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El edificio de la policía de Van Nuys es una estructura de cuatro pisos que tiene varias funciones. Además de la comisaría de Van Nuys, el edificio alberga las oficinas de los mandos policiales de la zona de San Fernando Valley y los principales calabozos existentes en la parte norte de la ciudad. Había estado allí antes, en el curso de otros casos, y tenía claro que, como sucedía en la mayor parte de las comisarías pequeñas o grandes del Departamento de Policía de Los Ángeles—, habría numerosos obstáculos entre mi cliente y yo.

Siempre había sospechado que los agentes asignados al mostrador de recepción eran escogidos por superiores muy arteros atendiendo a su capacidad para confundir y desinformar a los visitantes. Si lo dudáis, entrad en cualquier comisaría de la ciudad y decidle al agente del mostrador que queréis presentar una queja o reclamación contra otro agente del Cuerpo. Veréis lo que tarda en encontrar el impreso correspondiente. Los policías asignados al mostrador de recepción suelen ser jóvenes, tontos e ingenuamente ignorantes, o viejos con el colmillo retorcido y muy conscientes de sus acciones.

En el mostrador de recepción de la comisaría de Van Nuys me atendió un agente con el apellido CRIMMINS impreso en una camisa de uniforme perfectamente planchada. Era un veterano con el pelo plateado, y por consiguiente un experto en eso de las miradas inexpresivas. Así me lo demostró cuando me presenté como el abogado defensor de una detenida que estaba esperando mi llegada en la sala de inspectores. Como única respuesta frunció los labios y señaló una hilera de sillas de plástico, en la que supuestamente tenía que acomodarme sin rechistar hasta que le pareciera oportuno telefonear al piso de arriba.

Los tipos como Crimmins están acostumbrados a tratar con un público timorato, gente que hace exactamente lo que les dicen porque se siente demasiado intimidada para hacer cualquier otra cosa. Pero yo no era de esos.

—No, no es así como funciona la cosa —dije.

Crimmins entornó los ojos. Nadie le había plantado cara en todo el día, y menos aún un abogado penalista, repito: penalista. Su primera reacción fue una sarcástica respuesta automática:

—No me diga.

—Sí le digo. Así que descuelgue el teléfono y pregunte por el inspector Kurlen en el piso de arriba. Dígale que Mickey Haller va a subir ahora mismo y que si no veo a mi cliente dentro de diez minutos iré al juzgado que hay al otro lado de la plaza para hablar con el juez Mills.

Me detuve, para que el nombre causara su efecto.

—Estoy seguro de que conoce al juez Mills. Por suerte para mí, estuvo trabajando como abogado penalista antes de ser elegido juez. En su momento no le gustaba que la policía le tomara el pelo y hoy tampoco le gusta mucho enterarse de que se lo están tomando a otros. Lo primero que hará será obligarles a Kurlen y a usted a comparecer en su juzgado y a explicar por qué siguen jugando al viejo jueguecito de impedir que una ciudadana ejerza su derecho constitucional de contar con un abogado. La última vez que pasó algo parecido, al juez Mills no le convencieron las respuestas que le dieron y condenó al tipo que estaba sentado donde se sienta usted ahora a pagar una multa de quinientos pavos.

Parecía que a Crimmins le costaba seguir mi discurso. Seguramente era un hombre de pocas palabras, me dije. Pestañeó dos veces y agarró el teléfono. Oí que hablaba directamente con Kurlen. Y luego colgó.

—¿Sabe cómo llegar, listillo?

—Sé cómo llegar. Gracias por su ayuda, agente Crimmins.

Me apuntó con el dedo como si fuera una pistola, pegándome un último tiro para poder decirse a sí mismo que había hecho lo que había querido con aquel hijo de puta de abogado. Me alejé del mostrador y fui hacia un rincón cercano donde sabía que estaba el ascensor.

En el tercer piso, el inspector Howard Kurlen estaba esperándome con una sonrisa en el rostro. No era una sonrisa amigable. Parecía un gato que acabara de comerse al canario.

—¿Ha estado divirtiéndose ahí abajo, abogado?

