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ОглавлениеTenía catorce años y seguían gustándole las tortitas para desayunar. Mi hija y yo nos encontrábamos en uno de los reservados del Du-par’s en Studio City. Era nuestro ritual de los miércoles por la noche. La recogí en casa de su madre y paramos para comer unas tortitas de camino a mi casa. Ella hacía los deberes del colegio, y yo me enfrascaba en mis casos. Era la más preciada de todas mis rutinas.
El acuerdo oficial de custodia estipulaba que Hayley pasaba conmigo todos los miércoles por la noche y un fin de semana de cada dos. Alternábamos las Navidades y los días de Acción de Gracias, y también pasaba conmigo dos semanas durante el verano. Pero este era solo el acuerdo oficial. Las cosas habían ido bien durante el año anterior, y ahora los tres hacíamos cosas juntos a menudo. En Navidad cenábamos como una familia. Mi exmujer venía a veces con nosotros a comer tortitas, y aquel era también un momento de lo más preciado.
Pero esa noche solo estábamos Hayley y yo. Mi tarea del día consistía en examinar el informe de la autopsia de Mitchell Bondurant. Incluía fotografías de la misma, así como del cuerpo en el momento en que hallado en el aparcamiento del banco. De modo que me senté con la espalda echada hacia atrás en el respaldo, haciendo todo lo posible para que ni Hayley ni ningún otro cliente del restaurante viera las terribles imágenes. No eran la mejor guarnición para unas tortitas.
Por su parte, Hayley estaba haciendo los deberes de ciencias naturales, estudiando las transformaciones de la materia y los elementos de combustión.
Cisco estaba en lo cierto. La autopsia concluía que Bondurant había muerto debido a la hemorragia cerebral resultante de los múltiples traumatismos craneales ocasionados por los golpes con un objeto contundente.
De tres traumatismos en concreto. La documentación incluía un croquis de la parte superior de la cabeza del muerto. En lo alto estaban marcados los tres puntos de impacto, agrupados de forma tan próxima que hubiera sido posible cubrir las tres lesiones con una taza de té.
Al ver el dibujo, me animé. Fui a la primera página del informe, en el que se describía el cuerpo examinado. Mitchell Bondurant medía uno con ochenta y seis y pesaba ochenta y dos kilos. No tenía los números de Lisa Trammel, así que llamé al móvil que Cisco le había entregado aquella mañana, dado que la policía se había quedado con el teléfono de Lisa. Siempre había que asegurarse de poder contactar con un cliente a cualquier hora.
—Lisa, soy Mickey. Solo será un momento. ¿Cuánto mide usted?
—¿Cómo? Mickey, estoy en mitad de una cena con...
—Simplemente dígame cuánto mide, y la dejo en paz. No me mienta. ¿Qué pone en su carné de conducir?
—Eh... Uno con sesenta, creo.
—¿Es exacto?
—Sí. Pero, ¿qué... ?
—Ya está, es lo que necesitaba. Puede seguir cenando. Que tenga una buena noche.
—¿Qué... ?
Colgué y tomé nota de su estatura en el cuaderno que tenía en la mesa. A su lado anoté la estatura de Bondurant. Lo más interesante era que Bondurant medía veinticinco centímetros más que la sospechosa de su asesinato, y sin embargo los golpes que le habían fracturado el cráneo y matado habían sido asestados sobre la parte superior de su cabeza. Aquello planteaba lo que para mí era una cuestión de física elemental. El tipo de cuestión que podía sorprender a un jurado y llevarlo a tomar una decisión. El tipo de cuestión que un buen abogado defensor puede aprovechar. Si el guante no encaja, la condena se rebaja, por así decirlo. La cuestión era la siguiente: ¿cómo se explicaba que la diminuta Lisa Trammel hubiera golpeado a don Metro Ochenta y Seis Bondurant en la parte superior del cráneo?
Por supuesto, la respuesta dependía de las dimensiones del arma y de otros factores como la posición de la víctima. Si Bondurant estaba en el suelo en el momento de ser atacado, todo esto daría lo mismo. Pero era algo a lo que aferrarse por el momento. Volví a centrarme en una de las carpetas que había en la mesa y saqué el resultado de la orden de registro.
—¿A quién has llamado? —preguntó Hayley.
—A una cliente mía. Tenía que preguntarle por su estatura.
—¿Y eso por qué?
—Porque quizá explique si pudo hacer lo que dicen que hizo.
