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Extraterrestres y dimensiones

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—¿¡Escritora!? Pero ¿estás segura, Melancolía?

Héctor estaba tumbado encima de mí, empapado de sudor y poseído por el éxtasis del sexo, el hachís y el alcohol. Su aliento olía de forma intensa y su peso muerto sobre mi tórax me dificultaba la respiración. Aun así, me mantuve quieta y obediente. Sometida. El orgasmo ya había sucedido: generoso con él e insuficiente conmigo. Me había acostumbrado a que fuera así, mi vida sexual siempre había sido tan torpe y vulgar como lo eran el resto de mis facetas.

Si es que el sexo, precisamente, podía escapar de lo vulgar y lo horrendo. Más allá del placer que podía sentirse, lo demás era casi sórdido. Dos cuerpos desnudos, a veces sin la higiene necesaria, removiéndose como animales salvajes, soltando alaridos que erizaban la piel. Los labios se llenaban de saliva, las partes íntimas de flujos. Esa mezcla siempre me había parecido terrible, espantosa. Lo que sí era cierto es que lo que yo conocía de hacer el amor no se asemejaba, ni de lejos, a lo que había leído en todos aquellos libros durante toda mi vida.

No sabía si él había entendido la gran envergadura de lo que le había explicado con tanto temor. Hacer una confesión de ese tipo mientras nos acostábamos en su buhardilla era lo menos literario que podía haber. Yaciendo bajo el cuerpo desnudo de un hombre con parte de la piel quemada a punto de dormirse, miraba al techo de madera con mi ojo azul y mi ojo verde pensando en qué opinaría Septiembre si supiera que yo era escritora.

—¿No estarías fumada? ¿Por eso empezó esa historia a rular en tu cabeza?

Noté las mejillas azoradas.

—Solo fumo cuando quedo contigo.

—Pues eso suena mal. ¿Has pensado en ir a la psicóloga?

—¿A la psicóloga?

—Sí. Eso de escribir no es ninguna broma, Melancolía. Puedes ponerte enferma.

—Joder, ¿estás diciendo que estoy loca o qué?

—¡Oh, no! Eso no tiene nada que ver. Loca has estado siempre.

Y rio.

No entendí el humor negro de Héctor y me sentí herida. Enfurecida, me liberé de su cuerpo desnudo y, de inmediato, busqué mi ropa para cubrirme. Él, aturdido, cayó sobre su cuerpo y dio una vuelta hasta quedar bocarriba. Soltó un breve quejido y se incorporó. Lo miré. Héctor parecía ser consciente del atractivo de su edad, su mirada enigmática y sus encantos, porque usó todas y cada una de sus armas para hipnotizarme.

—No me tomas en serio —gemí, vistiéndome aprisa, o todo lo rápido que el alcohol me permitía—. Te mofas de mí. Pero lo que me ha ocurrido ha sido horroroso. Creí que moriría y luego, después, quise escribir. Es una puta mierda, Héctor. Necesito que me entiendas. Además, mamá no está y no me llama. ¿Cómo quieres que pueda soportarlo?

El hombre se quedó quieto durante unos instantes, cavilando sobre lo que acababa de escuchar. Se echó hacia atrás, apoyando su cuerpo en las manos extendidas en su espalda. Parecía estar tranquilo.

—Yo que tú no contaría mucho por ahí eso de que estás escribiendo.

Jadeaba. Pronto me echaría a llorar, pero no sería un llanto maduro, sería un llanto de niña pequeña, patético, sin ningún tipo de encanto. Más bien irritante. Más bien injustificado.

—¿Crees que estaré enferma?

Héctor se acarició la barbilla, arqueando una ceja.

—Hum. Puede ser, querida. No quiero alarmarte. De todas formas, tal vez no sea tarde. Dicen que, aunque lo de escribir no tenga cura, se pueden paliar los síntomas.

—Es tan fuerte… —musité—. Todo revive en mi cabeza, todo existe de verdad. De repente, de la nada tengo ganas de escribir. De escribir algo bueno, algo grandioso. Algo poderoso. Pero a la vez algo íntimo, algo que me concierne. Que es para mí.

El hombre se inclinó para coger un cigarro y servirse otro vaso de Four Roses.

—¿Y ya sabes sobre qué quieres escribir?