—Y que lo diga.

—Pues ya es tarde para subir.

—¿Cómo? ¿Es que la han metido en el calabozo?

Abrió las manos en un falso gesto de disculpa.

—Qué cosas pasan. Mi colega se la ha llevado de aquí justo antes de que me llamaran desde abajo.

—Qué cosas pasan, sí. Pero sigo queriendo hablar con ella.

—Tendrá que hacerlo en los calabozos.

Lo que probablemente me supondría una hora más de espera. De ahí la sonrisa de Kurlen.

—¿Está seguro de que no puede hacer que su colega la traiga aquí de nuevo? No voy a estar mucho rato con ella.

Lo dije pensando que no era más que un brindis al sol. Pero Kurlen me sorprendió y cogió el móvil que llevaba prendido al cinturón. Pulsó una tecla de marcación rápida. O la broma pasaba de castaño oscuro o realmente estaba haciendo lo que le había pedido. Kurlen y yo nos conocíamos de antes. Nos habíamos visto las caras en casos anteriores. Más de una vez había tratado de destruir su credibilidad en el estrado. Aunque nunca había tenido mucho éxito en ese sentido, el solo intento hacía difícil que después de aquello nuestra relación fuera cordial. Sin embargo, ahora estaba echándome un cable, y no estaba seguro de por qué.

—Soy yo —dijo Kurlen por el móvil—. Tráela para aquí otra vez.

Se quedó a la escucha un instante.

—Porque te lo digo yo. Tráela ahora mismo.

Sin decir más, colgó el teléfono y me miró.

—Me debe un favor, Haller. Podría haberle hecho esperar un par de horas. En otros tiempos lo hubiera hecho.

—Lo sé. Y se lo agradezco.

Echó a andar hacia la sala de inspectores y me hizo un gesto instándome a seguirlo.

—Y bien. Cuando la mujer nos dijo que lo llamáramos, explicó que estaba usted llevando el desahucio de su casa.

—Así es.

—Mi hermana se ha divorciado y ahora se encuentra metida en un lío parecido.

Así que se trataba de eso. Hoy por ti, mañana por mí.

—¿Quiere que hable con su hermana?

—No. Lo único que quiero saber es si vale la pena luchar por estas cosas o es mejor resignarse.

La sala de inspectores parecía salida del túnel del tiempo. Todo en ella era propio de los años setenta: el suelo de linóleo, las paredes pintadas en dos tonos de amarillo, los escritorios grises para el funcionariado con ribetes de goma en los cantos. Kurlen seguía de pie, a la espera de que su colega volviese con mi cliente.

Saqué una tarjeta del bolsillo y se la di.

—Está usted hablando con un luchador, así que ésta es mi respuesta. No puedo llevar el caso de su hermana, por el conflicto de intereses que hay entre usted y yo. Pero dígale que llame al bufete, y haremos que un buen profesional se ocupe del asunto. Y que no se olvide de mencionar que llama de su parte.

Kurlen asintió con la cabeza. Cogió un estuche de DVD de encima del escritorio y me lo entregó.

—Supongo que es mejor que se lo dé ya.

Miré el disco.

—¿Qué es esto?

—La conversación que hemos mantenido con su cliente. Verá con claridad que dejamos de hablar con ella en cuanto pronunció las palabras mágicas: «Quiero hablar con mi abogado».

—Lo escucharé todo con atención, inspector. ¿Podría decirme por qué la consideran sospechosa?

—Claro. La consideramos sospechosa y vamos a acusarla porque fue ella quien lo hizo, y así vino a reconocerlo antes de que pidiera hablar con un abogado. Lo siento, amigo, pero nos hemos ajustado al protocolo en todo momento.

Miré el disco con atención, como si fuera mi cliente.

—¿Está diciéndome que ha reconocido haber matado a Bondurant?

—No con esas palabras precisas, pero reconoció algunas cosas y se contradijo en otras. Prefiero dejarlo ahí de momento.

—¿Mi cliente le ha dicho, en palabras precisas, por qué hizo una cosa así?