Estudié el listado de objetos. Como había dicho Cisco, tan solo constaba un par de zapatos, descritos como unos zapatos de jardinería, encontrados en el garaje. No se habían llevado zapatos de tacón alto, sandalias ni ningún otro tipo de calzado. Por supuesto, los inspectores habían efectuado el registro antes de la autopsia y de conocer sus resultados. Pensé en ello y concluí que unos zapatos de jardinero seguramente tenían muy poco tacón. Si lo que sospechaban era que Lisa llevaba puestos aquellos zapatos en el momento del asesinato, Bondurant probablemente seguía sacándole veinticinco centímetros a mi cliente, siempre suponiendo que estuviera de pie en el instante de la agresión.
Íbamos bien. Subrayé la estatura del uno y de la otra tres veces en el cuaderno. Pero al momento me puse a pensar en lo extraña que resultaba la incautación de un único par de zapatos. El documento no especificaba por qué se habían llevado los zapatos de jardinería, pero la orden judicial confería a la policía autoridad para decomisar cualquier cosa que hubiera podido ser usada en el momento del crimen. Los inspectores solo se habían llevado los zapatos de jardinería, y yo no tenía idea de por qué.
—Mamá me ha dicho que estás trabajando en un caso muy importante.
Miré a mi hija. Raras veces me preguntaba por mi trabajo. Creía que porque, siendo tan joven, seguía viendo las cosas en blanco y negro, sin áreas grises de ningún tipo. La gente era buena o era mala, y mi profesión me llevaba a defender a la que era mala, de modo que no había nada de lo que hablar.
—¿Eso te ha dicho? Bueno, pues sí, es un caso que ha despertado mucha expectación.
—Es esa mujer que mató al hombre que iba a quitarle la casa, ¿verdad? ¿Es a ella a quien acabas de llamar?
—La acusan de haber matado a ese hombre. No la han condenado por nada todavía. Pero, sí, es ella.
—¿Y por qué necesitas saber su estatura?
—¿De verdad quieres saberlo?
—Ajá.
—Bueno, dicen que mató a un hombre mucho más alto golpeándole en lo alto de la cabeza con una herramienta o algo por el estilo. Así que estaba preguntándome si era lo bastante alta para haberlo hecho.
—Entonces, Andy va a tener que demostrar que sí que pudo hacerlo, ¿verdad?
—¿Andy?
—Andy, la amiga de mamá. Mamá me ha dicho que es la fiscal del caso.
—¿Te refieres a Andrea Freeman? ¿Una mujer negra, alta, que lleva el pelo muy corto?
—Esa misma.
Así que ahora era «Andy», pensé. La misma Andy que me había dicho que solo conocía a mi exmujer de vista.
—Así que ella y tu madre se conocen bien. No tenía ni idea.
—A veces van juntas a yoga. Andy viene cuando estoy con Gina, y salen juntas por ahí. También vive en Sherman Oaks.
Gina era la canguro a la que mi ex recurría cuando yo no estaba disponible o ella no quería que me enterase de la vida social que llevaba. O cuando salíamos juntos los dos.
—Bueno, Hay, voy a pedirte un favor. No digas a nadie que hemos estado hablando de esto o que me has oído hacer esa pregunta por teléfono. Es algo más o menos privado, y no quisiera que Andy se enterase. Creo que me he equivocado al hacer esa llamada delante de ti.
—Muy bien. No te preocupes.
—Gracias, cariño.
Esperé a ver si preguntaba algo más sobre el caso, pero volvió a concentrarse en el libro de ciencias naturales.
Me enfrasqué de nuevo en el informe de la autopsia y las fotos de las lesiones mortales en la cabeza de Bondurant. El forense había afeitado el cráneo de la víctima en las inmediaciones de las heridas, junto a las que había situado una regla, para que el observador se hiciera una idea de las dimensiones. En la piel, los puntos de impacto eran circulares y de un color rosado. La piel estaba sajada, pero habían lavado la sangre para que las heridas se vieran bien. Dos de ellas se solapaban, y la tercera estaba a unos dos centímetros y medio de distancia.
La forma circular de la superficie de impacto del arma me llevó a pensar que a Bondurant le habían atacado con un martillo. No soy precisamente un manitas, pero sé manejarme con una caja de herramientas, por lo que tenía claro que la superficie de impacto de muchos martillos era circular, ovoide en ocasiones. Estaba seguro de que el especialista de turno al servicio del forense así lo confirmaría, pero nunca estaba de más ir un paso por delante y anticiparse a sus movimientos. Advertí que en cada una de las señales había una pequeña marca en forma de V, aunque no estaba muy seguro de lo que significaba.
