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Lisa Trammel no venía sola. Una vez que Lorna abrió la puerta de su casa, mi cliente entró en compañía de un hombre cuyo rostro había visto en el juzgado durante la comparecencia de Lisa. El hombre estaba sentado en la primera fila, y me fijé en él porque no tenía aspecto ni de abogado ni de periodista. Parecía salido de Hollywood. Y no del Hollywood estelar y glamuroso. Del otro. Del Hollywood más bien cutre y precario. O bien llevaba el pelo teñido de cualquier manera o bien lucía un peluquín, con la obligada perilla a juego, una papada colgante... Daba la impresión de tener sesenta años y querer aparentar, sin mucho éxito, cuarenta. Iba vestido con una americana de cuero negro y un suéter de cuello alto color granate. De su cuello pendía una cadena de oro con el símbolo de la paz. Fuera quien fuera, no podía sino sospechar que era el responsable de que Lisa anduviera en libertad.

—Vaya, o se ha escapado del calabozo de Van Nuys o ha conseguido la fianza —dije—. No sé por qué, pero algo me dice que se trata de lo segundo.

—Muy listo —dijo Lisa—. Y bueno, les presento a Herbert Dahl, mi amigo y benefactor.

—Se escribe D-A-H-L —aclaró el sonriente benefactor.

—Un benefactor, ¿eh? —apunté—. ¿Tengo que entender que ha pagado la fianza de Lisa?

—El depósito, nada más —dijo Dahl.

—¿A quién ha recurrido?

—A un tipo llamado Valenzuela. Tiene el despacho justo al lado de los calabozos. Muy práctico, y también me dijo que le conocía.

—Cierto.

Guardé silencio un momento, preguntándome qué debía hacer. Lisa aprovechó para decir:

—Herb se ha portado como todo un héroe al sacarme de ese lugar horroroso. Ahora estoy en libertad y puedo ayudar a nuestro equipo legal a combatir esas falsas acusaciones.

Lisa había tratado anteriormente con Aronson, pero no con Lorna o Cisco. Dio un paso al frente, les tendió la mano y se presentó con sendos apretones, como si la situación fuera de lo más normal y hubiera llegado el momento de entrar en materia. Cisco me miró de reojo, como preguntándome: «¿Qué demonios es todo esto?» Me encogí de hombros. No lo sabía.

Lisa no me había hablado jamás de Herb Dahl, un amigo y «benefactor» lo bastante cercano como para estar dispuesto a apoquinar un depósito de doscientos mil dólares por la fianza. No me sorprendía, ni tampoco que no se hubiera aprovechado de la espléndida generosidad de Dahl para pagar los gastos de su defensa. Ni que acabara de irrumpir por sorpresa y como si nada, presta a integrarse en el equipo legal. Pensé que, en su trato con los extraños, Lisa era muy habilidosa a la hora de esconder sus problemas personales y emocionales bajo la superficie. Era capaz de hechizar incluso a un tigre de Bengala, y me pregunté si Herb Dahl era consciente de dónde se estaba metiendo. Me dije que seguramente aquel tipo estaba intentando colarle un gol a Lisa, sin darse cuenta quizá de que también se lo iban a colar a él.

—Lisa —dije—, ¿podemos ir al despacho de Lorna y hablar un momento en privado?

—Creo que Herb debería oír cualquier cosa que tenga que decirme. Va a documentar todo el caso.

—Ya, pues no va a documentar nuestra conversación. Las comunicaciones entre usted y su abogado son de carácter privado y confidencial. Un juez podría obligarle a declarar sobre todo cuanto hubiera oído o visto.

—Ya veo... Pero, ¿no podríamos nombrarle representante o algo para que forme parte del equipo legal?

—Lisa, venga conmigo; tenemos que hablar un rato.

Señalé la puerta del pequeño despacho. Lisa finalmente echó a andar hacia allí.

—Lorna, ¿y si le ofreces algo de beber al señor Dahl?

Seguí a Lisa al interior del despacho y cerré la puerta. En la habitación había dos escritorios, el de Lorna y el de Cisco. Situé una silla frente al de Lorna y le dije a Lisa que se sentara. Rodeé el escritorio y me senté frente a ella.

