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Lisa Trammel volvió a presentarse en Van Nuys el martes siguiente. Se trataba de otra comparecencia de rutina, cuyo propósito era ofrecer un escrito formal de contestación a la demanda y empezar a conocer los requerimientos del Estado para llevar a cabo un juicio rápido. Sin embargo, dado que mi cliente estaba en libertad bajo fianza, seguramente íbamos a renunciar al derecho a un juicio rápido. No teníamos razón para apresurarnos mientras Lisa siguiera respirando en libertad. El caso judicial iría ganando en dimensión poco a poco, como si fuera una tormenta de verano, y empezaría cuando la defensa estuviera completamente preparada.

Pero la comparecencia sí era útil para que Lisa se declarase «inocente» de forma clara y enfática, para que constara en las actas del juicio y también ante las cámaras de vídeo de los periodistas reunidos en la sala. Aunque en menor número que durante la citación inicial (los medios de ámbito nacional acostumbran a obviar los procedimientos poco llamativos de un caso cuando este está siendo tramitado por el sistema judicial), los medios locales volvieron a hacer acto de presencia y la comparecencia, de quince minutos de duración, quedó bien documentada.

La comparecencia y la vista preliminar del caso le habían sido asignadas al juez del tribunal superior Dario Morales. Este último paso consistía en la simple admisión a trámite de la denuncia. Lisa evidentemente sería llamada a responder, y a continuación el caso sería asignado a otro juez que llevaría lo principal, el juicio.

Aunque había hablado con ella por teléfono casi a diario desde su detención, no había visto a Lisa en más de una semana. Había declinado mis invitaciones a encontrarnos en persona, y ahora entendía por qué. Al entrar en la sala, parecía haberse convertido en otra mujer. Se había cortado el cabello a la última, y su cara daba la impresión de ser demasiado rosada y suave. En la sala se oyeron cuchicheos que venían a decir que Lisa se había hecho un tratamiento facial con bótox a fin de tener un aspecto más atractivo.

Estaba convencido de que aquellas transformaciones físicas, así como el elegante vestido nuevo que llevaba puesto, eran cosa de Herb Dahl. Él y Lisa parecían inseparables, y la implicación de Dahl estaba resultando cada vez más problemática. Había empezado a animar incesantemente a productores y guionistas a llamar al número de mi bufete. Aquello suponía que Lorna no hiciera más que rechazar todos aquellos intentos de sacarle tajada a la historia de Lisa Trammel. Una búsqueda en la Internet Movie Database solía revelar que aquellos conocidos de Herb Dahl en Hollywood no eran más que pseudoprofesionales y buscavidas de ínfimo nivel. No era que una buena inyección del dinero de Hollywood no nos viniera de perlas para hacer frente a nuestros crecientes gastos, pero todos aquellos individuos eran partidarios de firmar acuerdos en seguida y pagarnos a saber cuándo, cosa que no nos interesaba. A todo eso, mi propio agente estaba tratando de encontrar a alguien dispuesto a pagar en depósito una suma suficiente para abonar unos cuantos salarios, alquilar un despacho y hasta devolverle el dinero a Dahl para que se marchara con viento fresco de una vez.

En casi cualquier comparecencia, la información de mayor importancia no es la que termina consignada en las actas. Y así ocurrió con la comparecencia de Lisa. Después de que fuera efectuada la contestación formal a la demanda y Morales programara una comparecencia de seguimiento para dos semanas después, le dije al juez que la defensa quería efectuar varias solicitudes al tribunal. Él aceptó, y le entregué cinco peticiones distintas a uno de sus secretarios. También le entregué una copia a Andrea Freeman.

Aronson se había encargado de redactar los tres primeros escritos tras estudiar en detalle la petición de la orden de registro por parte del Departamento de Policía de Los Ángeles: el vídeo en el que el inspector Kurlen interrogaba a Lisa Trammel, la cuestión sobre si Lisa había sido informada de sus derechos y el momento en el que fue detenida formalmente. Aronson había encontrado inconsistencias, errores de procedimiento y exageraciones de los hechos, por lo que solicitaba la eliminación de varias pruebas. Lo que pedía era que la grabación del interrogatorio fuera desestimada durante el juicio, al igual que todas las pruebas procedentes del registro de la casa de la acusada.