La pregunta maldita, inquisitoria, acusadora. Ojalá nunca hubiera invertido tanto tiempo en leer. Era eso lo que me había hecho enfermar con ese extraño trastorno. Estaba llena de sentimientos que se materializaban. Había tantas vidas en mi interior que no parecían tener cabida. Atiborrada, casi no tenía espacio para mí misma. Estaba segura de que ese era el motivo por el que gran parte de mi cabello era blanco.

—Sí —murmuré.

—¿Sobre qué?

—Sobre una profesora de literatura que tuve de niña.

Lo había dicho en voz alta. Qué débil y poco consistente había sonado mi argumento. Qué triste, más triste todavía. La expresión de Héctor apenas se vio alterada. Bebió dos tragos y aspiró dos generosas caladas. Parecía estar en el limbo, radiante. Me arrodillé y me desplacé como un perro para colocarme a su lado. Le robé el vaso, con las mejillas rotas de vergüenza.

—Vaya… ¿quién era esa profesora? Será una novela muy aburrida. Las profes son gruñonas, viejas y agrias. Como la señorita Rottenmeier o algo peor. ¿Tienes un trauma con ella?

—Ella no era así, gilipollas —protesté, sin suficientes argumentos para defender mi postura—. Ella me enseñó muchas cosas, era fantástica.

—¿Cómo se llamaba?

—Septiembre.

—¿Septiembre? ¿En serio? —Héctor me miró con los ojos muy abiertos, socarrón.

—Eso dijo ella.

—¿Y qué tiene de fascinante? ¿Qué puede tener de importante esa tal Septiembre para protagonizar una novela?

—Bueno… —rumié, aturdida—. Para mí era fascinante.

Y lo seguía siendo. Pero Héctor parecía estar a punto de quedarse dormido.

—Yo tengo una teoría sobre eso de escribir —dijo entonces, tras una breve pausa.

—¡Oh, no! Tus teorías no, Héctor. Ya sé de qué me vas a hablar. Y hoy no, por favor, hoy no me apetece.

Con el cigarro sujeto entre los labios, levantó los brazos en señal de inocencia. No pude evitar soltar una risotada ante ese gesto y él también rio. Fue un momento breve pero delicioso. Se me relajó la tensión, me acomodé en su pecho, que comenzó a vibrar cuando Héctor empezó a relatar su hipótesis.

—Creo que las artistas en general y las escritoras en particular tienen la capacidad de apreciar cosas, vivencias, llámalo equis, desde la cuarta densidad. Desde esa cuarta densidad, pueden recordar vidas suyas que están teniendo lugar en otras dimensiones. Es decir, hechos que su yo perteneciente a otra de las infinitas dimensiones ha vivido. De ahí surge esa creatividad, ese desasosiego por contar historias ficticias, esa locura, esa enfermedad. Un método similar es el que usan los extraterrestres para viajar por el espacio.

Héctor era un fanático de los extraterrestres y todo lo que ello implicaba. Casi era su forma de vida, su religión. No se basaba, simplemente, en la idea de que seres de otros planetas existían o nos habían visitado en alguna ocasión. Tenía un conocimiento pormenorizado de diferentes razas, colonias espaciales y constelaciones. Esto venía acompañado de la más absoluta teoría conspiratoria. Según él, la Tierra y los seres humanos eran una especie de zoológico para dichas razas superiores, casi como sus juguetes. Había una facción llamada «de luz» que velaba por nuestra seguridad y bienestar; sin embargo, también existía una raza malvada y demoníaca: los draconianos o reptilianos. Reptiles gigantescos que se camuflaban entre nosotras, que controlaban los gobiernos y la realeza. Para más perturbación, dichas criaturas tenían sus bases bajo tierra. Y se alimentaban de niñas.

Cuando no bebía, fumaba o nos acostábamos, Héctor hablaba constantemente de dicho tema. Cualquier tipo de conversación era idónea para tal fin: la política, el arte, la familia, la vida, el trabajo. Lo que fuera. De hecho, ese era su secreto para estar poseído por esa calma permanente. Nada le creaba ansiedad ni nada parecía perturbarle. Sus días, sus semanas, transcurrían inmersos en internet y en su búsqueda de La Verdad.

—Sé que todo esto te suena a chino, pero algún día despertarás y lo verás como yo. Hablando de idiomas, ¿sabes que el euskera tiene su origen en una raza alienígena?

—Tengo que irme a casa, estoy cansada, es muy tarde y Letra está sola —tercié, molesta.

—Endemoniada gata. ¿Qué tal está?

—Bien.

—Al final, entonces, ¿no me vas a contar nada más sobre tu profesora?

La herida de la literatura

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