Volví a mirar el resultado de la orden de registro y vi que la policía no había incluido ningún martillo entre las herramientas requisadas en el garaje de Lisa Trammel, lo cual resultaba curioso teniendo en cuenta que los inspectores habían decomisado en cambio otras herramientas menos corrientes. De nuevo, podía deberse a que el registro se había efectuado antes que la autopsia y antes de que se conocieran los hechos. La policía se había llevado todas las herramientas, y no una herramienta específica. Pero seguía quedando alguna pregunta por responder.
¿Dónde estaba el martillo?
¿Había realmente un martillo?
Aquello, evidentemente, era la primera espada de doble filo del caso. La fiscalía argumentaría que la ausencia de un martillo en una banqueta de trabajo plenamente equipada era un indicio de culpabilidad. La acusada había empleado el martillo para golpear y matar a la víctima, y luego se había desprendido del arma para ocultar la autoría del crimen.
La defensa daría la vuelta a aquella argumentación y diría que la ausencia de un martillo resultaba exculpatoria. Sin el arma homicida resultaba imposible establecer una conexión con la acusada. Caso cerrado.
Sobre el papel, era coser y cantar. Pero no siempre acababa siendo así. Los jurados acostumbraban a ponerse del lado de la fiscalía en cuestiones de ese tipo. El factor campo, por así decirlo. Y es que la fiscalía siempre juega en casa.
Con todo, anoté que debía decirle a Cisco que hiciera lo posible por seguir la pista del martillo. Que hablara con Lisa Trammel, a ver qué le contaba. Que localizara a su marido, aunque solo fuera para preguntarle si en la casa había un martillo y qué había sido de él.
Las siguientes fotos de la autopsia correspondían a la fractura del cráneo propiamente dicha, después de que hubieran separado el cuero cabelludo del hueso. Los daños eran considerables. Cada uno de los tres golpes había perforado el cráneo, que había quedado fracturado siguiendo un patrón que recordaba casi a unas olas saliendo de las zonas de impacto. El forense describía las heridas como mortales de necesidad, y las fotos refrendaban de manera absoluta aquella conclusión.
La autopsia enumeraba otra laceraciones y abrasiones en el cuerpo, y hasta una fractura y tres dientes rotos, si bien el forense consideraba que todas aquellas lesiones se habían producido cuando Bondurant se había estrellado de bruces contra el suelo a consecuencia del ataque. El banquero estaba inconsciente, si no clínicamente muerto, en el momento de caer contra el suelo del aparcamiento. El listado no incluía ninguna lesión defensiva.
El informe de la autopsia también incluía unas fotocopias en color de las fotos de la escena del crimen aportadas al forense por el Departamento de Policía de Los Ángeles. La serie no era muy amplia: tan solo seis imágenes que mostraban la orientación del cadáver in situ, o sea, tal como lo habían encontrado. Hubiera preferido contar con la serie entera de las fotografías originales, pero estaba claro que no iba a conseguirla hasta que convenciera al juez de que obligara a «Andy» Freeman a mostrarme las pruebas del caso que retenía en su poder.
Las fotos de la escena del crimen mostraban el cuerpo de Bondurant desde distintos ángulos. El cadáver estaba tendido entre dos coches estacionados en el aparcamiento y se veía la puerta del conductor de un monovolumen Lexus abierta. En el suelo había un vaso de papel de Joe’s Joe y un charquito de café, y al lado, un maletín abierto.
Bondurant estaba de bruces contra el suelo, con la nuca y la parte de superior de la cabeza empapadas de sangre. Tenía los ojos abiertos y parecía estar mirando fijamente el hormigón.
En las fotos aparecían unos marcadores de la policía situados junto a distintas gotas y rastros de sangre en el hormigón. No había ningún análisis que determinara si esas manchas de sangre se habían producido durante la agresión o eran rastros dejados por el arma homicida.
Lo del maletín no dejaba de resultarme curioso. ¿Por qué estaba abierto? ¿Se habían llevado algo? ¿El asesino se había tomado un tiempo para rebuscar en su interior tras haber matado a Bondurant? De ser así, estaríamos hablando de un asesino frío y calculador. El aparcamiento estaba llenándose de empleados que acudían a trabajar al banco. Tomarse el tiempo de registrar un maletín mientras el cuerpo de la víctima yace a unos pasos parecía constituir un riesgo extremo, pero no era el comportamiento propio de un asesino empujado por la emoción y el afán de venganza. No era propio de un aficionado.
Tomé unas cuantas notas más relativas a estas cuestiones y escribí un último recordatorio. Haría que Cisco averiguase si las plazas de aparcamiento estaban asignadas de forma personal. ¿El nombre de Bondurant aparecía escrito en la pared de enfrente de la caseta? El hecho de que el asesinato de Bondurant hubiera sido calificado como un acto perpetrado con premeditación y alevosía indicaba que la fiscalía consideraba que Trammel sabía dónde y cuándo encontrar a Bondurant. Iban a tener que demostrarlo durante la vista.