—Este bufete suyo es muy raro —comentó—. Más bien parece una casa particular o algo así.

—Es temporal. Hablemos del héroe que está ahí fuera, Lisa. ¿Cuánto tiempo hace que conoce a Dahl?

—Unos dos meses, más o menos.

—¿Cómo le conoció?

—Frente a las escaleras del juzgado. Vino a una de las protestas de FLAG. Me dijo que estaba interesado en nosotros desde el punto de vista cinematográfico.

—¿En serio? De modo que es un cineasta, ¿eh? ¿Y dónde ha dejado la cámara?

—Bueno, él en realidad se ocupa de establecer acuerdos. Tiene mucho éxito. Lleva derechos de películas, libros, ese tipo de cosas. Y va a encargarse de llevar todo lo mío. Este caso va a tener muchísimo seguimiento, Mickey. En la cárcel me dijeron que había treinta y seis periodistas dispuestos a entrevistarme. Por supuesto, no me dejaron hablar con ellos. Solamente con Herb.

—Así que Herb dio con usted en la cárcel, ¿eh? No hay quien le pare.

—Herb dice que cuando ve una buena historia nada le detiene. ¿Se acuerda de aquella niñita que estuvo una semana entera en la ladera de una montaña junto al cadáver de su padre después de sufrir un accidente de tráfico? Herb se las arregló para que hicieran un telefilme basado en la historia.

—Impresionante.

—Pues sí. Herb tiene mucho éxito.

—Ya me lo ha dicho. Entonces, ¿ha llegado a algún tipo de acuerdo con él?

—Sí. Herb va a encargarse de vender todos los derechos, e iremos al cincuenta por ciento en todo, una vez descontados sus gastos y el depósito de la fianza. Yo lo veo muy justo, la verdad. El hecho es que está hablando de muchísimo dinero. ¡Quizá hasta pueda conservar mi casa, Mickey!

—¿Ha firmado algo? ¿Un contrato o un acuerdo de algún tipo?

—Sí, un contrato perfectamente legal y vinculante. Le obliga a pagarme mi parte.

—¿Y lo sabe porque le mostró ese contrato a su abogado?

—Eh... No. Pero Herb me dijo que es un contrato de tipo estándar. Un montón de palabrería legal, ya sabe usted. Pero me lo leí, que conste.

Claro. Igual que cuando firmó los contratos conmigo.

—¿Puedo ver ese contrato, Lisa?

—Lo tiene Herb. Puede pedírselo a él.

—Es lo que voy a hacer. Y bien, me pregunto si le habló de los acuerdos a los que llegamos usted y yo.

—¿Los acuerdos... ?

—Sí. Ayer firmó varios contratos conmigo en comisaría, ¿se acuerda? Uno de ellos me autoriza a llevar la defensa penal de su caso. Los otros me conceden autoridad para representarla y negociar la venta de los derechos de su historia con el propósito de financiar su defensa. ¿Se acuerda de haber firmado un contrato concediéndome el derecho de retención?

Trammel no respondió.

—¿Se ha fijado en que hay tres personas conmigo, Lisa? Todos estamos trabajando en su caso. Y hasta el momento no nos ha pagado un centavo. Lo que significa que tengo que aflojar de mi bolsillo todos sus salarios y sus gastos. Cada semana. Es por eso que en los contratos que firmamos ayer me concedió la potestad de negociar los derechos editoriales y cinematográficos.

—Oh... Esa parte no la leí.

—Voy a hacerle una pregunta, Lisa. ¿Qué es lo más importante para usted? ¿Contar con la mejor defensa posible, tratar de superar las dificultades y ganar este caso, o cerrar un contrato para una película o un libro?

Lisa frunció los labios y al momento eludió la cuestión.

—Pero es que usted no lo entiende. Yo soy inocente. Yo no...

