Читать книгу La herida de la literatura - Miriam Beizana Vigo - Страница 11
A Melilla
ОглавлениеCuando aterrizamos en Melilla, nadie nos esperaba.
Era una noche tan diferente para mí que no sabría nombrarla. El azote de las hélices convirtió mi maraña de cabellos rizados en una tupida cortina que me hizo perder de vista a mamá y me sentí atemorizada. Acababa de vivir mi primer viaje en avión y todavía me temblaban las rodillas. Guiada por la hilera de pasajeras1, seguí las líneas pintadas en el suelo, empujando mi minúscula maleta por las escaleras que me llevarían a la terminal. La entrada de mi nueva vida.
Septiembre era cálido en aquel punto español en el continente africano, pero mi joven piel de trece años estaba herida de frío. Apenas llevaba puesta una chaqueta vaquera que me quedaba grande y una finísima capa de nada recubriendo mi rictus inexpresivo. Cuando al fin alcancé a mamá, que esperaba el resto del equipaje frente a la cinta, ella ni me miró. Pero yo solo podía limitarme a mirarla porque era mi mundo y ahora, allí sola y perdida, lo era más que nunca.
Me pesaban los párpados de llorar sin descanso durante las últimas semanas. La fatiga hacía que me costara respirar con serenidad. Emitir mi voz, atrofiada en mi garganta, era un imposible. Tampoco tenía nada que decir y esa impresión de mudez impuesta me hizo sentirme insignificante. Dicha sensación me iba amedrentando como un monstruo en mi interior. Me devoraba. Yo no podía darme cuenta, como no era capaz de apreciar otras incontables cosas que iban formándome y me convertirían en la mujer del futuro que nunca quise ser. Y mientras ayudaba a mamá a tomar los bártulos enormes, la vi sacudirse los cabellos pobres y rizados de la cabeza, como si estuvieran llenos de pensamientos que le molestasen. Reparé en los restos de caspa sobre su americana oscura y quise sacudírsela, pero no tenía fuerzas en mis brazos.
Traspasamos las puertas de embarque. Las familiares del resto de pasajeras eran nuestra barrera de soledad, pegajosa como una lacra. Era curioso cómo dos personas juntas podían sentirse más solas que en su propia soledad. Yo me sentía sola siguiendo a mamá, porque sentía que por mucho que lo intentase, en esa carrera jamás llegaría a alcanzarla. Vislumbraba mi propia mano rozando su jersey, pero sin llegar a agarrarlo. Una vez y otra vez.
Nos acercamos a un taxi mientras escuchaba por primera vez la banda sonora que me acompañaría en mi nueva vida en esa ciudad extraña. El aire espeso y caldoso fue el primer impacto. Me rodeaba una suciedad arenosa. Luego fue ese ruido, un barullo constante que ya no se iría jamás. Lo diferente me abrumó y no lo supe definir. Las palabras de esas voces me eran ajenas, un acento del sur combinado con el árabe otorgaba a esas gentes una verborrea exótica. Las vestimentas occidentales se entremezclaban con los hiyabs y las túnicas que representaban mucho más que una creencia religiosa. Me preguntaba, en ese lugar, qué era lo normal. Yo no formaba parte de ninguno de esos mundos, pero allí estábamos, reservándonos un hueco en esa acera polvorienta. A nuestro lado se posicionó un hombre que lucía una kipá y una barba frondosa.
—Melancolía, cariño, haz el favor de no mirar tanto a la gente.
Mamá me tiró de la mano con cierta ferocidad para empujarme hacia el taxi. Me aferré a la maleta y la subí conmigo a la parte de atrás del taxi. El conductor, un hombre muy delgado, se apresuró en ayudarnos, servicial.
—Buenas noches, ninia. ¿La maleta me la permites para colocarla en el maletero?
—La llevo aquí —dije, con una voz que no me pertenecía.
—Déjala, que es una caprichosa —intervino mamá, sentándose delante y dejando que el hombre se encargara del resto del equipaje.
—No se preocupe, seniora. No hay problema. ¿A dónde las llevo?
—Urbanización de Lo Güeno, si es tan amable.
El taxista arrancó sin poner el intermitente y dio una temeraria vuelta para salir del aparcamiento. Me fijé en los amuletos que decoraban el interior de ese coche, con los asientos plastificados. Una enorme mano colgaba del retrovisor, un símbolo que no había visto nunca.
—Aquí huele fatal —refunfuñé, irritada.
—Melancolía, cállate y no seas maleducada.
—El olor de Melilla. Acostumbraos, senioritas, que no se va nunca.
Aquella ciudad brillaba en esa noche. No reconocía el cielo que me parecía gris, pero lo primero que llamó mi atención fue la valla que divisé en la oscuridad antes de que nos sumergiéramos en un túnel. El vehículo sufría los baches de la carretera, además de no respetar la velocidad indicada. Yo miraba a mi alrededor, miraba a mamá, que conversaba con su primer contacto con las gentes de ese lugar. El conductor hablaba sobre un catastrófico accidente de avión de hacía ya unos cuantos años.
Nuestro primer día en Melilla. O, debía decir, nuestro primer día lejos de casa. Nuestro primer día de la rareza de nuestro futuro. Nuestro primer día del resto de nuestras vidas, que caminaban en irremediable dirección opuesta. Mamá parecía feliz y liberada, yo me sentía triste y atenazada por una cárcel impertérrita. Me revolvía en mi asiento, libre del cinturón de seguridad. Saqué un lápiz que llevaba en el bolsillo de los pantalones vaqueros y clavé la punta en la piel de mi mano. Escribí una «S». Escribí una «y». Escribí una «M». Pero esas letras nunca se escribieron en realidad, solo vi cómo dejaban una marca roja que desapareció de inmediato. Sin embargo, el escozor permaneció todavía un rato más ahí. Aprendía, poco a poco, que las heridas no siempre dejaban marcas visibles, a pesar del daño sufrido.
Volví a guardar el lápiz. Tal vez, si en ese momento hubiera tenido un papel en el que escribir, lo habría hecho. Tal vez ahí podría haber empezado todo. Pero no, ocurrió un poco más tarde. Varios años más tarde.
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1. Nota de la editora: En este libro se emplea el femenino genérico para los mismos usos del masculino genérico.