Cerré las carpetas del caso Trammel, hice una pila con ellas y el cuaderno, y lo sujeté todo con una goma elástica.
—¿Todo bien? —le pregunté a Hayley.
—Sí, claro.
—Ya casi has terminado ¿no?
—¿Con qué? ¿Con la comida o con los deberes?
—Con las dos cosas.
—He terminado de comer, pero aún me quedan los deberes de lengua y los de ciencias sociales. Pero si quieres, nos vamos.
—Todavía tengo que mirar otros papeles. Mañana tengo juzgado.
—¿Por lo del caso de asesinato?
—No, por otros casos.
—¿De esos en los que te peleas para que la gente siga viviendo en sus casas?
—De esos mismos.
—¿Por qué que hay tantos casos así?
Hasta las niñas lo preguntaban ya.
—Por codicia, cariño. Todo se explica por la codicia de ambas partes.
Miré a Haley para ver si con aquello le bastaba, pero era evidente que no quería volver a sus deberes. Me miraba esperando más. Una adolescente de catorce años que estaba interesada en conocer lo que la mayor parte del país prefería ignorar...
—Verás, lo que pasa es que, por lo general, hace falta mucho dinero para comprar una casa o un piso. Por eso hay tanta gente que prefiere vivir de alquiler. La mayoría de las personas que compran una casa tienen que adelantar un montón de dinero, pero casi nunca tienen lo bastante para comprar la casa entera, así que han de ir al banco y pedir un préstamo. El banco decide si tienen ahorros suficientes y ganan lo bastante para devolver el préstamo, que en este caso se llama hipoteca. Si todo parece estar en orden, compran la casa que quieren y van pagando la hipoteca a plazos mensuales durante muchos años. ¿Me sigues?
—O sea que le pagan el alquiler al banco.
—Más o menos. Solo que cuando alquilas una vivienda al casero, nunca llegas a ser el propietario, y si vas pagando una hipoteca, se supone que sí. La casa acaba siendo tuya, y siempre se ha dicho que el sueño americano consiste precisamente en eso, en tener tu propia casa.
—¿Tú eres propietario de tu casa?
—Sí. Y tu madre también lo es de la suya.
Asintió con la cabeza, pero no estaba muy seguro de que estuviéramos hablando a un nivel comprensible para una niña de catorce años. A Hayley no le parecía que el sueño americano tuviera mucho que ver con que sus padres tuvieran dos hipotecas distintas a juego con sus dos direcciones distintas.
—Pues bien, hace unos años empezaron a dar facilidades para que la gente pudiera comprarse una casa. Y pronto empezaron a conceder préstamos a casi todo aquel que entraba en un banco o hablaba con un corredor hipotecario. Hubo mucho fraude y corrupción, y los bancos concedieron préstamos a mucha gente que no estaba en condiciones de devolverlos. A veces eran ellos los que mentían para conseguir los préstamos, y otras veces mentían los que les prestaban el dinero. Estamos hablando de millones de préstamos, Hay, y cuando la cosa llega a ese nivel, no hay suficiente gente ni normas para controlarlo todo.
—¿O sea que nadie hacía que la gente pagara?
—Hubo algo de eso, pero lo que pasó básicamente fue que la gente pidió prestado más de lo que podía devolver. Y esos préstamos tenían unos tipos de interés que iban cambiando. Estos indicaban lo que el propietario de la casa tenía que pagar cada mes y podían subir mucho con el tiempo. La gente a veces tenía que abonar lo que llaman una cuota final, en la que tenían que devolver todo el dinero al cabo de cinco años. Es una historia muy larga y complicada, pero en resumen, lo que ocurrió fue que la economía del país fue a peor y, como consecuencia, el precio de las casas bajó; la situación se convirtió en una verdadera crisis, porque en el país había millones de personas que no podían pagar las casas que habían comprado ni tampoco podían venderlas, ya que ahora valían menos que la suma que tenían que pagar por ellas. Pero a los bancos, a los fondos de inversión y a los demás prestamistas que habían financiado las hipotecas todo eso les daba más o menos igual. Lo que querían era recuperar su dinero. Y cuando la gente ya no pudo seguir pagando, empezaron a quedarse con sus casas.
—Y esa es la gente que te contrata.
—Algunos, sí. Pero hay millones de ejecuciones hipotecarias en marcha. Todos esos prestamistas quieren recuperar su dinero, y algunos de ellos hacen maniobras malvadas o contratan a indeseables para que las hagan en su nombre. Mienten y engañan, y arrebatan las casas a la gente de forma poco escrupulosa o directamente ilegal. Y ahí es donde entro yo.
