Читать книгу La inquisición española - Miguel Jiménez Monteserín - Страница 10
ОглавлениеPREÁMBULO A LA PRIMERA EDICIÓN
El primero de noviembre de este año de 1978 se conmemora el quinto centenario del establecimiento del Santo Oficio de la Inquisición sobre los reinos que componían entonces el entramado político de la Monarquía Española recién unificada. Se trataba de una nueva versión del viejo Tribunal de la Fe, hasta entonces en manos sólo del papa, por medio de sus delegados los inquisidores extraordinarios, en colaboración formal con los obispos, el cual había venido disuadiendo a partir del siglo XII a los habitantes de la Europa occidental de cualquier intento de adoptar posiciones teóricas o actitudes éticas que divergieran de la ortodoxia lenta y trabajosamente fijada hasta entonces a golpe de herejía y condena.
La Cristiandad fue forjándose en sus primeros siglos al amparo del poder imperial, y hasta quizá podría decirse, sobre todo, merced al apoyo que este prestó a la ortodoxia al definir al hereje con una categoría penal. Es el tiempo en que la doctrina, elaborada con elecciones precisas a partir del testimonio de Pablo y los evangelistas, hubo de afrontar el expresarse en los términos filosóficos vigentes mostrando una presencia nueva de lo divino en el mundo a través de una encarnación difícilmente comprensible a partir de aquellos, dando paso al debate cristológico. Quebrada la unidad política, siguieron luego los obispos, depositarios reales en cada ciudad de un poder en ruptura abrupta, ofreciendo la defensa de la ortodoxia a los nuevos reinos bárbaros, en trámite de conversión al cristianismo católico sus élites, como un imprescindible elemento de cohesión social. Los siglos altomedievales conocieron asimismo manifestaciones heréticas, aunque de escasa trascendencia popular casi siempre. Se trataba más bien de desviaciones dogmáticas que atañían casi en exclusiva a los técnicos del tema en disputas académicas, por más que, más allá de los principios teológicos fundamentales afirmados en los primeros concilios ecuménicos, el elenco de verdades componentes del dogma católico distase aún enormemente de la precisa fijación en sus más mínimos detalles de que fue objeto siglos después.
A partir del siglo XIII las herejías bajomedievales fueron distintas. Apuntaban en ellas inquietudes no exclusivamente religiosas, aunque fueran expresadas en términos de creencia o de moral. El mundo se desacralizaba y hasta lo religioso se mundanizaba en unos términos que obligaron a los poderes tradicionales a arbitrar drásticas soluciones, que procurasen hacer volver las aguas a los cauces de que se habían salido. Sin embargo, un mundo desaparecía para dejar sitio a otro, no del todo distinto, aunque sí virtualmente próspero en esperanzas de futuro cambio.
Tan pronto se había atisbado el renacer de un sentimiento individual, profundamente afincado sobre un mínimo de libertad de pensamiento, negada de antiguo, surgía una institución encargada de velar por que la integridad de la le o la moral tradicionales no sufriesen menoscabo. Lógico ha de resultar por tanto que allí donde la expresión religiosa era la piedra angular del orden político e institucional se afianzasen durante la Edad Moderna los mecanismos de control del pensamiento, con idéntico marchamo religioso al que adornaba la mayor parte de las manifestaciones del poder.
La Cristiandad, vieja expresión de Europa, quedó escindida en dos bloques aparentemente irreconciliables a partir de los comienzos del siglo XVI y todo ello precisamente en nombre de la libertad de pensamiento soñada por un grupo de intelectuales optimistas en quienes habían fraguado aquellas viejas intuiciones sentidas por los perseguidos de siglos anteriores. La prometedora tolerancia, que había de servir de garantía al mantenimiento de un remozado Imperio Cristiano, quedó rápidamente frustrada. El signo ideológico de los distintos estados que se consolidaron a raíz de su emancipación de fórmulas políticas, no por bellas o prometedoras menos anacrónicas, continuó siendo cristiano, dentro de las divergencias internas surgidas.