—No, usted es quien no lo entiende. Que sea inocente o no carece de importancia en este asunto. Lo que importa es que podamos demostrarlo o rebatirlo ante un tribunal. Mejor dicho, que yo pueda demostrarlo o rebatirlo, Lisa. Yo. Su héroe soy yo, y no ese Herb Dahl con su chaqueta de cuero y su medallón hollywoodiense de pacotilla.

Se quedó en silencio un largo minuto antes de responder:

—No puedo, Mickey. Acaba de sacarme de la cárcel. Le ha costado doscientos mil dólares. Tiene que recuperarlos.

—Mientras su equipo de abogados pasa hambre.

—No, Mickey, voy a pagarle. Se lo prometo. Voy a llevarme la mitad de todo. Le pagaré.

—Después de que él haya recuperado sus doscientos mil pavos, más los gastos. Unos gastos que pueden ser desorbitados, o eso me temo.

—Herb me ha dicho que una vez le pagaron medio millón por una entrevista exclusiva con uno de los médicos de Michael Jackson. Y eso no fue más que para un periodicucho. ¡En este caso puede que hagan hasta una película!

Trammel estaba a punto de hacerme perder la paciencia de verdad. Lorna tenía en el escritorio un juguetito de caucho antiestrés. Se trataba de un pequeño martillo de juez, una muestra promocional de un obsequio que estaba pensando encargar en serie, con el nombre y el número del bufete impresos en uno de los lados. Lo agarré y apreté el mango con fuerza, pensando que era el pescuezo de Herb Dahl. Al cabo de unos segundos, la rabia se fue disipando. El chisme funcionaba de verdad. Tomé buena nota mental; le diría a Lorna que hiciera el encargo. Siempre podríamos regalarlo en oficinas de agentes fiadores, ferias callejeras y demás.

—Muy bien —dije—. Más tarde hablaremos de todo esto. Ahora vamos a volver ahí afuera. Igualmente, tendrá que decirle a Herb que se vaya a casa, porque vamos a hablar de su caso y no podemos hacerlo delante de personas no autorizadas. Más tarde le llamará y le dejará bien claro que ni se le ocurra tratar de llegar a ningún acuerdo sin mi aprobación. ¿Entendido, Lisa?

—Sí.

Parecía escarmentada y compungida.

—¿Quiere que sea yo quien le diga que se marche? ¿O prefiere hacerlo usted misma?

—¿No le importa hacerlo, Mickey?

—No hay problema. Creo que aquí ya hemos terminado.

Volvimos a la sala de estar, donde Dahl estaba terminando de contar alguna de sus historias.

—¡... y eso fue antes del rodaje de Titanic!

Se echó a reír a carcajada limpia, pero parecía que el resto de la sala no compartía su sentido del humor marca Hollywood.

—Bien, Herb, vamos a volver a centrarnos en el caso y necesitamos hablar con Lisa —dije—. Le acompaño hasta la puerta.

—Pero, ¿cómo va a volver ella a casa?

—Tengo un chófer. Lo arreglaremos.

Titubeó y miró hacia Lisa en busca de apoyo.

—No pasa nada, Herb —dijo ella—. Tenemos que hablar del caso. Te llamo tan pronto como esté en casa otra vez.

—¿Me lo prometes?

—Te lo prometo.

—Puedo acompañarle yo misma hasta la puerta, Mick —se ofreció Lorna.

—No hace falta —dije—. De todos modos tengo que ir un momento hasta el coche.

Todos se despidieron del hombre del símbolo de la paz, y Dahl y yo salimos a la calle. Todos los apartamentos del edificio tenían una salida que daba directamente al exterior. Fuimos por un caminillo hasta la verja de entrada, que daba a Kings Road. Vi unos listines telefónicos recién entregados bajo el buzón, abrí el portón y puse una pila frente al mismo para que no se cerrase.

Fuimos hacia mi coche, que se encontraba aparcado en zona prohibida. Rojas estaba de espaldas contra el capó, fumándose un cigarrillo. Me había dejado el mando a distancia dentro, en uno de los sujetatazas, así que le llamé:

—Rojas, el maletero.

Sacó las llaves y abrió la tapa. Le dije a Dahl que quería darle algo, y me siguió.