Las solicitudes estaban bien ideadas y redactadas de forma contundente. Me sentía orgulloso de Aronson y me creía bastante listo por haber encontrado un diamante en bruto nada más ver su currículum en mi escritorio. Pero a la vez tenía claro que era poco probable que sus peticiones fueran aceptadas. Ningún juez elegido para el cargo tiene ganas de desestimar las pruebas en un caso de asesinato. Si es que quiere que los votantes sigan manteniéndole en el cargo, claro está. Así que el magistrado trata de dejar las cosas como están y, en todo caso, se compromete a dejar que sea el jurado el que más tarde tome una decisión sobre las pruebas.

Sin embargo, los escritos de Aronson desempeñaban un papel muy importante en la estrategia de la defensa. Porque venían acompañados de otros dos escritos. Uno de ellos tenía el propósito de acelerar la exhibición de pruebas al solicitar que la defensa tuviera acceso libre a todos los archivos y documentos internos relativos a Lisa Trammel y Mitchell Bondurant que constasen en poder del WestLand Financial. El segundo pedía que la fiscalía accediera a que la defensa examinara el ordenador portátil de Trammel, su teléfono móvil y todos sus documentos incautados durante el registro de su casa.

Teniendo en cuenta que Morales seguramente trataría de mostrarse ecuánime tanto con la defensa como con la acusación, mi estrategia era la de empujar al juez a tomar una decisión salomónica. Que cortara el niño en dos. Que rechazara las solicitudes para desestimar las pruebas en poder de la fiscalía, pero que concediera a la defensa el acceso solicitado en los otros dos escritos.

Como es natural, tanto Morales como Freeman tenían muchas tablas en el asunto y verían venir mi estrategia desde un kilómetro de distancia. Con todo, el hecho de que se dieran cuenta de lo que estaba haciendo no significaba que pudieran impedirlo del todo. Y además, tenía en el bolsillo un sexto escrito de solicitud que todavía no había presentado al tribunal y que iba a ser mi as en la manga.

Morales concedió a Freeman diez días para responder a las solicitudes y levantó la sesión, para pasar con rapidez a su siguiente caso del día. Un buen juez siempre trata de mantener los casos vivos y en movimiento constante. Me giré hacia Lisa y le dije que me esperase en el pasillo, que iba a hablar un momento con la fiscal. Vi que Dahl estaba esperándola junto a la puerta, a todas luces decidido a salir con ella de la sala. Decidí que me ocuparía de él más tarde y fui hacia la mesa de la fiscalía. Con la cabeza gacha, Freeman estaba tomando notas en un cuaderno.

—Hola, Andy...

Levantó la mirada, con una media sonrisa, segura de que iba a encontrarse con algún amigo que la llamaba «Andy». Al verme, se le esfumó la sonrisa por completo. Dejé el sexto escrito en la mesa.

—Léaselo cuando tenga un minuto. Voy a presentarlo mañana por la mañana. Hoy tampoco era cuestión de inundar al tribunal con un tsunami de escritos, ¿verdad? Lo haré mañana por la mañana, pero se me ha ocurrido que quizá le interese echarle un vistazo, puesto tiene que ver con usted.

—¿Conmigo? ¿De qué me está hablando?

No respondí. La dejé donde estaba, fui hacia la puerta y salí de la sala. Al dejar atrás las puertas dobles, vi que mi cliente y Herb Dahl estaban atendiendo a un nutrido semicírculo de periodistas y cámaras. Al momento me situé detrás de Lisa, la agarré por el brazo y me la llevé de allí dejándola con la palabra en la boca.

— ¡Eso es to... eso es to... eso es todo amigos! —tartamudeé, respondiendo a mi más puro estilo Porky.

Lisa se esforzó en librarse de mí, pero conseguí alejarla del gentío y llevármela pasillo abajo.

—¿Se puede saber qué está haciendo? —protestó—. ¡Está dejándome en ridículo!

—¿Que estoy dejándola en ridículo? Lisa, es usted la que se está poniendo en ridículo yendo a todas partes con ese fulano. Le dije que se olvidara de él. Y mírese, maqueada como una estrella de cine. Esto es un juicio, Lisa, no la gala de los Óscar.

—Les estaba contando a los periodistas mi versión de los hechos.

Me detuve cuando estuvimos lo bastante lejos de los chicos de la prensa como para que no nos oyeran.

—Lisa, no puede hablar abiertamente con los periodistas así como así. Le podría salir el tiro por la culata.

—¿Qué me está contando? Era la ocasión perfecta para que oyeran mi versión del asunto. Me están tendiendo una encerrona, y ha llegado el momento de hablar claro. Ya se lo dije antes: los culpables son los que no se defienden.

