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Fósiles en la playa

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Héctor estaba en calzoncillos sobre la arena. La silueta de su cuerpo se dejaba adivinar por la iluminación un tanto alejada de las farolas del paseo marítimo y el Puerto Noray. El cielo estaba despejado y podía contemplarse la hermosura de esas estrellas pintando el negro infinito del firmamento. Era lo que él hacía, con las manos bajo la cabeza, mirando hacia arriba, buscando algo, o buscando muchísimas cosas. El arrullo de la leve marea del mar Mediterráneo besando la playa, cálido a pesar de las horas nocturnales, se solapaba con el jaleo del tráfico y los viandantes. El dique estaba situado a pocos metros y aunque él pretendía estar protegido por las sombras, en aquella ciudad la intimidad era un bien escaso. Las melillenses solían detenerse con los coches en el muelle para fumar, charlar y mirar cómo la expansión de mar era acariciada por el pequeño haz de luz del faro del pueblo en la lejanía. Pero Héctor miraba el espacio exterior, que era infinitamente más hermoso.

Lo encontré en el rincón de siempre, en su perpetua observación de lo que las demás no podían ver. Ni siquiera hizo atisbo de moverse cuando lo alcancé y me senté a escasos metros de él, dándole la espalda, abrazándome las piernas. No dije nada y Héctor tampoco. Durante varios minutos permanecimos en un silencio incómodo, como dos extrañas que se encuentran justo donde quieren hacerlo, en el momento exacto. Cerré los ojos, olvidé el sonido de la marea y me concentré en el de la respiración del hombre tumbado tras de mí. Jamás había escuchado una introducción y expulsión de aire más pausada y fascinante en mi existencia. Eso convertía a Héctor en un hombre poderoso, que ejercía control sobre todo, que podía agarrar la vida con sus dedos meñiques. Y eso era porque su vida era muy pequeña. Hundí las manos en la arena, fresca y suave. Busqué el vacío al que siempre me trasladaba ese lugar, pero no lo di hallado. La semidesnudez de Héctor me perturbaba.

El hombre no parecía resuelto a decir nada, así que tomé la determinación de romper esa partida de orgullo en tablas.

—Algún día tendrás problemas por tirarte aquí en gayumbos. Te ve todo el mundo, ¿qué trabajo te costaría ponerte, aunque fuera, un bañador?

—Hace más de un mes que no sé nada de ti, ¿eso es todo lo que tienes que decirme?

Héctor hablaba muy despacio, con un tono adulto y aterciopelado. Se asemejaba a la voz de un cantautor, cada palabra que pronunciaba nacía con alma propia y transportaba al oído al que llegaba a una dimensión que iba más allá de la charla banal. Incluso ese tono de innegable reproche fue cálido al rozar mi marchito tímpano de tanto silencio.

Pero él seguía sin moverse, como si en realidad yo le resultara indiferente, aunque sus palabras dejasen entrever precisamente lo opuesto. Me volví. En el caso de Héctor, la desnudez no parecía sinónimo de fragilidad, sino más bien todo lo contrario: era el orgullo de lo que él era, su ausencia de complejos y el culto a sí mismo que tanto lo identificaba. El vello de su cuerpo era casi imperceptible en esa oscuridad, al igual que el bulto de sus testículos, su prominente mentón o la punta de su nariz. Tenía los ojos cerrados. Pude distinguir la barba recortada, parcialmente canosa, su cabello de ese mismo tono cenizo, algo pobre, que le otorgaba el atractivo de la madurez. Su complexión era delgada pero fofa. Tampoco podían notarse las cicatrices del fuego en su piel.

—Han sido unas semanas complicadas —aclaré, a modo de disculpa.

—¿Y ya está todo solucionado?

—No.

—¿Entonces por qué hoy sí que has venido?

—Necesitaba hablar.

—Entonces vienes por tu absoluto egoísmo.

—No tengo ganas de jugar hoy, Héctor —musité, con la voz rasgada—. De verdad que no.

Él se incorporó. Todavía no se dignó a mirarme, pero se inclinó hacia mí, cruzando las piernas. Superaba mi edad en casi dos décadas, era pocos años más joven que mamá.