—No estará pensando en meterme ahí dentro, ¿verdad?

—Nada de eso, Herb. Solo quiero darle algo.

Fuimos a la parte trasera del coche, y terminé de abrir bien el maletero.

—Vaya, vaya, tiene usted de todo por aquí —comentó Dahl al ver los archivadores.

No respondí. Cogí la carpeta con los contratos y saqué los acuerdos que Lisa y yo habíamos firmado la víspera. Fui a la parte delantera y los copié en la impresora-fotocopiadora situada frente al asiento del copiloto. Le entregué las copias a Dahl y me quedé los originales.

—Aquí tiene. Léase todo esto cuando tenga un momento.

—¿De qué se trata?

—Este de aquí es mi contrato como representante legal de Lisa. Un contrato estándar. También tengo unos poderes de representación y un derecho de retención sobre todos los ingresos originados por su caso. Si se fija, Lisa firmó todos estos papeles ayer. Lo que significa que el contrato firmado con usted queda sin efecto, Herb. Lea la letra pequeña. Me otorga el control sobre todos los derechos derivados del caso: libros, películas, televisión, todo.

Vi cómo se le endurecían los ojos.

—Espere un momen...

—No, Herb, espere usted un momento. Sé que acaba de pagar un depósito de doscientos mil pavos y que también ha tenido que pagar para llegar hasta ella en el calabozo. Entiendo su situación y me hago cargo de que ha invertido mucho dinero en todo esto. Haré lo posible para que lo recupere. Con el tiempo. Pero ahora mismo es usted el segundón, amigo. Asúmalo y manténgase al puto margen. Ni se le ocurra dar un paso sin antes consultarlo conmigo.

Hundí el dedo en el contrato que estaba mirando fijamente.

—Si no me hace caso, será mejor que vaya buscándose un abogado. Uno de los buenos. Porque lo tendré atado a este asunto durante dos años y al final no cobrará un centavo de los doscientos mil pavos que ha aflojado.

Cerré la puerta de un portazo para enfatizar mis palabras.

—Que tenga un buen día.

Le dejé donde estaba y fui al maletero para devolver los originales a su carpeta. Al cerrar la tapa reparé en que la sombra del grafiti aún era visible. Aunque la pintada ya no estaba, el aerosol había arruinado el reluciente acabado de la carrocería para siempre. Los Florencia 13 me habían dejado huella. Miré la matrícula personalizada situada en el centro del parachoques: MELOSCOMO.

En aquella ocasión era más fácil decirlo que hacerlo. Pasé junto a Dahl, que seguía de pie en la acera, mirando los contratos. Al llegar al portón de la verja cogí uno de los listines telefónicos de la pila que lo mantenía abierto. Con el pulgar, lo entreabrí y miré la esquina superior del dorso de una página escogida al azar. Allí estaba mi anuncio, con mi rostro sonriente en un rincón.

¡SALVE SU HOGAR!

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Hojeé unas cuantas páginas más para asegurarme de que el anuncio aparecía en todas ellas, puesto que había pagado por ello, y volví a dejar el listín en lo alto del montón. Ni siquiera estaba seguro de que alguien siguiera usando un listín telefónico, pero ahí estaba mi mensaje, por si acaso.

Cuando volví a entrar en el apartamento, los encontré a todos esperando en silencio. La llegada de Lisa acompañada de su benefactor había enrarecido un tanto el ambiente. Hice lo posible por retomar la conversación apelando a cierto espíritu de unidad.

—Y bien, ahora ya nos conocemos todos. Lisa, estábamos hablando de lo que vamos a hacer y de lo que necesitamos saber para seguir adelante. No contábamos con la ventaja de su presencia porque, francamente, estaba bastante seguro de que no iba a salir de la cárcel hasta que consiguiéramos declararla inocente al final del proceso. Pero el hecho es que ahora está aquí, y desde luego me interesa incluirla en nuestras estrategias. ¿Hay algo que quiera decir al grupo?

Me sentía como si estuviera dirigiendo una sesión de terapia colectiva en un psiquiátrico. Pero Lisa aprovechó en seguida la oportunidad de convertirse en el centro de atención.