—No ha hecho falta. La víctima estaba a punto de quedarse con su casa, lo que constituye un motivo más que suficiente. No tenemos duda alguna de que ese fue el motivo.

Podría haberle dicho que se equivocaba, que yo estaba a punto de impedir la ejecución hipotecaria. Pero mantuve el pico cerrado. Mi trabajo consistía en reunir información, no en revelarla.

—¿Qué más tienen, inspector?

—Nada más que por el momento quiera compartir con usted. Va a tener que esperar a la presentación de las pruebas para enterarse del resto.

—De acuerdo. ¿Han asignado ya al fiscal del distrito?

—No, que yo sepa.

Kurlen señaló con la cabeza hacia el final de la sala. Me giré y vi que estaban conduciendo a Lisa Trammel hacia la puerta de una sala de interrogatorio. Parecía un conejo deslumbrado por los faros de un coche.

—Tiene quince minutos —dijo Kurlen—. Y solo porque me ha dado por ser amable con usted. No creo que sea necesario empezar una guerra.

De momento no, me dije, mientras echaba a andar hacia la sala de interrogatorios.

—Oiga, espere un momento —dijo Kurlen detrás mío—. Tengo que registrarle la cartera. Son las normas, ya sabe.

Se refería al maletín de aluminio forrado en cuero que llevaba en la mano. Hubiera podido objetar que un registro así quebrantaría el secreto profesional entre cliente y abogado, pero lo que me interesaba era hablar con mi cliente. Fui hacia él, dejé el maletín en un escritorio y abrí el cierre. Todo cuanto había en el interior era el expediente de Lisa Trammel, un cuaderno de notas por estrenar y los últimos contratos y poderes de representación legal que había imprimido durante el trayecto en coche. Supuse que Lisa tendría que firmármelos ahora que mi representación iba a pasar de lo civil a lo criminal.

Kurlen echó un vistazo rápido y con un gesto me indicó que lo cerrara.

—Cuero italiano trabajado a mano —observó—. Parece una cartera de narcotraficante de las buenas. No habrá estado frecuentando malas compañías, ¿verdad, Haller?

Volvió a sonreír como un gato satisfecho. El sentido del humor de los policías era único en el mundo entero.

—Ahora que lo dice, este maletín en su momento perteneció a un camello —le dije—. Un cliente. Pero no iba a necesitarlo allí donde lo llevaron, así que me lo quedé como parte del pago. ¿Quiere ver el compartimento secreto? Cuesta un poco de abrir.

—Creo que no me hace falta. Ya puede ir a lo suyo.

Cerré el maletín y volví a encaminarme hacia la sala de interrogatorios.

—Y por cierto, es cuero colombiano —dije.

La colega de Kurlen estaba esperando junto a la puerta de la sala. No la conocía personalmente, pero no me molesté en presentarme. Nunca íbamos a ser amigos, y algo me decía que seguramente me machacaría la mano al estrechármela solo para impresionar a Kurlen.

La mujer sostenía la puerta abierta. Me detuve en el umbral y dije:

—Todos los aparatos de grabación y escucha de la sala están desconectados, ¿verdad?

—Así es.

—En caso de no estarlo, nos encontraríamos ante un quebrantamiento de los derechos de mi clien...

—Ya conocemos las normas.

—Sí, pero cuando les conviene se olvidan de ellas, ¿no es así?

—Le quedan catorce minutos, señor. ¿Quiere hablar con ella o prefiere seguir charlando conmigo?

—De acuerdo.

Entré, y la puerta se cerró a mis espaldas. La habitación mediría unos dos metros por dos metros y medio. Miré a Lisa y me llevé el índice a los labios.

—¿Cómo? —dijo ella.

—Que no pronuncies una sola palabra, Lisa, hasta que yo te lo diga.

Respondió sumiéndose en un torrente de lágrimas y en un gemido estridente y prolongado que vino a terminar con una frase totalmente ininteligible. Estaba sentada ante una mesa cuadrada, con una silla enfrente. Tomé asiento de inmediato en la silla disponible y dejé el maletín en la mesa. Tenía claro que la habrían situado frente a la cámara oculta que había en la sala, por lo que no me molesté en mirar hacia donde se encontraba el artefacto. Abrí el maletín y me lo acerqué al cuerpo, con la esperanza de que mi espalda estuviera cegando la cámara. Daba por sentado que Kurlen y su colega nos miraban y escuchaban en todo momento. Otra razón que explicaba que Kurlen hubiera sido tan «amable».

