Читать книгу La herida de la literatura - Miriam Beizana Vigo - Страница 14
Resaca literaria
ОглавлениеEl día siguiente llegó sin que mi locura ni las heridas de las letras pudieran hacer nada por evitarlo. Los rayos del sol y el ruido del exterior me sorprendieron dormida sobre la cama revuelta, con la boca abierta, la saliva impregnando la almohada, la misma ropa de hacía varios días y la gata durmiendo sobre mi espalda.
El calor era ya insoportable a esas horas. Sentí el malestar típico de haber sufrido una noche de pesadillas espantosas. Me había pegado una paliza con el colchón, sentía el cuerpo hecho polvo. Mi piel pegajosa estaba adherida a ese somier y no parecía resuelta a abandonarlo. No se trataba de una simple pereza común, era algo más. Estaba incapacitada, como si mis niveles de lo que fuera que se compusiera la mente se encontrasen bajo mínimos. O agotados. O perdidos en cualquier otra parte.
Aunque mi consciencia despertó, mis párpados no se abrieron y mi cuerpo no se movió hasta pasada una hora extraña, en la que Letra empezó a clavarme las finas patitas con firmeza sobre la espalda, hasta llegar para escarbar los rizos de mi cabeza. También sentí cómo sus dientes afilados me mordisqueaban la nariz. Empecé a reaccionar muy despacio, siendo consciente de la dolorosa realidad que habría al despertarme. Tenía que enfrentarme a un día nuevo. O, dicho con más certeza, a otro capítulo más.
La resaca literaria podía equipararse a la que se soportaba después de haber ingerido una cantidad nada desdeñable de cerveza. La pesadez de la sesera, la aridez en la garganta y un empacho molesto en el estómago. Y, por supuesto, esa hastiada densidad de cada movimiento, la torpeza y la pasmosa lentitud. La poderosa desgana de enfrentarse a cualquier cosa. La gran diferencia era que las secuelas que dejaban las letras no podía solucionarse con un ibuprofeno. Pero yo era nueva en esto, no sabía cómo mitigar esos síntomas demoledores.
«Me moriré de hambre. Me moriré de hambre. Me moriré y será culpa tuya».
Junto al agudo sonido de las quejas imperiosas de Letra, resonaba en todo mi piso la música incesante de la banda militar que ensayaba a pocos metros de la ventana. La urbanización de Lo Güeno estaba situada en una zona periférica y a escasos kilómetros de la valla de alambre de seis metros de altura que significaba la frontera con Marruecos. Me asomé a la ventana abierta y entrecerré los ojos. Más allá del grupo militar que intentaba con molesta insistencia que la música sonase con algo de gracia, podía verse el pequeño aeropuerto.
«Me muero de hambre. Me moriré. Me muero».
Eran cerca de las diez y media. Mamá todavía no había llamado. Hacía exactamente dos días y diez minutos que no se había puesto en contacto conmigo de ninguna forma. Estaba desesperada. Cotilleé durante unos minutos más el patio, donde los niños jugaban estruendosamente buscando competir con la orquesta militar. Los vecinos iban y venían. La mayoría de las mujeres no enseñaban sus cabellos. No hacía falta ir más allá del patio de casa para ver la confluencia de culturas de Melilla. Cerré la ventana.
Traspasar el umbral de mi puerta fue una acción complicada. Todavía no me acostumbraba a ese silencio envenenado que empodrecía las paredes de un eco aterrador. Sin detenerme a mirar el vacío que había a ambos lados, me dirigí al cuarto de baño. La gata me siguió corriendo, sin dejar de insistir en su necesidad imperiosa de comer algo o morir de inanición. Me desnudé, sin mirar mi propio cuerpo, deforme y feo a mis ojos. Tiré la ropa maloliente en el cesto y me senté en el inodoro mirando al frente.
Tiré de la cadena y abrí el grifo de la ducha. Dejé que la bañera se llenase mientras observaba el agua caer, como la banda sonora de esa vivienda en penumbras.