—El problema es que la fiscalía cuenta con un departamento de comunicación que se encarga de grabar y copiar todo cuando se dice o se emite sobre usted, de modo que tienen una copia de todo cuanto dice. Y si usted un día cambia su versión de los hechos entre una declaración y la siguiente, aunque sea de forma mínima, entonces la van a pillar. Y aprovecharán las discrepancias para crucificarla delante del jurado. Lo que quiero decirle es que no vale la pena correr el riesgo, Lisa. Lo que tendría que hacer es dejar que sea yo el que hable en su nombre. Pero si le resulta imposible e insiste en contar personalmente su versión de los hechos, lo que haremos será prepararla bien, ensayarlo todo y buscarle entrevistas estratégicas con la prensa.

—Pero Herb ya se está ocupando de eso. Herb estaba asegurándose de que yo no...

—Déjeme explicárselo otra vez, Lisa. Herb Dahl no es su abogado y sus intereses no están entre sus prioridades. Su prioridad son los intereses de Herb Dahl. ¿Entendido? No sé cómo quiere que se lo diga. Tiene que librarse de Dahl. Él...

—¡No! ¡No puedo hacer eso! ¡No quiero hacerlo! Herb es el único que se preocupa por mí de verdad.

—No me diga. Me rompe usted el corazón, Lisa. Y si es el único que se preocupa por usted, ¿por qué sigue ahí plantado hablando con toda esa gente?

Señalé el corro de periodistas y fotógrafos. En efecto, Dahl no paraba de hablar, dándoles todo cuanto necesitaban.

—¿Qué les está diciendo, Lisa? ¿Lo sabe? Porque yo no tengo ni puñetera idea, y es curioso, teniendo en cuenta que usted es la acusada y yo el abogado defensor. ¿Y él quién es?

—Él está autorizado a hablar en mi nombre —dijo Lisa.

Mientras Dahl apuntaba con el dedo a otro periodista para pasar a la siguiente pregunta, vi que se abría la puerta de la sala por la que habíamos salido un momento antes. Andrea Freeman hizo acto de presencia, con mi sexta solicitud en la mano, mirando a su alrededor con atención. Al principio miró hacia el grupo de periodistas, pero entonces vio que no era yo el que estaba con ellos. Cuando su radar me detectó, cambió el rumbo y vino directamente hacia mí. Algunos de los periodistas la llamaron, pero los esquivó levantando el documento que llevaba en la mano.

—Lisa, vaya a uno de esos bancos, siéntese y espéreme. Y no hable con ningún periodista.

—¿Pero... ?

—Haga lo que le digo.

Lisa se marchó mientras Freeman venía hacia mí. Estaba furiosa; podía ver el fuego en su mirada.

—¿Qué es toda esta mierda, Haller?

Levantó el papel. Mantuve la calma, aunque estuviera invadiendo de lleno mi espacio personal.

—Bien —dije—. Me parece que está más que claro. Es una solicitud para que sea usted apartada del caso, porque está sujeta a un conflicto de intereses.

—Con que tengo un conflicto de intereses, ¿eh? ¿De qué conflicto me habla?

—Mire, Andy... Porque puedo llamarla Andy, ¿verdad? Mi hija la llama así, de modo que yo, su padre, también debería poder hacerlo, ¿no cree?

—Corte el rollo, Haller.

—Pues claro, no hay problema. El conflicto al que me refiero tiene que ver con el hecho de que ha estado hablando de este caso con mi exmujer y...

—Porque resulta que es fiscal y trabaja en la misma oficina que yo.

—Cierto, pero estas conversaciones entre las dos no solo han tenido lugar en la oficina. De hecho han tenido lugar en las clases de yoga y delante de mi hija, y probablemente por todo San Fernando Valley, según tengo entendido.

—Vamos, por favor. Esto es una absoluta idiotez.

—¿En serio? En tal caso, ¿por qué me mintió?

—Yo nunca le he mentido. ¿Qué está dicien... ?

—Le pregunté si conocía a mi exesposa y me dijo que solo «de vista». Lo que no es exactamente cierto, ¿verdad?

—Simplemente no quería hablar del asunto con usted.

—Así que me mintió. No lo mencioné en las anteriores solicitudes, pero puedo presentar un nuevo escrito. Y el juez será quien decida si es importante o no.

Soltó un agitado suspiro de rendición.

—¿Qué es lo que quiere?

Miré a mi alrededor. Nadie podía oírnos.

—¿Qué es lo que quiero? Quiero demostrarle que puedo jugar tan fuerte como usted. Si lo que quiere es ponerme las cosas difíciles, yo también puedo hacer lo mismo con usted.