Con la mano derecha fui sacando el cuaderno de notas y los distintos documentos, y con la izquierda abrí el compartimento secreto del maletín. Pulsé el botón de encendido del distorsionador acústico Paquin 2000. El aparato emitía una señal de radiofrecuencia muy baja que bloqueaba por medio de desinformación electrónica todo dispositivo de escucha situado a menos de seis metros de distancia. Si Kurlen y su colega estaban escuchándonos de forma ilegal, no iban a oír más que un ruido totalmente inarticulado.

El maletín y el aparato escondido en su interior tenían casi diez años de antigüedad y, que yo supiera, su propietario original seguía encerrado en una prisión federal. Lo había aceptado como parte de su pago hacía al menos siete años, cuando los casos de narcotráfico eran mi pan de cada día. Sabía que la policía siempre trataba de tender trampas cada vez más sofisticados y que el sector de las escuchas electrónicas habría experimentado un mínimo de dos revoluciones desde entonces. De modo que no terminaba de tenerlas todas conmigo. Iba a tener que ser cauto con lo que dijera y esperaba que mi cliente hiciera lo mismo.

—Lisa, no vamos a hablar demasiado, porque no sabemos quién puede estar escuchándonos. ¿De acuerdo?

—Sí, de acuerdo. Pero, ¿qué está pasando aquí? ¡¡No entiendo qué está pasando!!

A lo largo de la frase fue levantando progresivamente la voz hasta gritar la última palabra. Se trataba de un patrón de expresión nervioso al que muchas veces había recurrido al hablar conmigo por teléfono, cuando no me ocupaba más que de su desahucio. La situación ahora era mucho más complicada, y tenía que dejar las cosas muy claras.

—No me venga con esas, Lisa —dije con firmeza—. No vuelva a gritarme, ¿entendido? Si quiere que la represente en este asunto, no vuelva a gritarme nunca más.

—Vale, lo siento, pero es que están diciendo que he hecho algo que no he hecho.

—Ya lo sé, y vamos a plantarles cara. Pero sin gritos.

Como la habían hecho volver antes de someterla al ingreso en calabozo, Lisa seguía vistiendo su ropa de calle. Llevaba una camiseta blanca con un dibujo floral al frente. No vi ninguna mancha de sangre en la camiseta o en cualquier otro lugar. Tenía el rostro manchado por las lágrimas y su cabello, castaño y rizado, estaba desgreñado. Era una mujer de complexión pequeña, y la cruda luz de la estancia la hacía parecer aún más pequeña.

—Necesito hacerle unas cuantas preguntas —dije—. ¿Dónde estaba cuando la policía le encontró?

—En mi casa. ¿¡Por qué me están haciendo todo esto!?

—Escúcheme, Lisa. Tiene que calmarse y dejar que sea yo el que haga las preguntas. Esto es muy importante.

—Pero, ¿qué está pasando? Nadie me dice nada. Lo único que me han dicho es que estoy detenida por haber asesinado a Mitchell Bondurant. ¿Cuándo? ¿Cómo? En ningún momento me acerqué a ese hombre. En ningún momento quebranté la orden de alejamiento.

Comprendí que me habría ido bien mirar el DVD de Kurlen antes de hablar con ella, aunque el hecho era que estaba acostumbrado a encarar los casos en situación de desventaja.

—En efecto, Lisa, está detenida por el asesinato de Mitchell Bondurant. El inspector Kurlen, el más mayor, me ha dicho que usted misma lo habría reconocido durante...

Soltó un chillido y se tapó el rostro con las manos. Vi que tenía las muñecas esposadas. Rompió a llorar otra vez.

—¡Yo no he reconocido nada! ¡¡Yo no he hecho nada!!