—Sí. Lo primero que quiero hacer es decirles que les estoy muy agradecida por intentar ayudarme. Tengo claro que cosas como la culpabilidad o la inocencia no tienen verdadera importancia desde el punto de vista legal. Lo que importa es lo que puedas demostrar. Lo tengo claro, pero a la vez pienso que no está de más que escuchen lo que voy a decir, aunque solo sea una vez. Soy inocente de los cargos que se me imputan. Yo no maté al señor Bondurant. Espero que me crean y que podamos demostrarlo durante el juicio. Tengo un hijo pequeño y necesita desesperadamente estar con su madre.

Nadie respondió, aunque todos asintieron con pesimismo.

—Muy bien —dije—. Antes de su llegada nos estábamos repartiendo el trabajo. Quién se encarga de una cosa, quién tiene que hacer otra, ya sabe. Me gustaría que usted también se ocupara de algunos asuntos.

—Ayudaré en todo lo que pueda.

Estaba sentada muy erguida en el borde de la silla.

—Después de su detención, la policía estuvo en su casa durante varias horas. La registraron de arriba a abajo y, con la autoridad que les daba una orden judicial, se llevaron varios objetos que podrían ser utilizados como pruebas durante el proceso. Tenemos un listado, que puede consultar libremente. En él aparece su ordenador portátil, así como tres carpetas etiquetadas como FLAG, EJECUCIÓN UNO y EJECUCIÓN DOS. Y aquí es donde usted entra en juego. Un minuto después de que hayan sido asignados el juez y la sala, solicitaremos formalmente que nos dejen examinar el ordenador y las carpetas, pero hasta que llegue ese momento necesitamos que nos haga un listado lo más completo posible de cuanto había en las carpetas y en el ordenador. En otras palabras, Lisa, ¿qué contenían esos documentos para que los inspectores decidieran decomisarlos? ¿Entiende lo que quiero decirle?

—Por supuesto. Y claro, no hay problema. Esta misma noche me pongo a escribirlo.

—Gracias. Hay otra cosa que quiero pedirle. Verá, si este caso termina en juicio, no quiero ningún cabo suelto. No quiero que de pronto aparezcan otros desconocidos o que...

—¿A qué refiere con eso de «si»?

—¿Perdón?

—Ha dicho usted «si». Si este caso termina en un juicio... No me gusta eso de «si».

—Discúlpeme. Ha sido un lapsus. Pero ya que estamos en ello, y para que lo sepa, un buen abogado siempre tiene que escuchar una oferta que le haga la fiscalía. Porque esas negociaciones muchas veces le permiten deducir por dónde van los tiros de la acusación. De forma que si le digo que estoy hablando con la fiscalía sobre un posible acuerdo, tenga presente que hay un buen motivo para ello, ¿entendido?

—Entendido, pero, para que también lo tenga claro, no voy a confesarme culpable de algo que no he hecho. Hay un asesino suelto por las calles mientras se esfuerzan en hacerme todo esto. Anoche no pude dormir en ese lugar horroroso. No hacía más que pensar en mi hijo... Nunca más podría mirarle a la cara si me confesara culpable de un crimen del que no soy culpable.

Pensé que iba a echarse a lloriquear, pero se contuvo.

—Entiendo —repuse con suavidad—. Y bien, Lisa, hay algo más de lo que quiero hablar con usted. De su marido.

—¿Por qué?

Al momento vi que se disparaban las señales de alarma. Nos estábamos metiendo en terrenos pantanosos.

—Porque es un cabo suelto. ¿Cuándo fue la última vez que supo de él? ¿Va a aparecer de repente y causarnos un problema? ¿Puede testificar sobre usted, sobre algún desquite o comportamiento vengativo en el pasado? Necesitamos saber cómo está la situación, Lisa. Si termina apareciendo o no, es otra cuestión. Pero si supone una amenaza, tengo que saberlo.

—Pensaba que nadie podía ser obligado a declarar contra su cónyuge.