—¿Qué pasa, mi dulce dama con nombre de tristeza?

Empezaron a escocerme los ojos.

—Mamá se ha ido.

—Vaya… ¿y eso?

—Ha aparecido un maldito fósil en Castilla.

—¿Un fósil?

—En realidad todo un yacimiento de cuantiosos fósiles.

—Pero ella ya tenía trabajo aquí, ¿no?

—Dice que es la mejor, que tenía que estar allí. Que era una oportunidad maravillosa. Estaba frenética. Dice que ya soy mayor para estar sola, que ya no la necesito.

—¿Y durante cuánto tiempo?

—No lo sabe.

—Seguro que vuelve pronto.

—Lleva dos días y doce horas sin llamarme.

—Estará ocupada, Mel.

Apreté la mandíbula.

Sabía que él no lo comprendía. Nadie podría entender cómo a una mujer —ya una mujer— de veintiséis años, le suponía un reto desproporcionado desprenderse de esa forma de su madre. Que el vacío que ella había dejado me sofocaba de angustia y soledad, que la necesidad de ella era más fuerte que cualquier otra cosa. Necesitaba la dulzura de su voz, sus insistentes cuidados, sentir cómo su preocupación me asediaba. El no tenerla y el no saber cuándo la volvería a tener me resultaba demoledor.

—¿Llevas todo este tiempo sin moverte de casa?

—Es que me ha sucedido algo terrible.

—¿Quieres contármelo?

—No lo sé. No sabría por dónde empezar.

—Tengo una idea, pequeña. Me voy a vestir y nos vamos a dar una vuelta en el coche. Luego te vienes a casa y hablamos de lo que quieras.

No dije nada. Ahora era yo quien parecía no prestarle demasiada atención. Aturdida, me giré hacia el mar de nuevo, mientras que Héctor buscaba sus prendas en la arena a tientas.

Sonrió. Sonreímos. El acento melillense de Héctor era precioso. Un deje andaluz muy marcado, las palabras recortadas sin piedad, mostrando una gran expresividad. Era sensual, todo en ese hombre lo era. No se me ocurría otra forma de definirlo. Siempre me había sentido muy fascinada por su espíritu tan juvenil, por su bohemia, por su soledad, por su fuerza y serenidad. Pero era sin duda esa indiferencia que mostraba hacia todo lo que más atracción podía ejercer sobre mí, sobre cualquiera.

Héctor. Sí, sobre él estaba escribiendo pensando.

Él se había presentado una tarde, cuando yo estaba llorando sin consuelo, de vuelta a casa. Aquellas cretinas no se habían contentado con pegar un asqueroso chicle de menta en mis rizos, también me habían quitado las deportivas y las habían colgado de un poste de la luz. Caminaba por la acera con los pies descalzos, a toda prisa, notando cómo las plantas de mis pies se llenaban de heridas. Mis ojos estaban tan plagados de lágrimas que no pude ver un clavo que penetró sin más remedio. Aullé de dolor y de vergüenza. Había sentido que estaba perdida. Héctor me había visto desde su coche. Recordaba que llevaba puesta una camiseta gris de algodón y unos pantalones cortos a pesar de ser noviembre. No tardó ni dos segundos en cogerme en brazos y meterme en el vehículo.

Había pensado que era un violador y que me iba a raptar. Intentaría zafarme, pero no tenía opción. Tampoco podía seguir andando y no tenía teléfono móvil para pedir ayuda.

—¿Dónde están tus zapatos? —preguntó.

La primera vez que oí su voz supe que en él había poesía. Su mirada preocupada casi me enloqueció. Me pregunté si en realidad podía ser un asesino.

—Me los… quitaron.

—¿Quiénes?

Todas. Qué más daba. Ni siquiera conocía el nombre de mis agresoras.

—No me hagas daño, por favor —murmuré, llorosa.

—Por supuesto que no, vamos de inmediato al hospital, criatura adorable.

El coche de Héctor era viejo y estaba muy sucio, pero corría. Pudo exhibirse como un conductor experto y bien dotado, pero que rozaba la temeridad. Estaba calmado, como si de forma habitual rescatara jóvenes en apuros de la calle. En el reproductor del coche sonaba a volumen medio una recopilación de grandes éxitos de La Oreja de Van Gogh. Del retrovisor interior colgaba un rosario pomposo y había algunas estampas pegadas en el salpicadero.