En nombre del cristianismo se fortaleció y afirmó la intolerancia, incluso entre aquellos que, sometidos a la gracia sola, mediante la sola fe, buscaban sólo en la Escritura, diciéndose defensores del libre examen o, en otros términos, de la libertad de conciencia ante Dios. Todavía deberían pasar muchos años antes de que el fundamento último del poder pudiera ser puesto en el aquende de este mundo, renunciando con ello a sostener la especulación sobre un allende trascendente, por no justificable empíricamente, sometido a todo tipo de controversias y discrepancias. Ganó terreno entonces la tolerancia en materia religiosa, aun cuando subsistieran algunos resabios atávicos de oposición a ella, en aquellos países que consiguieron formular la justificación del poder político en términos de exclusiva referencia a la naturaleza o a la condición humana, pero se mantuvieron, convenientemente remozados, aquellos mecanismos de defensa del poder constituido en el terreno de las ideas o las opiniones que siguieron precisándose para luchar contra la discrepancia.
Incomprensible puede parecer la expresión religiosa aplicada al funcionamiento de unos mecanismos de poder que hoy se mueven a impulsos de ideas o supuestos desacralizados del todo. Sin embargo, sus móviles últimos o su realidad profunda resultan prácticamente los mismos habiendo variado tan solo su cobertura justificativa.
Se ha dicho que el Estado goza en sí del monopolio de la violencia, como si el sistema de poder que garantiza el funcionamiento de las instituciones políticas la administrase parcamente en servicio o deservicio de la mayoría de los ciudadanos que lo integran. Nada tiene de extraño por eso, que los mismos instrumentos de control ideológico, de canalización o modificación de actitudes o afectos, o de represión de mentalidades o expectativas, hayan venido siendo utilizados por los gobernantes en cada momento de la historia política, aun cuando formalmente pensemos que son distintos. Únicamente han variado el lenguaje expresivo, el ropaje de ideas, el contexto axiológico; sin embargo, la voluntad de defensa y permanencia del orden político, social y económico establecidos es lo que ha venido subsistiendo, con distintas alternativas en cuanto a la difusión u ocultamiento de las instituciones u organismos encargados de cumplir tales funciones.
Defender o denostar la Inquisición, adoptando postura beligerante, es hoy una actitud anacrónica, siquiera por la distancia que nos separa de su actuación real. Lógico era que, en otros momentos, cuando el recuerdo era más próximo, y el enfrentamiento con aquel orden de cosas al que el Santo Oficio defendía, mucho más inmediato, se hiciera propaganda negativa de él, pocas veces historia veraz. Como instrumentos al servicio del nuevo orden se mostraban quienes asumían tales actitudes, valorando el presente en detrimento del pasado, intentando quizás hacer menos odiosa la ineludible existencia de un nuevo aparato de censura y represión ideológica, laico desde luego, aunque no menos eficaz. La distancia nos permite contemplar hoy con mayor desapasionamiento este poderoso servicio de inteligencia, precedente auténtico de los servicios propios de los Ministerios del Interior actuales.
Las atrocidades inquisitoriales corresponden a un contexto social y político de más primaria manifestación de la violencia en ambos terrenos de lo que hoy nos es habitual. Resulta fácil tachar de brutalidad ignominiosa al hecho de que en nombre de la religión cristiana un hombre pudiera ser juzgado, torturado, castigado y hasta ser quemado vivo en público por discrepar más o menos manifiestamente de la interpretación oficial de la misma. Sin embargo, el fenómeno se corresponde, de acuerdo con otra escala de valores, con la persecución vigente hoy en la mayoría de los Estados de todo auténtico disidente, que voluntariamente intente ponerse al margen del contexto de normas de comportamiento o contradiga los postulados ideológicos que inspiran el vivir de la mayoría de los ciudadanos. Hoy la herejía se acomoda a otro lenguaje expresivo, que ya no es teológico, y, no obstante, por diversos medios, se continúa intentando hacer volver al redil de lo universalmente aceptado a cuantos, prescindiendo de la común andadura, se convierten en potenciales enemigos de un orden dado que se asienta sobre la adhesión casi unánime de sus componentes.