—Hay cierto privilegio al que apelar, pero es un terreno oscuro, y más aún si ustedes dos ya no viven juntos. Por eso no quiero dejar nada sin atar. ¿Tiene idea de dónde está su marido en este momento?

No estaba siendo muy preciso en cuanto a lo que decía la ley, pero necesitaba llegar hasta su marido para comprender mejor la dinámica de su matrimonio y cómo esta podía o no jugar un papel en su defensa. Las exparejas son cartas peligrosas. Quizá logres que no testifiquen contra tu cliente, pero eso no significa que puedas impedir que cooperen con la fiscalía fuera del tribunal.

—No, ni idea —contestó—. Pero supongo que tarde o temprano terminará apareciendo.

—¿Por qué?

Lisa levantó las palmas de las manos para indicar que la respuesta era evidente.

—Porque con este asunto se puede ganar dinero. Si mira la televisión o lee un periódico y se entera de lo que está pasando, aparecerá. Puede estar seguro.

La respuesta me pareció un poco extraña. Estaba sugiriendo que su esposo era un sujeto codicioso, y sin embargo yo sabía que, estuviera donde estuviera, el hombre estaba gastando más bien poco dinero.

—Me dijo que su marido le quitó la tarjeta de crédito y se fundió todos los fondos en México.

—Así es. En Playas de Rosarito. Cargó cuatro mil cuatrocientos dólares en la Visa y sobrepasó el límite. Tuve que cancelarla, y era la única tarjeta que teníamos. Pero no caí en la cuenta de que al cancelarla ya no iba a poder seguirle la pista. Por eso le digo que no sé dónde está en este momento.

Cisco se aclaró la garganta e intervino.

—¿Se ha puesto en contacto con usted en algún momento? ¿La ha llamado, le ha mandado correo electrónicos o mensajes de texto?

—Al principio me escribió algún correo electrónico. Luego nada, hasta que llamó por el cumpleaños de su hijo. Hace seis semanas ya.

—¿Su hijo no le preguntó dónde estaba?

Lisa titubeó y finalmente dijo que no. Mentir no se le daba bien. Me daba cuenta de que allí había algo más.

—¿Qué ocurre, Lisa? —le pregunté.

Calló un momento y se dio por vencida.

—Van a pensar que soy una madre horrible, pero el hecho es que no le dejé hablar con Tyler. Empezamos a discutir y yo... le colgué en las narices. Más tarde me arrepentí, pero no pude devolverle la llamada, porque me había telefoneado desde un número oculto.

—Pero, ¿entonces tiene un teléfono móvil? —pregunté.

—No. Lo tuvo, pero ese número lleva un tiempo desactivado. No me llamó desde su teléfono. O bien le dejaron otro móvil o bien tiene otro número, que no me ha dado.

—Pudo haber usado una tarjeta de prepago —dijo Cisco—. Las venden en todos los pequeños supermercados.

Asentí con la cabeza. Aquella historia de desintegración matrimonial nos había dejado a todos mohínos. Finalmente dije:

—Lisa, si vuelve a contactar con usted, hágamelo saber de inmediato.

—Lo haré.

Aparté los ojos de ella y los fijé en mi investigador. Nuestras miradas se cruzaron y le indiqué sin decir palabra que averiguase todo lo posible sobre el errabundo esposo de Lisa. No quería que el hombre apareciera por sorpresa en mitad del juicio.

Cisco asintió con la cabeza. Lo tenía más que claro.

—Un par de cosas más, Lisa, y ya tendremos lo suficiente para ponernos manos a la obra.

—Dígame.

—Durante el registro de su casa ayer, los inspectores decomisaron otras cosas de las que no hemos hablado. Una de ellas aparece descrita como un diario. ¿Sabe de qué se trata?

—Sí. Estaba escribiendo un libro. Un libro sobre mi viaje.

—¿Sobre su viaje?

—Sí. Sobre el viaje que he emprendido para encontrarme a mí misma. Sobre el movimiento. Sobre mi contribución a la lucha para que otros puedan salvar sus hogares.

—Ya. Estamos hablando de una especie de diario de las protestas y demás, ¿es eso?

—Exactamente.