Me metí poco a poco en la bañera. Toqué el agua y me llevé los dedos a la boca. Sabía insoportablemente a sal. Letra, mientras se acicalaba, me observaba sentada en el bidé con expresión de indignación. Aunque el calor fuera importante, bañarme con agua a esas temperaturas heladas resultaba doloroso y no tardé en empezar a tiritar. Abracé mi desnudez mientras apretaba la mandíbula, notando el efecto catártico de ese baño plagado de agujas. Era como infligirme un castigo, o como obligarme a detener mis pensamientos. Solo podía concentrarme en el dolor que sentía en las extremidades hasta que lograba acostumbrarme. Miraba al frente. Luego hacia arriba. Después me sumergía y privaba mi cuerpo de respirar durante instantes más o menos largos. Emergía, tomaba una bocanada de aire y volvía a sumergirme.
«¡Acaba ya!».
Letra estaba encorvada en el borde de la bañera, luchando por no caerse dentro de ese detestable líquido transparente. Quité el tapón y esperé a que el agua, haciendo ese desagradable ruido, bajase por las tuberías. La toalla era áspera y me produjo rozaduras en la piel. La deseché en cualquier parte del cuarto de baño y, desnuda, me dirigí por el pasillo en forma de L hacia la cocina.
Había una preocupante acumulación de tazas sucias en el fregadero, la nevera estaba vacía y no había cocinado nada desde hacía medio siglo. El cuadro era patético, reflejaba con bastante acierto mi situación actual. Me incliné y saqué de la alacena el saco de pienso y una lata de salmón para rellenar el cuenco vacío de Letra.
«Sí. Sí. Por favor. Sí. Sí. Comida».
Me quedé mirando cómo mi gata comía, preguntándome qué podría hacer a continuación.
Debería limpiar la casa, poner una lavadora y bajar al supermercado a reponer la nevera. Mi madre me había dejado dinero suficiente como para vivir durante varios meses sin ningún tipo de problema. Regresé a mi habitación y me puse unos pantalones cortos vaqueros y una camiseta gris holgada. Respiré hondo. Pondría en orden esa casa, eso me ayudaría a que todo pareciera menos terrible.
Llené el fregadero de agua con jabón y empapé el estropajo. Miré cómo la espuma iba creciendo, adhiriéndose a la suciedad de las cucharas y las tazas con restos de café. Todo eso transcurrió muy despacio, me concentré con meticulosidad en ese proceso anodino. Las escritoras también fregaban su cubertería, de eso estaba segura. Ninguna se dedicaría únicamente a sentarse a escribir, había más tareas en el día y, tal vez, más inquietudes alejadas de las literarias. Tenía que procurar encontrar un equilibrio entre lo real y el presente. Y la ficción y el pasado.
Podría elaborar una lista y colgarla en la pared, una especie de póster recordatorio.
A la izquierda mencionaría Galicia, mi infancia, los libros y a Septiembre; a la derecha Melilla, mi edad adulta, mi soledad, a Letra y mi primera novela.
Mamá debería figurar en ambas columnas en letras mayúsculas.
Letra terminó de comer. Se subió a la encimera y, de un salto limpio, se colocó en mi hombro derecho. Noté la presión de sus afiladas uñas en la piel. Luego el animal se acomodó y empezó a ronronear, mirando de manera apasionada cómo terminaba la tarea de limpieza, al mismo tiempo que se relamía los bigotes. La presencia de la felina lo salvaba todo. Mi gata me necesitaba casi tanto como yo misma lo hacía. A veces desearía que esa necesidad recíproca también ocurriera con mamá.
Cuando limpié la cacharrería, pasé un trapo húmedo por la encimera y las baldosas, barrí el suelo y lo fregué. Me sentí un poco triunfadora. Bajaría a comprar, era una buena idea. Me obligaría a hacerlo. Llevaba siete días encerrada en casa, si seguía demorando el hecho de salir al exterior, llegaría un punto en el que no lo volvería a hacer y moriría de hambre allí dentro. Cogí dinero de la caja metálica, tomé el amasijo de llaves, me puse unas chanclas y agarré el pomo de la puerta.
