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¡Bosa, bosa!

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De los poros de mi piel parecían emanar chorros de agua, en mi primera (y terrible) noche en Melilla. Dormir en una casa extraña pero propia a la vez era una experiencia complicada de definir. Los sentidos no se terminaban de apagar del todo, el olor del lugar era desconocido. No, me era ajeno. Ajeno como si todavía permanecieran entre las paredes blancas y jaspeadas la esencia de los habitantes anteriores. Me retorcía sobre las sábanas, sofocada, martirizada por la irrealidad que me sobrevenía. Era yo, pero no era yo. Casi podía escuchar la respiración pausada de mamá en la habitación de al lado. Mis ojos bicolores abiertos como platos miraban la bombilla colgada del techo. Parecía moverse. La ciudad se orquestaba más allá de mi ventana. El viento golpeaba las persianas y el ruido era insoportable. Había mosquitos. Ni siquiera el aire que respiraba sabía igual que en Galicia.

Lloré. No se me ocurría qué otra cosa hacer. Sabía que ese era el inicio de una de las etapas más duras de mi vida. La de la soledad, y ya no solo de personas, sino de mis lugares y rincones conocidos. Viviría rodeada de rostros que no significaban nada para mí, deambularía por calles laberínticas e imposibles de recordar, asistiría a un instituto salvaje, tan diferente al mío que me sentía tan pávida que podría orinarme encima. Necesitaba a Septiembre junto a mí. La necesitaba con fuerza, con una fuerza tan desesperante que sentía que jamás podría dejar de llorar. Los libros ya no servían para nada. Usaría sus páginas para sonarme los mocos que se me acumulaban en la nariz, bajaban por la comisura de los labios y goteaban en mi tarrillo, manchando la almohada. Esa manera de llorar, tan pueril, tan natural. Como solo se llora una vez. Cuando todavía se es joven, tan joven para parecer un ser humano.

Qué era esa Melilla. Qué era yo. Qué iba a pasar. Estaba exhausta, pero no podía dormirme. Y no tenía a nadie con quien hablar. Quería ir a la habitación de mamá y dormir con ella, pedirle que nos fuéramos de vuelta a dos o tres años antes y nos quedáramos allí a vivir permanentemente. Aunque nos hiciéramos viejas en ese punto inamovible. Sí, mamá, por favor. No quería seguir. Que alguien se aferrase a las agujas del reloj. Que alguien desmembrara la urbe extraña en la que me encontraba.

Escuchaba sirenas de ambulancias y me asusté. Me levanté y abrí las persianas y la ventana. El viento me golpeó la cara, pero era pegajoso y me impedía respirar. Eran hombres, altos y fuertes, algunos desnudos, corriendo por la calle arriba como si estuvieran de celebración. En esa oscuridad vislumbré el brillo de la sangre en algunos de esos cuerpos. Abrí mucho los ojos, aturdida. Eso era real. Pero lo real de verdad. Eran muchos. Una muchedumbre. Cada vez más. Y, por unos segundos torpes, me sentí ridícula por llorar una desdicha dentro de un techo caliente y una familia. Luego pensé que yo también estaba fuera de mi hogar, como ellos, ellos que gritaban «¡Bosa! ¡Bosa!». Parecía un grito victorioso, pero al mismo tiempo era un lamento que erizaba la piel. Actuaban como si esas heridas no doliesen, no sangrasen. Apreté los puños, pegados al cuerpo, hasta que los nudillos se volvieron blancos como las páginas no escritas. Los vi pasar, confundiéndose entre las sombras o, mejor aún, resplandecientes. Otorgando vida a la noche dormida. Plagando de significado la hipocresía de un mundo del que yo, todavía, no sabía nada.

Mamá me sorprendió entrando en mi habitación (esa habitación nueva, no propia), cubierta con una bata y sus cabellos pajizos peinados por la almohada.

—¡Ay! ¿Te han despertado, mi pequeña? —Mamá corrió a asomarse a la ventana—. Impresiona, ¿verdad?

—¿Quiénes son?

—Vienen de Sudáfrica, del otro mundo.

—¿A qué?

—A vivir, cariño.

—¿Aquí? —inquirí.

Mamá no se daba cuenta de que yo lloraba.

—No tengas miedo. No va a pasarte nada. Ellos no vienen a hacerle daño a nadie.

—No me dan miedo —confesé—. Nosotras tampoco somos de esta ciudad.

—La diferencia es que nosotras hemos venido en un avión. Su viaje ha sido mucho más largo y duro que el nuestro. Además, no estamos solas.

¿Cómo hacerle entender a mamá que yo sentía que mi viaje había sido largo y duro desde que había sabido que nos iríamos? ¿Cómo explicarle que despedirme de mi profesora había sido un hecho lento y tortuoso, como una enfermedad dolorosa e incurable? ¿Cómo explicarle que yo me sentía sola, tan sola que estaba ahuecada, tan sola que esa soledad me estaba carcomiendo los huesos? ¿Cómo explicarle que, aunque estaba sofocada de calor, me moría de frío?

—Estamos en una ciudad fascinante, Melancolía —dijo mamá—. Y, como en todos los lugares fascinantes, verás cosas terribles.

Me parecía un presagio espantoso. Cuando los hombres que corrían desaparecieron y sus voces fueron apagándose más y más a lo lejos, todavía nos quedamos unos minutos mirando la calle, las estrellas. Mamá me dio un beso en la cabeza y me acarició los hombros. Sí, era esa su respiración, la respiración de que había tomado una buena decisión, la respiración de que allí el dolor no dolía igual. Pensé que mamá huía de las cosas que habíamos dejado atrás. Y tuve el terrible pensamiento de que menos mal que yo no había sido una de ellas. No obstante, pensé también que las personas acostumbradas a huir se pasaban la vida huyendo.

A esa edad, esa primera noche en Melilla, en el triste mes de octubre cuando septiembre acababa de morir, era consciente de que mi madre me abandonaría algún día. Era consciente de que cualquier persona era susceptible de abandonarme. Quise ser apasionante para alguien, como había leído en los libros, pero yo no sabía cómo serlo. Mamá dijo algo más antes de irse a dormir, aunque lo único que recuerdo es que me indicó que me acostase.

Volví a mi jaula sobre el colchón. Lo hice sintiendo un peso muy extraño en el pecho. Un peso cargante y liviano al mismo tiempo. Como si mi ser flotara dentro del cuerpo, pero, a la vez, se hubiera vuelto de plomo.

Una pluma de plomo que vuela. Una pluma que escribe «¡Bosa! ¡Bosa!», valiéndose de un tintero de lágrimas que alguien, o álguienes, habían derramado.

La herida de la literatura

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