—¿Y eso qué significa, Haller? ¿Qué quiere a cambio?

Asentí con la cabeza. Ahora sí íbamos a empezar negociar.

—Sabe que si mañana presento este escrito, el caso se ha terminado para usted. El juez le dará la razón a la defensa para evitar una posible revocación. Por lo demás, ese hombre sabe muy bien que en su oficina hay trescientos fiscales perfectamente competentes. Siempre pueden mandar a uno a sustituirla.

Señalé el grupo de periodistas apelotonados en la antesala, en su mayoría aún pendientes de las palabras de Herb Dahl.

—¿Se ha fijado en todos estos periodistas? ¿En toda esta expectación? Seguramente estamos hablando del caso más importante de toda su carrera profesional, y se va a quedar sin él. Olvídese de las ruedas de prensa, de los titulares, de la atención de la opinión pública. Todo eso será para el que venga y ocupe su sitio.

—En primer lugar voy a luchar para impedir lo que se propone y no está nada claro que el juez Morales vaya a tragarse sus gilipolleces. Voy a contarle exactamente lo que está usted haciendo: tratar de que nombren a un fiscal de su gusto, tratar de librarse de una fiscal que le inspira verdadero pánico.

—Puede decirle todo lo que quiera, pero seguirá teniendo que explicarle al juez, delante de todo el mundo, por qué la semana pasada mi hija de catorce años estuvo mencionando varios hechos de este caso mientras cenábamos juntos.

—Y una mierda. Tendría que darle vergüenza utilizar a su...

—¿Me está llamando mentiroso o llama mentirosa a mi hija? Porque podemos hacer que venga a declarar ella también. Aunque no creo que a sus jefes vaya a gustarles mucho el numerito que eso va a suponer. Ni los titulares posteriores. Ya me entiende: «Una fiscal interroga a una niña de catorce años y la acusa de mentir». Un poco cutre, ¿no le parece?

Freeman se dio la vuelta y dio un paso para alejarse, pero de pronto se detuvo. Sabía que la tenía contra las cuerdas. Debería haberse olvidado de mí y del caso, pero no podía hacerlo. Quería aquel caso y todo cuanto podía reportarle.

Se giró hacia mí de nuevo. Me miró como si yo no estuviera delante, como si estuviera muerto.

—Se lo repito. ¿Qué es lo que quiere?

—Preferiría no tener que presentar esta solicitud mañana. Lo que me gustaría es poder retirar los escritos que me vi obligado a redactar pidiendo la devolución de las pertenencias de mi cliente y permiso para ver los documentos del WestLand. Lo único que quiero es cooperación. Un toma y daca amistoso en cuanto a la exhibición de las pruebas. Y desde ya, no más adelante. No quiero tener que hablar con el juez cada vez que quiera algo a lo que tengo derecho.

—Puedo quejarme de su comportamiento al colegio de abogados.

—Muy bien. Yo también puedo quejarme. Nos investigarán a los dos y terminarán concluyendo que la única que ha hecho algo malo es usted, al hablar del caso con la exmujer y la hija del abogado defensor.

—No lo hablé con su hija. Ella solo estaba delante.

—Estoy seguro de que el colegio de abogados lo tendrá en cuenta.

Dejé que siguiera dándole vueltas al asunto un poco más. La decisión era suya, pero necesitaba un último empujón.

—Ah, y por cierto, si mañana presento este escrito me aseguraré de que llegue a oídos del Times. ¿Quién es su periodista en los juzgados? Salters, ¿verdad? Seguro que la chica encuentra esta historia de lo más interesante y jugosa. Una bonita exclusiva.

Asintió con la cabeza como si de repente tuviera las cosas clarísimas.

—Retire las solicitudes —dijo—. El viernes por la tarde tendrá todo cuanto ha pedido.

—Mañana.

—Es demasiado pronto. Tengo que ordenarlo todo y hacer que lo copien. Y la copistería siempre está saturada.

—Pues el jueves a mediodía, o presento el escrito.

—Muy bien, capullo.

—Estupendo. Una vez le haya echado un vistazo a todo, a lo mejor podemos empezar a hablar de un posible trato. Muchas gracias, Andy.

—Que le jodan, Haller. Y ni sueñe con un trato. A esa mujer la tenemos más que pillada, y cuando se emita el veredicto voy a estar mirándole a usted, no a ella.

Se giró y empezó a alejarse, pero de pronto volvió el rostro y me miró.