Y la calle me recibió con una bofetada de calor terrible, como si las aceras ardieran y el viento quemara. No tardé en notar cómo la sudoración se apropiaba de mi piel recién duchada. Miré a la gente de mi alrededor que estaba en el patio y vi que nadie reparaba en mí. Seguía sonando la banda militar, como un eco molesto. Me dirigí al portal de la urbanización y la abandoné. Ahí fue cuando me sentí más expuesta.
Era un ejercicio crudamente complicado el caminar por la calle, aparentando normalidad. Cada uno de mis pasos, esa mirada que pretendía ser sosegada, ese porte indiferente, eran artificiales. Estaba atemorizada mientras recorría los escasos metros que separaban mi casa del Covirán. Me costaba hasta controlar el balanceo de los brazos flacuchos a ambos lados del cuerpo. El movimiento de los pies en la acera, elevarlos, volverlos a dejar caer, el roce de los huesos de la rodilla, mi mirada atenta al frente.
Había mucha gente en el interior del establecimiento. En su mayor parte, mujeres haciendo la compra para preparar la comida. Algunas iban con sus hijas más pequeñas, que correteaban por todas partes. Me puse nerviosa. El jolgorio de voces, de pitidos de cajas registradoras y el chirrido de las ruedas de los carros sobre las baldosas del suelo me hicieron marearme. Me tropecé con varios hombros desconsiderados que hirieron mi equilibrio.
—Bueno’ día’, Melancolía. ¿A dónde va’, chiquilla? No te hemos visto na por el patio esto’ día’. Ya pensé que te hubieras marchado. Qué, ¿qué tal está’? ¿Te está’ portando bien? ¿Haciendo la compra? Yo voy a hacer un pollito al ajillo riquísimo y lo que sobre pa croqueta’ y a la playa con lo’ niño’… Oye, que si te apetece te puede’ venir con nosotra’, ¿eh?, ya lo sabe’.
La verborrea de la vecina del bloque dos, amiga de cotilleos de mi madre, me fastidió demasiado y tuve ganas de escupirle sobre su hinchado rostro y sus cabellos teñidos. Las melillenses y su fastidiosa manía de comerse las eses como si su lenguaje estuviera famélico.
—Gracias. Estoy bien.
—Claro. Sabe’ dónde vivo… cualquier cosa que necesite’ no tiene’ má’ que pedírmela. Ere’ como de la familia. Pásate a comer o a cenar siempre que quiera’, en casa siempre hay de sobra para toda’. Y vete algo a que te dé el sol, harfavó, está’ má’ blanca que una oveja y necesita’ coger color en esa carita tan bonita que tiene’. Mira, mira qué ojo’ tiene mi niña.
Después me escabullí detrás de las estanterías de champú y geles, esperando a que la maldita vecina desapareciera de las inmediaciones. Tenía suficientes artículos de limpieza, necesitaba algo dulce, carne y verduras. Y agua. Y café. Con eso sobreviviría una semana, tal vez dos. Compraría lo suficiente para no tener que volver a bajar allí tan pronto, no era necesario forzar de esa forma mi contacto con la realidad. Con todo lleno de provisiones, podría sentarme y escribir. Y mitigar ese malestar, ese peso dentro de mí misma que me aletargaba de ese modo.
Galletas. Chocolate. Arroz. Lechuga. Champiñones. Melocotones. Pollo. Pavo. Más azúcar. Café. Leche. Agua. Latas para Letra. Arena para Letra. Gominolas. Palomitas. Cerveza. Cebollas. Ajos. Patatas fritas. Miel.
Comencé a poner la compra en la cinta. La cajera daba voces con otra mujer sobre el calor y las ganas que tenía de tomarse una cañita a la fresca. La otra mencionaba algo sobre sus juanetes. Yo miraba hacia ninguna parte, nerviosa, deseando terminar cuando antes y volver a casa.
Subí las bolsas de la compra y las dejé caer en el suelo del ascensor, exhausta. Casi corrí por el pasillo hasta alcanzar la puerta. Entré, giré la llave dos veces y gemí de alivio al regresar. Me encontré con la mirada de Letra en el mueble de la entrada.
«Ahora a escribir. No hay más excusas, escritora, escritora».
—¿Ha llamado mamá?
«No ha llamado nadie».
Juraría que la felina sonreía.