Respecto a la Inquisición, parece que la actitud científica más acorde ha de ser la de suspender el juicio de valor, por pintorescas que puedan parecernos las motivaciones esgrimidas por sus apologetas. Ateniéndonos al más amplio análisis de los hechos al acercarnos a ella se ha de intentar evocar el cuadro de conjunto en que cada acontecimiento aislado ha tenido lugar.
Cada sociedad se mueve al compás de unos valores predominantes, que le han sido inspirados desde instancias de poder real perfectamente tangibles con toda claridad en otras facetas del existir y por ello no es de extrañar que la implantación de tales valores, en perfecto acuerdo con el resto de formulaciones de la vida social y económica deba ser garantizado, mediante un adecuado aparato de seguridad, cuyos resortes son movidos por individuos totalmente impregnados de aquellas ideas e intereses que parece adecuado defender en cada situación. Este parecer resulta la mayoría de las veces no ser sólo el de una minoría de poder que se impone por la violencia desnuda, ya que por ser esta una situación extrema, de suyo tiende al cambio más o menos rápido, sino que la lógica misma del sistema hace que por mucho tiempo el acuerdo sea todo lo unánime que requiere la continuidad del mismo, tolerándose en consecuencia por la mayoría, el que se vele por la pureza de las ideas que dan validez al edificio social y político.
Es frecuente, por otra parte, que las ideas y las instituciones se interrelacionen, gozando al mismo tiempo de suficiente vitalidad como para no corresponder de modo mecánico las unas a los dictados de las otras, o viceversa. Los acontecimientos sociales suelen desconcertarnos si la lógica de los modelos operativos con que enfrentamos la realidad histórica no es lo suficientemente flexible como para seguir admitiendo a pesar de todo, un ápice de libertad en el hombre.
Como comprobará rápidamente el lector, el objeto de este trabajo no consiste en ofrecer una nueva síntesis de la historia externa de la Inquisición Española. Varias hay ya que, aunque necesariamente limitadas por la oscuridad en que permanecen todavía muchos de los aspectos y esferas del comportamiento del Tribunal y sus jueces, resultan enormemente útiles al principiante o al curioso. Hemos querido tan sólo mostrar la actuación de los inquisidores a lo largo del tiempo con el propósito de hacer hincapié sobre todo en aquello que permaneció vigente por más tiempo mientras funcionó el Santo Oficio. El lector va a enfrentarse con una gran parte de los textos y documentos que resultaron continuamente familiares a los inquisidores y encontrará también muestras de cómo aquellos postulados normativos eran aplicados.
Nuestro objetivo ha sido dejar hablar a los documentos, para adentrarnos con ellos sin más en el mundo inquisitorial. Por eso las introducciones a los grupos de textos son escuetas y se ha procurado que el aparato de notas aclare algunos aspectos de más difícil inteligencia. Pretendemos que nuestro trabajo sea un instrumento de acercamiento directo, que facilite el trabajo de quienes pretendan ahondar en alguna de tantas facetas como permanecen inéditas en este mundo apasionante de la herejía y sus jueces. Esperamos que ha de poner a su alcance unas fuentes que no por ser de continua referencia resultan siempre fácilmente accesibles.
Los especialistas echarán en falta algunas cosas, considerarán superfluas otras de las que contiene este libro, les pido disculpas y modestamente les brindo aquello que de útil pueda hallarse en él, aceptando de entrada todas las críticas y sugerencias que quieran hacerme, dejando, eso sí, bien claro que mi trabajo ha sido mucho más el de un recopilador a la antigua usanza que el de un investigador brillante a la moderna.
A todas las personas que, con su aliento, su ayuda, sus sugerencias o su interés y hasta con santa indiferencia me han animado en los meses pasados vaya mi agradecimiento.
Cuenca, julio de 1978.