—¿Se acuerda de haber escrito el nombre de Mitchell Bondurant en el diario?

Bajó la vista e hizo memoria.

—Creo que no. Aunque es posible que sí lo mencionara alguna vez. Ya me entiende, igual dije que era el hombre que estaba detrás de todo.

—¿No dijo nada sobre vengarse de él?

—No, nada de eso. ¡Y yo no le hice daño! ¡Yo no lo hice!

—No es eso lo que le estoy preguntando, Lisa. Simplemente estoy tratando de entender qué pruebas tienen contra usted. Pero bueno, lo que me está diciendo es que ese diario no va a suponer un problema para nosotros, ¿correcto?

—Correcto. No habrá ningún problema. En el diario no hay nada malo.

—De acuerdo, entendido.

Miré a mis empleados. La pelea dialéctica con Lisa había hecho que me olvidara de la siguiente pregunta. Cisco me la recordó.

—¿La testigo?

—Eso mismo. Lisa, ayer por la mañana a la hora del asesinato, ¿estaba usted más o menos cerca del edificio del WestLand National en Sherman Oaks?

No respondió de inmediato, lo que vino a decirme que teníamos un problema.

—¿Lisa?

—Mi hijo va a la escuela en Sherman Oaks. Todas las mañanas le llevo en coche y paso por delante de ese edificio.

—Muy bien. Así que ayer le llevó a la escuela. ¿A qué hora aproximadamente?

—Eh... Hacia las ocho menos cuarto.

—A esa hora fue cuando le llevó a la escuela, ¿correcto?

—Correcto.

—¿Y qué suele hacer después de dejarle en la escuela? ¿Vuelve por el mismo camino?

—Sí, la mayoría de los días.

—¿Qué fue lo que hizo ayer? Estamos hablando de ayer. ¿Volvió en coche por el mismo camino?

—Sí, creo que sí.

—¿No se acuerda?

—Sí, me acuerdo. Volví por Ventura hasta Van Nuys y luego fui por la autovía.

—¿Así que volvió a su casa después de dejar a Tyler o hizo algo más?

—Paré para tomar un café y luego me fui a casa. Fue cuando pasé por delante del banco.

—¿A qué hora?

—No estoy segura. No estaba mirando el reloj. Diría que hacia las ocho y media.

—¿Se bajó del coche en las inmediaciones del WestLand National?

—No, claro que no.

—¿Está segura?

—Claro que estoy segura. Me acordaría, ¿no le parece?

—De acuerdo. ¿Dónde se detuvo a tomar café?

—En el Joe’s Joe que hay en Ventura junto a Woodman. Siempre voy allí.

Me detuve. Miré a Cisco y, después, a Aronson. Cisco acababa de decirnos que Mitchell Bondurant llevaba en la mano un vaso de papel del Joe’s Joe en el momento de ser atacado. Decidí que todavía no era el momento de formular la pregunta que caía por su propio peso: si Lisa había visto o interactuado con Bondurant durante su paso por la cafetería. Como abogado de Lisa estaba atado a lo que pudiera contarme. No podía caer en perjurio. Si Lisa me decía que había visto a Bondurant y había hablado con él, no podría permitir que diera otra versión de los hechos al prestar declaración durante el juicio.

Tenía que andarme con cuidado al solicitar en esa fase tan temprana del caso informaciones que después pudieran comprometerme. Sabía que aquello era una contradicción. Mi misión era enterarme de todo lo que pudiera, y sin embargo había ciertas cosas que en aquel momento no quería saber. Hay veces en las que tener información supone una limitación. No tenerla te brinda mayores posibilidades a la hora de planificar una defensa.

Aronson estaba mirándome con insistencia, preguntándose claramente por qué no había hecho la pregunta de rigor. Denegué con la cabeza en un visto y no visto. Más tarde le daría mis razones, otra lección que no le enseñaron en la facultad de derecho.

Me levanté.

—Lisa, creo que ya está bien por hoy. Nos ha dado mucha información, y vamos a aprovecharla para ponernos a trabajar. Ahora mismo hablo con mi chófer para que la lleve a su casa.

El quinto testigo

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