Читать книгу La herida de la literatura - Miriam Beizana Vigo - Страница 18
Ausencias
ОглавлениеMi nuevo instituto estaba situado en la periferia del pueblo. Debido a la incomodidad que sentía con el resto de mis compañeras, nunca cogí el autobús a pesar de que mamá había pagado el servicio para todo el año. Prefería una caminata larga cada día. La mochila a cuestas, casi vacía, y mi cabello rizado recogido en una coleta con un volumen desmesurado. Caminaba por el arcén, cabizbaja. Tenía que bajar una empinada cuesta hasta llegar al parque del río Anllóns, atravesar el paseo que bordeaba su curso y cruzar hasta la calle Fomento. Podría pensar en lo difícil que iba a ser hacer amigas en el instituto, podría pensar en la nueva materia que me tocaría comenzar a estudiar a partir de ahora o en lo complicadas que me resultarían las prácticas de tecnología. Pero tan solo podía pensar en mi nueva profesora de literatura.
Los bajos de mis pantalones vaqueros se arrastraban por el asfalto y lucían rotos. Llevaba puestas unas zapatillas negras con restos de tierra. Las manos en los bolsillos. Mi mano derecha tocaba la autorización que le daría a mamá. Me imaginaba que aquel sería un burdo trámite porque jamás había encontrado problemas para leer un libro. Si bien era cierto que, hasta el momento, mis lecturas apenas habían salido de la literatura más infantil y juvenil. Tampoco mostraba una gran destreza literaria y no me preocupaba en exceso. La biblioteca me serviría de excusa, sobre todo, para evitar los momentos de soledad en las horas libres.
Llegué a la plaza del Ayuntamiento. Pasé frente a la Librería San Ramón y corrí la recta final hasta alcanzar el portal de mi edificio. Esquivé las miradas de las vecinas y entré, subiendo a trote las escaleras hasta el segundo piso. Abrí y la llamé:
—¡Mamá, ya estoy en casa!
Pero no obtuve respuesta. Tiré las zapatillas junto al paragüero, la mochila en la puerta del baño y arrastré los pies hacia la cocina. Era desolador que la persiana estuviera bajada a esas horas del mediodía. Había una nota encima de la mesa, escrita a mano por mamá.
No llegaré a tiempo para comer, tesoro.
Hay lentejas en el microondas… ¡Y compra pan!
Te quiere
Mamá
Dentro del microondas me encontré un bote de lentejas precocinadas. Lo abrí y lo vertí en uno de los platos soperos que había fregado la noche anterior. Lo calenté y esperé. El silencio en esa casa era desagradable. Encendí el televisor y puse el canal de dibujos animados. Saqué el formulario del bolsillo de mis vaqueros y lo alisé sobre la mesa.
¿Por qué mi profesora de literatura se llamaba Septiembre?
Cuando sonó la campana fui a recoger el plato y me senté a comerlo, releyendo el papel una y otra vez, imaginándome que en mi cabeza sonaba la voz de Septiembre leyéndolo en alto. En realidad, estaba muerta de ganas de que fuera el día siguiente a primera hora, de ir a clase de literatura y entregarle el papel firmado por mamá para poder ir a recoger libros con ella a la biblioteca.
Estaba tan ilusionada que apenas podía pensar en nada más, ni siquiera me importaba que mamá no estuviera en casa. Terminé de comer, pero seguía hambrienta. Cogí un paquete de galletas y me arrastré hasta el sofá sin recoger la mesa. Estuve tentada de sacar los libros de la mochila y hacer alguna de las tareas que me habían puesto en mi primer día, pero estaba abrumada y ni siquiera me moví.
Mamá llegó pasadas las ocho de la noche y me encontró en la misma posición. Escuché su voz cantarina y salté del sofá, alegre de recibirla. Además, traía pizza. Esperé a que me preguntara qué tal había ido el primer día, cómo me encontraba o que se disculpara por su ausencia con excusas que no comprendía. Pero, como si no se acordara de nada de eso, se limitó a besarme en la frente y a sacar dos platos y unos vasos para cenar con la tele puesta en la cocina. Se sirvió una copa de vino y yo bebí zumo de naranja. Sus mejillas estaban encendidas.
—Mamá, me han dado esto en el instituto —dije.
Mamá se colocó las gafas sobre el puente de la nariz y, mientras mascaba un generoso trozo con jamón y champiñones, se inclinó a leer el formulario con expresión ceñuda.
—¿Esto qué es?
—Lo necesito para coger libros en la biblioteca del instituto.
Mi voz no debía de ser lo suficientemente poderosa para captar su atención, porque sin obtener respuesta, se quitó las gafas y siguió concentrándose en la cena. No tenía ganas de conversar, parecía somnolienta, pero a mí me quemaba la impaciencia en las entrañas.
—¿Lo vas a firmar?
—Sí, claro, cariño, ahora lo leo bien.
—No hay nada que leer —insistí—. Solo es para coger libros y ya está.
—¿Sabes lo que pasa, Melancolía? Que los libros no solo son libros.
—¿Y eso qué significa?
—Termina de cenar, anda, cariño. Que mamá está muy cansada.
Fruncí los labios, dolida. Se me había quitado el apetito, aunque terminé de comer mi ración de comida grasienta, tan habitual en esa casa. Mamá volvió a ponerse las gafas para coger su teléfono móvil. La escuché chiscar la lengua mientras terminaba el vino y se servía un poco más. Yo la miraba, impaciente, con las manos escondidas bajo los muslos y balanceándome levemente. No quería llegar mañana a clase y no poder entregarle el papel a mi profesora, no quería decepcionarla.
—¿Te ha llamado la abuela? —me preguntó entonces, con tono delicado—. Creo que mañana va a venir por la tarde, para que no estés tantas horas sola en casa.
—¿Tampoco vas a venir a comer? —protesté, alertada.
—No creo que pueda, cariño. Ya sabes. Tengo que preparar ese ensayo que me tiene frita, tenemos visita del decano de la Universidad de Santiago y, además, una comida con las colegas del departamento de arqueólogas de Vigo.
No dije nada. Me parecían todo mentiras. Bufé, exasperada, y me levanté de la mesa rescatando el dichoso papel que seguía en blanco. Qué desoladores eran los papeles en blanco. Esperanzadores e inútiles en un equilibro cínico. Lo guardé en el pantalón y salí de la cocina con unas tremendas ganas de llorar. Las sombras del pasillo de esa casa me envolvieron. El silencio y la soledad de las cuatro habitaciones parecían ahogar los cimientos, recordarnos cómo estábamos, recordarnos que no había calor en esas ausencias. A medida que crecía —y ese año había crecido mucho, ¡iba al instituto!— era más consciente de la gris realidad que me esperaba al madurar.
—¡Eh! ¿A dónde vas? ¿No vamos a ver un poco la televisión, pequeña? —me llamó mamá, con cierta desgana, asomándose a mi habitación.
—Tengo sueño —mentí. O no; porque estaba agotada.
Mamá entró en mi habitación, con las luces apagadas, y se sentó a mi lado acariciándome el pelo. Sus manos eran suaves, su aliento olía dulzón y sus ojos rebosaban un amor que me era desconocido. Me gustó sentir sus besos en mis mejillas y dejé de temblar de frustración.
—Es verdad, cariño. ¿Ha ido todo bien en tu primer día en el colegio nuevo? No me he acordado. Lo siento. Se me fue totalmente de la cabeza.
No era lo más importante para mamá.
—Sí —volví a mentir.
Y esas mentiras, poco a poco, empezaron a alimentar mi tardía literatura.