Miré a Hayley. Seguramente había perdido el hilo. Cogí el segundo montón de carpetas que tenía en la mesa y abrí una. Me puse a leer y le expliqué:
—Mira, aquí tenemos un caso. Esta familia compró una casa hace seis años, por un pago mensual de novecientos dólares. Dos años después, cuando todo empezó a irse a la mierda...
—¡Papá!
—Perdón. Dos años después, cuando las cosas empezaron a ir mal en este país, la tasa de interés subió, y por lo tanto también subió su pago mensual. A todo esto, el marido perdió su trabajo como conductor de un autobús escolar porque tuvo un accidente. De modo que el marido y la mujer fueron al banco y dijeron: «Miren, tenemos un problema. ¿Podemos cambiar o reestructurar la hipoteca para que podamos seguir pagando la casa?». Es lo que se llama modificación de la hipoteca, y suele ser una tomadura de pelo. Estas dos personas hicieron lo que tenían que hacer, ir al banco y dar la cara, pero los del banco les dieron coba y dijeron: «Sí, vamos a ayudarles. Sigan pagando lo que puedan mientras trabajamos en el asunto». De modo que siguieron pagando lo que podían, pero no era suficiente. Esperaron y esperaron, pero los del banco no decían nada. Hasta que se encontraron una notificación en el buzón avisándoles de que les iban a desahuciar. Estas son las maniobras malvadas, y por eso intento hacer algo al respecto. Estamos hablando de David contra Goliat, Hay. Estas gigantescas instituciones financieras están avasallando a la gente de la calle, y no hay muchos tipos como yo que den la cara por ellos.
Mientras le contaba todo eso a mi hija adolescente, finalmente me di cuenta de por qué me había decantado por aquella especialidad en particular. Sí, algunos de mis clientes estaban aprovechándose del sistema. Eran unos charlatanes, no mejores que los bancos que les estaban explotando. Pero otros eran gente humillada y desamparada. Eran los perdedores natos de nuestra sociedad, y lo que yo quería era defenderles y conseguir que siguieran viviendo en sus casas durante tanto tiempo como pudieran.
Hayley había levantado el lápiz, y estaba claro que ansiaba volver a concentrarse en los deberes tan pronto como dejara de reclamar su atención. Era cortés en este sentido, y esa cualidad seguramente la había heredado de su madre.
—Y bueno, esto es todo. Puedes seguir con tu trabajo. ¿Quieres beber algo más? ¿Te apetece un postre?
—Papá, las tortitas son como un postre.
Llevaba unos aparatos de ortodoncia, y había elegido las gomas de color verde lima. Cuando hablaba, mi atención inevitablemente se iba hacia sus dientes.
—Ah, sí, claro. Entonces, ¿algo más para beber? ¿Otro vaso de leche?
—No, estoy bien.
—De acuerdo.
Volví a mi trabajo y separé las tres carpetas con ejecuciones hipotecarias que tenía en la mesa. Los anuncios en la radio me habían reportado tanto trabajo que habíamos ido agrupando las citaciones, de modo que hacíamos lo posible para que todas las comparecencias y citaciones correspondientes a mis casos tuvieran lugar ante un solo juez. Por la mañana tenía tres comparecencias ante el juez Alfred Byrne en el juzgado del condado, situado en el complejo de edificios municipales del centro. En los tres casos iba a alegar fraude e intento de apropiación indebida perpetrados por la entidad financiera o el agente prestamista.
Mis clientes estaban en sus casas y no tenían la obligación de abonar los pagos mensuales. El otro bando consideraba que se trataba de una estafa tan enorme como la epidemia de ejecuciones hipotecarias. Y sus abogados me despreciaban, pues consideraban que yo mismo contribuía a la perpetuación del fraude y simplemente retrasaba un desenlace inevitable.
A mí me daba igual. Cuando has sido abogado penalista estás acostumbrado a que te desprecien.
—¿Llego tarde para comer unas tortitas?
Levanté la vista y vi que mi exmujer tomaba asiento en el reservado junto a nuestra hija. Le estampó un beso en la mejilla a Hayley, antes de que la chica pudiera ponerse a la defensiva. Estaba en esa edad. Me dije que ojalá Maggie se hubiera sentado en mi lado del reservado y me hubiera estampado un beso a mí. Pero podía esperar.
Le sonreí y empecé a apartar las carpetas para que hubiera más espacio en la mesa.
—Nunca es tarde para las tortitas —dije.