—Me llamo Héctor —dijo, cuando paró en la puerta de urgencias del Hospital Comarcal, cerca de mi casa.

—Yo Melancolía.

—Tienes un nombre triste.

No se había separado de mí durante todas las horas que pasamos allí, ni siquiera cuando consiguieron contactar con mamá. Tampoco fue excesivamente cariñoso, dijo que no tenía nada mejor que hacer y que le gustaba ayudar. Mientras me atendían en una de las salas de curación, Héctor se había encargado de conversar con mamá.

Diez años más tarde había cambiado el coche y la ropa de Héctor, algo más su aspecto físico. Pero en el reproductor seguía sonando el mismo grupo, fumaba a través de la ventanilla y conducía rápido por las carreteras de Melilla. Compartió el porro. Me relajé en el asiento, acariciada por la brisa de esa noche, mirando hacia el exterior. A pesar de que casi era la una de la madrugada, las calles seguían estando abarrotadas de vida. Y ruido. Ruido. Ruido.

Héctor dio una vuelta por el dique y después siguió conduciendo por el paseo marítimo. No parecía tener ni la menor prisa por saber qué era lo que yo tenía que contarle y eso hizo que me sintiera un tanto idiota. Necesitaba que el universo se detuviera para escucharme. Todavía le daba vueltas a cuál sería la mejor manera de hacérselo saber sin que pareciera algo demasiado trivial.

—¿Compramos alcohol? —sugirió él.

—Claro.

Con él siempre bebía whisky, a palo seco. En su defecto, vino. Paró en un autoservicio de los muchos que estaban abiertos las veinticuatro horas y salió con tres botellas de Four Roses y una bolsa de hielo. Sacó otra piedra de hachís del bolsillo y preparó un porro más generoso. Me lo tendió para que lo encendiera mientras arrancaba.

—¿En tu casa o en la calle?

Sexo o no.

—A casa.

—Lo que diga la dama.

Hacía tiempo que no fumaba, así que empecé a notar el efecto estimulante de la droga en mis sentidos demasiado pronto. Me sentí mejor, más animada y con más ganas de desahogarme con Héctor. Él, por el momento, parecía inalterable.

Vivía en una enorme casa adosada. Su urbanización estaba tranquila a esas horas, ningún vecino alrededor. Se trataba de una de las zonas más caras y apacibles de la ciudad, muy diferente a mi barrio.

Aparcó el coche, yo cogí las bebidas y él abrió el portal. Tenía un pequeño jardín bastante descuidado y una piscina que estaba vacía.

—Tengo la bombilla del salón fundida. ¿Enciendo unas velas o vamos a mi habitación?

No podía entender para qué necesitaba tanto espacio para vivir solo. Dos plantas. Tres habitaciones, dos cuartos de baño, un salón y una cocina. A pesar de que era una vivienda lujosa, el descuido y la dejadez brillaban por su presencia. En la penumbra pude ver la guitarra de Héctor y un montón de colillas apagadas directamente sobre la mesa. Olía fatal.

—Vamos a la buhardilla.

—Va a hacer mucho calor ahí arriba.

—¿No puedes subir algún ventilador?

Allí estaba plagado de libros y de discos de vinilo. También había múltiples cajas llenas de fotografías y de juguetes de su infancia. Héctor era muy descuidado, excepto para con su rincón personal. Me permitía subir ahí, pero no me dejaba tocar absolutamente nada. Incluso parecía molestarle que mirara demasiado.

Colocó el ventilador a toda potencia, extendió un par de sábanas en el polvoriento suelo y abrió la ventana Velux del techo. Podían verse las estrellas desde allí. Me tumbé y seguí fumando despacio mientras Héctor preparaba las copas.

—¿Me puedo desnudar? —me preguntó al mismo tiempo que se bajaba los pantalones.

—Es tu casa.

—Bien. Cuéntame, ¿qué es eso que tenías que decirme?

Respiré hondo y cerré los ojos. Qué suave se veía la vida cuando estaba drogada.

La herida de la literatura

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