

—La alquilaremos durante un año. Y luego ya veremos.

Miré a Aronson. Estaba tomando notas en un cuaderno, con la cabeza gacha.

—Bullocks, necesito que te ocupes personalmente de nuestros demás clientes y respondas con las fórmulas acostumbradas a quienes nos llamen por primera vez. La radio va a seguir emitiendo nuestros anuncios durante todo el mes, así que no creo que el ritmo afloje. También voy a necesitar que me ayudes con lo de Trammel.

Levantó la mirada, y los ojos se le iluminaron ante la perspectiva de trabajar en un caso de asesinato menos de un año después de haber ingresado en el colegio de abogados.

—No te hagas demasiadas ilusiones —dije—. No estoy diciendo que vayas a llevar el caso conmigo. Más bien te ocuparás de gran parte del trabajo sucio. ¿Qué tal se te dio lo de los indicios racionales de criminalidad en esa facultad tuya de tres al cuarto?

—Fui la mejor de la clase.

—Lo suponía. Pues bien, ¿ves ese documento que tienes en la mano? Quiero que mires esa orden de registro con lupa, que la desmenuces y la hagas trizas. Hay que buscar omisiones, tergiversaciones, cualquier cosa que podamos usar para solicitar una moción de supresión. Lo que quiero es que el juez rechace la presentación de todo cuanto la policía encontró en casa de Lisa Trammel.

Aronson tragó saliva de forma visible. Acababa de hacerle una petición muy complicada. Iba más allá del simple trabajo sucio, pues el encargo probablemente requeriría mucha dedicación y no serviría de mucho. Era raro que un juez desestimara un conjunto de pruebas en bloque. Simplemente, estaba cubriendo todos los frentes y utilizando a Aronson en uno de ellos. Era lo bastante lista para darse cuenta y esa era una de las razones por las que la había contratado.

—Acuérdate de que estás trabajando en un caso de asesinato —le dije—. ¿Cuántos de tus compañeros de clase pueden decir lo mismo?

—Seguramente, ninguno.

—Más claro, agua. Y por eso quiero que luego revises el disco del interrogatorio que la policía hizo a Lisa y hagas lo mismo. Busca cualquier paso en falso por parte de los inspectores, cualquier cosa que podamos usar para que la grabación también sea desestimada. Creo que la sentencia del Tribunal Supremo del año pasado puede sernos de ayuda en este sentido. ¿Estás familiarizada con esa sentencia?

—Eh... Este es mi primer caso por lo penal.

—Pues entonces familiarízate con ella. Kurlen hizo todo lo posible para que pareciese que Trammel acudió al interrogatorio de forma voluntaria. Pero si conseguimos dejar claro que la tenía bajo su control en ese momento, con o sin esposas, podremos alegar que Lisa estuvo detenida desde el principio. Si lo logramos, todo cuanto ella dijera antes de que la informaran de sus derechos quedará invalidado de forma automática.

—Entendido.

Aronson seguía tomando notas con la cabeza gacha.

—¿Has entendido todas tus tareas?

—Sí.

—Bien, pues adelante con ello, pero no te olvides de los demás clientes. Son los que nos dan de comer. Por ahora.

Me giré hacia Lorna.

—Y, Lorna, ahora que me acuerdo, necesito que te pongas en contacto con Joel Gotler y hagas que empiece a mover toda esta historia. El asunto puede escapársenos de las manos si negociamos un acuerdo de culpabilidad, por lo que es mejor que tratemos de cerrar un trato con él ahora mismo. Dile que estamos dispuestos a renunciar a gran parte del porcentaje final si nos adelantan una pasta más o menos importante. Necesitamos fondos para llevar la defensa.

Gotler era el agente de Hollywood que me representaba. Recurría a él cada vez que Hollywood me llamaba. Esta vez íbamos a ser nosotros los que llamáramos a Hollywood e hiciéramos todo lo posible por vender los derechos.

—Véndele la moto —le dije a Lorna—. Que sepa que tengo la tarjeta de uno de los productores de Sixty Minutes. Que se entere de que la cosa es cada vez más gorda.

—Hablaré con Joel —respondió ella—. Sé lo que tengo que decirle.

Dejé de pasearme y me pregunté si me olvidaba de algo y cuál iba a ser mi papel en todo aquello. Miré a Cisco.

—¿Quieres que investigue a la testigo? —preguntó.

—Eso mismo. Y también a la víctima. Quiero saberlo todo de ambos.

Mi orden se vio acentuada por el agudo zumbido del interfono situado en la pared junto a la puerta de la cocina.

—Lo siento. Es la puerta de la calle —dijo Lorna, sin hacer ningún amago de acercarse al interfono.

—¿No vas a responder? —pregunté.

—No. No estoy esperando a nadie, y los chicos del reparto conocen la combinación de la puerta. Lo más seguro es que sea un abogado de esos que andan buscando clientes por todas partes. Se pasean por el barrio como zombis.

—Ya —dije—. Pues continuemos. Lo siguiente que necesitamos es pensar en otro asesino.

Mis palabras llamaron la atención de todos y cada uno de los presentes.

—Necesitamos un culpable —indiqué—. Si vamos a juicio, no nos bastará con hacer mella en la argumentación de la fiscalía. Necesitaremos una defensa agresiva. Hay que lograr que el jurado mire en otra dirección que no sea Lisa. Y para eso necesitaremos una hipótesis alternativa.

Me di cuenta de cómo me miraba Aronson mientras hablaba. Me sentí como un profesor en la facultad de derecho.

—Lo que nos hace falta es una hipótesis que sostenga su inocencia. Si conseguimos formularla, hemos ganado el caso.

El timbre de la puerta de la calle volvió a sonar. Se hizo una pausa y se oyeron dos nuevos zumbidos, largos e insistentes.

—¿Qué demonios... ? —apuntó Lorna.

Irritada, se levantó y fue hacia el interfono. Pulsó el botón para hablar.

—Sí. ¿Quién es?

—¿Es el bufete de Mickey Haller?

Era una voz de mujer y me resultaba familiar, aunque no terminé de reconocerla, de momento. El altavoz emitía un sonido metálico y el volumen no era muy alto. Lorna se giró y meneó la cabeza confundida. Su dirección no constaba en ninguno de nuestros anuncios. ¿Cómo habría haber llegado aquella mujer hasta la puerta de su casa?

—Sí, pero solo aceptamos citas concertadas —respondió—. Puedo darle un número al que llamar si lo que quiere es hacer una consulta al señor Haller.

—¡Por favor! Tengo que hablar con él ahora mismo. Soy Lisa Trammel, una cliente suya. Necesito hablar con él cuanto antes.

Me quedé mirando el interfono como si se tratara de un conducto directo al calabozo para mujeres de Van Nuys, donde se suponía que estaba encerrada Lisa. Finalmente miré a Lorna.

—Será mejor que abras la puerta.

El quinto testigo

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