—Cálmese, Lisa. Por eso estoy aquí. Para defenderla. Pero ahora mismo no tenemos mucho tiempo. Me han dado diez minutos para hablar con usted, y luego van a ingresarla en el calabozo. Lo que necesito es...

—¿Van a meterme en la cárcel?

Asentí, muy a mi pesar.

—Pero bueno, ¿es que no tengo derecho a fianza?

—Es muy difícil conseguir la libertad provisional cuando la acusación es de asesinato. Y aunque pudiera arreglarlo, usted no tiene el...

Un nuevo chillido estremecedor llenó la diminuta estancia. Perdí la paciencia.

—¡Lisa! ¡Pare de una vez! Y escúcheme bien, porque es su vida la que está en juego, ¿entendido? Tiene que calmarse y escucharme. Soy su abogado y voy a hacer todo lo posible por sacarla de esta, pero la cosa va a llevar su tiempo. Así que escuche bien mis preguntas y respóndame sin todo este...

—¿Y qué pasa con mi hijo? ¿Qué pasa con Tyler?

—Alguien de mi bufete se encargará de hablar con su hermana. Lo arreglaremos para que pueda estar con ella hasta que consigamos que usted salga en libertad.

Me cuidé de no especificar ningún plazo concreto al respecto. «Hasta que consigamos que usted salga en libertad.» Tal como yo lo veía, su puesta en libertad podía ser cuestión de días, de semanas o de años. O podía no llegar nunca. Pero no me interesaba ser más específico.

Lisa asintió con la cabeza, como si se sintiera algo consolada al saber que su hijo iba a estar con su hermana.

—¿Qué me dice de su marido? ¿Tiene algún número de contacto?

—No. No sé dónde está. Y tampoco quiero que hable con él.

—¿Ni siquiera por su hijo?

—Por mi hijo, sobre todo. Mi hermana se ocupará de él.

Asentí con un gesto y me olvidé del asunto. No era el momento de hacer preguntas sobre el fracaso de su matrimonio.

—Muy bien, ahora que estamos más tranquilos, hablemos de lo sucedido esta mañana. Tengo el disco que me han dado los inspectores, pero quiero enterarme de todo por mí mismo. Me ha dicho que estaba en casa cuando se presentaron el inspector Kurlen y su colega. ¿Qué estaba haciendo en ese momento?

—Yo... Estaba delante del ordenador. Enviando unos correos electrónicos.

—Ya. ¿A quién?

—A mis amigos. A la gente de FLAG. Estaba diciéndoles que mañana a las diez teníamos manifestación delante del juzgado y que vinieran con los carteles.

—Entendido. Y cuando los inspectores se presentaron en su casa, ¿qué le dijeron exactamente?

—Solo habló el hombre. Él...

—Kurlen.

—Sí. Entraron, y él me preguntó unas cuantas cosas. Luego preguntó si no me importaría acompañarles a comisaría para responder algunas preguntas más. Le dije que sobre qué y me respondió que sobre Mitch Bondurant. En ningún momento me comunicó que estuviera muerto o que lo hubieran asesinado. De forma que dije que sí. Pensé que quizá por fin estaban investigándole. No sabía que en realidad me estaban investigando a mí.

—Ya. ¿Le dijo Kurlen que tenía derecho a no responder a sus preguntas y a hablar con un abogado?

—Sí, como en las películas. Me informó de mis derechos.

—¿Cuándo fue eso exactamente?

—Cuando ya estábamos aquí, al decirme que estaba detenida.

—¿Vino con él en su coche?

—Sí.

—¿Y le dijo algo en el coche?

—No. Estuvo casi todo el tiempo hablando por teléfono. Le oí decir cosas como «Sí, la tengo conmigo» y otras por el estilo.

—¿Iba esposada?

—¿En el coche? No.

Kurlen era listo. Había asumido el riesgo de ir en coche con una presunta asesina sin haberla esposado para no levantar sus sospechas y conseguir que se aviniera a hablar con él. No hay mejor manera de tender una trampa. De ese modo, además, el fiscal podría alegar que Lisa no estaba detenida en aquel momento y que, en consecuencia, había declarado de forma voluntaria.