—Y no me llame Andy. Usted no es amigo mío.

Finalmente se marchó, con unas zancadas grandes y furiosas, en dirección al ascensor del vestíbulo, ignorando por completo a un periodista que fue al trote hacia ella con el propósito de arrancarle unas palabras.

Yo tenía claro que no iba a haber ningún acuerdo de aceptación de culpabilidad. Mi cliente no iba a permitirlo. Pero le había lanzado la posibilidad a Freeman para que pudiera estampármela en la cara. Quería que se marchara furiosa, pero no mucho. Quería hacerle creer que había conservado algo de honor. Así sería más fácil tratar con ella.

Miré a mi alrededor y vi que Lisa seguía esperando pacientemente en el banco, tal como le había ordenado. Le hice un gesto para que se acercara.

—Muy bien, Lisa. Vámonos de aquí.

—Pero, ¿y Herb? Hemos venido juntos en coche.

—¿En su coche o en el de él?

—En el de él.

—Entonces Herb no va a tener ningún problema. Mi chófer va a dejarla en su casa.

Fuimos hacia el pequeño vestíbulo de los ascensores. Por suerte, Andrea Freeman ya había bajado en uno de ellos a la oficina de la fiscalía del distrito, situada en el segundo piso. Pulsé el botón, pero el ascensor no llegó con la suficiente rapidez. Dahl terminó por unírsenos.

—¿Cómo? ¿Pero es que iban a marcharse sin mí?

No respondí a su pregunta; al momento decidí olvidarme de los buenos modales.

—Me está jodiendo vivo al hablar con los periodistas de esa forma, ¿sabe? Usted cree estar sirviendo a la causa, pero de eso nada... A no ser que estemos hablando de la causa de Herb Dahl.

—A ver un momento, ¿qué lenguaje es ese? Estamos en un juzgado.

—Me da igual dónde estemos. No hable en nombre de mi cliente. ¿Lo ha entendido? Si vuelve a hacerlo, organizaré una rueda de prensa, y lo que voy a decir de usted no va a gustarle en absoluto.

—Está bien. Queda meridianamente claro. Ha sido la última rueda de prensa por mi parte. Pero respóndame a una pregunta. ¿Qué me dice de todas esas personas que le han estado llamando de mi parte? Según me dicen, su personal se ha mostrado más bien grosero con ellas.

—Pues sí. Y si sigue haciendo que nos llamen, seguiremos tratándolas del mismo modo.

—Oiga, yo conozco bien el negocio del cine, y estamos hablando de auténticos profesionales.

Tetanic.

Dahl se mostró confuso. Miró a Lisa y me miró a mí otra vez.

—¿Perdón?

Tetanic. Vamos, hombre, ¿es que no ha oído hablar de la película Tetanic?

—¿Se refiere a Titanic? ¿La película con Leonardo DiCaprio y Kate Winslet... ?

—No, me refiero a Tetanic. La película producida por uno de esos profesionales que nos ha estado enviando. Trata de una señorita que se enamora de un jovenzuelo en un barco y se lo monta con él tres o cuatro veces al día, hasta que se aburre del asunto y empieza a montárselo con la tripulación al completo. No creo que fuese tan taquillera como Titanic.

Lisa estaba empalideciendo. Tuve la sensación de que lo que yo estaba diciendo sobre los contactos de Dahl en Hollywood no coincidía con lo que Dahl había estado endilgándole durante semanas seguidas.

—Pues sí, esto es lo que está haciendo por usted, Lisa. Ésta es la clase de gente con la que quiere que haga negocios.

—A ver un momento —dijo Dahl—. ¿Usted tiene idea de lo difícil que resulta sacar algo adelante en esta ciudad? ¿Un proyecto? Hay quien puede y hay quien no puede hacerlo. Y a mí me da igual lo que un tipo hiciera en su momento si ahora puede poner un proyecto en marcha. ¿Me entiende? Estamos hablando de profesionales, y he metido mucho dinero en todo esto, Haller.

Finalmente llegó un ascensor. Hice un gesto a Lisa para que entrara. Y a continuación le puse la mano en el pecho a Dahl y le aparté de la puerta poco a poco.

—Largo de aquí, Dahl. Recuperará su dinero, y hasta puede que saque algo más. Pero largo de aquí.

Entré en el ascensor y me di la vuelta para asegurarme de que Dahl no intentaba colarse en el último instante. No lo intentó, pero tampoco se movió de donde estaba. Le aguanté la mirada preñada de odio hasta que las puertas se cerraron.

El quinto testigo

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