—Así que la trajeron hasta aquí y usted accedió a hablar con él, ¿es eso?

—Sí. No tenía ni idea de que iban a detenerme. Pensé que estaba ayudándoles a investigar un caso.

—Pero Kurlen no le contó de qué caso se trataba.

—No, en ningún momento. Hasta que me dijo que estaba detenida y que podía hacer una llamada. Y entonces fue cuando me esposaron.

Kurlen había recurrido a algunos de los trucos más viejos del manual de policía, pero seguían formando parte del manual porque funcionaban. Tenía que mirar el DVD para saber qué había reconocido exactamente Lisa, si es que había reconocido algo. Mi tiempo era limitado y no podía malgastarlo preguntándoselo a Lisa, dado su estado de nerviosismo. Como si viniera a confirmar mis pensamientos, se oyó un golpe brusco y repentino en la puerta, y una voz ahogada anunció que me quedaban dos minutos.

—Muy bien, Lisa, voy a ocuparme de todo esto. Pero antes necesito que me firme un par de documentos. Este de aquí es un nuevo contrato que cubre la defensa penalista.

Le pasé el documento de una página y puse un bolígrafo sobre el papel. Trammel empezó a revisarlo.

—¿Y estas tarifas? —dijo—. ¿Mil quinientos dólares por un juicio? No puedo pagarle eso. No tengo tanto dinero.

—Es una tarifa estándar que solamente se aplica en caso de que vayamos a juicio. Y en cuanto a lo que puede pagarme o no, estos otros documentos son precisamente para eso. Este de aquí me autoriza a representarla, y me permite solicitar todos los derechos editoriales y audiovisuales derivados del caso, este tipo de cosas. Tengo un agente que se ocupa de estos asuntos. Si hay alguien interesado, él se encargará de conseguir un trato. Este último documento estipula un gravamen de retención sobre cualquiera de esos posibles pagos, para que la defensa sea la primera en cobrar.

Tenía meridianamente claro que aquel caso iba a llamar muchísimo la atención. La epidemia de desahucios constituía la principal catástrofe económica del país. Allí podía haber un libro, o incluso a una película, con lo que al final seguramente podría cobrar mis honorarios.

—Muy bien, Lisa. Lo que voy a decirle ahora es el consejo más valioso que existe. De forma que quiero que me escuche con atención y me diga que lo ha entendido bien.

—De acuerdo.

—No hable de este caso con nadie que no sea yo. No hable de él con los inspectores, con los funcionarios de la cárcel ni con otras detenidas. Ni siquiera hable de él con su hermana o su hijo. Cuando le pregunten —porque está claro que van a preguntarle—, limítese a decirles que no puede hablar de su caso.

—Pero yo no he hecho nada. ¡Soy inocente! Son los culpables los que no hablan de sus casos.

Levanté el dedo índice a modo de reprimenda.

—No, se equivoca. Y me parece que no se está usted tomando mis palabras en serio, Lisa.

—No es eso. Me las tomo en serio, de verdad.

—Entonces haga exactamente lo que le digo. No hable con nadie. Y eso incluye el teléfono de la cárcel. Porque graban todas las llamadas, Lisa. No hable de su caso por teléfono, ni siquiera conmigo.

—Muy bien, muy bien. Entendido.

—Si así se siente más cómoda, puede responder a todas las preguntas que le hagan diciendo: «Soy inocente de todo cuanto me acusan, pero siguiendo las indicaciones de mi abogado no voy a hablar del caso». ¿Qué le parece la idea?

—Bien, supongo.

La puerta se abrió, y Kurlen apareció en el umbral. Me miró con suspicacia, lo cual me confirmó que había sido una buena idea llevar el distorsionador Paquin encima. Miré a Lisa otra vez.

—Muy bien, Lisa, la cosa está difícil, pero todo saldrá bien. Y acuérdese de la regla número uno: no hable con nadie.

Me levanté.

—La próxima vez que nos veamos será en la comparecencia inicial ante el juez, y entonces podremos hablar. Ahora acompañe al inspector Kurlen.

El quinto testigo

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