Читать книгу La herida de la literatura - Miriam Beizana Vigo - Страница 13
La herida
Оглавление—Estoy escribiendo una novela.
Lo dije al aire, releyendo lo que acababa de garabatear, con una abochornante osadía llena de pudor y miedo. Enseguida me sentí atemorizada y solté el folio y el bolígrafo como si fueran veneno. Luego dejé que toda esa angustia que sentía dentro se desatara, esperando que un intenso aluvión de llanto agresivo me atacase. Pero eso no sucedió. Permanecí bloqueada, quieta, frente a mis propias letras que ahora no lograba entender ni descifrar. Sentía como si me hubieran arrancado algo de cuajo.
Poco a poco, todo fue poniéndose en su lugar como un puzle que encajaba. La cama revuelta se colocó en la esquina de la habitación junto a la ventana abierta de par en par observando la noche. Del exterior tan solo llegaba una brisa obscenamente cálida y densa. El calor en el interior de mi cuarto era insoportable. Toda la luz existente provenía de las farolas de la calle y de la lámpara de estudio sobre el escritorio. La pantalla del ordenador permanecía apagada y, en ella, podía verse la silueta que adivinaba mi aspecto, las muecas de mi rostro y la postura de mi cuerpo, encorvado sobre una dura silla de madera, intentando resolver un enigma imposible.
Porque yo, Melancolía, no quería escribir. Sabía lo que ello implicaba. Sabía lo que ello podía hacerme.
Ahora me temblaban las manos, las venas y hasta los dientes. Y temblaba cada cabello de mi cabeza como si en mí hubiera un intenso terremoto destructivo.
Me froté los ojos con ahínco, agotada. No sabía si sería capaz de dormirme. Necesitaba recomponer la masa de mi mente. Notaba cómo la cordura se me escapaba entre mis torpes y torcidos dedos. Me aferré al borde del escritorio y empecé a sacudir con frenesí la cabeza. Tenía que dominarme, hacer acopio de todo mi raciocinio. Tenía que dejar que esa maldita inspiración que crecía en mí fluyese como la sangre de una herida. Escribir era peligroso, pero no hacerlo era peor todavía.
Me sujeté la maraña de pelo rizado que tenía sobre la sesera, inclinándome sobre mi propio texto. Quise leerlo en alto, pero mi voz parecía de seda y no fui capaz. Era la soledad que me debilitaba. Yo nunca había disfrutado de la soledad. Era tan sencillo caer en el caos. Mi presente, como si las cuerdas invisibles que se sujetaban a mis muñecas y a mi cuello se hubieran enredado entre ellas y ahora tan solo fuera una marioneta torpe y desvalida, con un aspecto casi cómico, frente a un teatro vacío.
Qué poco perduraba la vida. Qué poco tiempo quedaba y qué efímero era cada uno de los instantes. Y yo, consumiéndome lastimera como un helado de chocolate sobre los adoquines del patio privado de esa urbanización. Caminando sobre un estrecho muro, tal como un pájaro que no podía volar. Intentando remar contracorriente con las muñecas rotas. Pretendiendo escalar una escarpada montaña sin un equipo de sujeción. Escribir una novela sin pensar en las consecuencias.
«¿Una novela? ¿Tú, insignificante ser?».
En el alféizar de la ventana, desafiando la fragilidad de la vida con elegancia y cierta sorna, mi gata Letra me miraba con los párpados peludos entrecerrados, los bigotes finos y toda su escuálida figura expandida como exhibiendo su beldad felina. Mi fiel compañera, mi Sancho Panza, que me odiaba y amaba del mismo modo. Una extensión de mí misma, era como otro miembro de mi cuerpo, pero separado a su placer cuando lo considerase oportuno. Sin Letra, Melancolía no sería Melancolía. Yo no sería yo.
Las palabras de mi gata me hicieron sentirme estúpida. Sin embargo, el animal seguía mirándome con curiosidad y un atisbo de inocencia.
—¿Crees que soy insignificante? ¿Lo crees de verdad?
Letra estiró su lánguido cuerpo con gesto perezoso. Bostezó, mostrando sus pequeños pero afilados dientes y saltó al suelo. Luego se subió a la cama y se enroscó encima de un cojín mullido.
«No lo sé. Tengo demasiada hambre. Pero diría que tu existencia es tan anodina, aburrida, desdeñable, que no te identificaría con una escritora. No me imagino a Carmen Laforet ni a su querida amiga Elena Fortún en una posición como la tuya».
Yo no miraba a la gata. Leía de nuevo mis letras empapando el papel.
—Carmen Laforet era infeliz. Y Elena Fortún era invisible. Como yo.
Invisible.
«Pero ellas eran amigas. Y tú no tienes amigas», dijo Letra.
No había una cara amable en los años que tenía tras de mí, veintiséis, ni podía olisquear tal cosa en el futuro inmediato, ni lejano. Así, sin pecar de contaminante, ejercía mi derecho a torcer el gesto y permanecer anclada en esa situación haciendo honor a mi fatídico y vulgar nombre, con el que mamá había tenido a bien marcarme de por vida. Como un molesto lunar en el entrecejo, o una marca de nacimiento bajo la nariz.
Mamá.
«Mamá», ronroneó Letra.
Desfallecí al pensar en ella y ahí, al fin, el llanto apareció como la catarsis del alma, que nada tenía que envidiar al hecho de escribir. Vomité lágrimas sobre la almohada, ante la perversa mirada de Letra, que no daba crédito a mis aspavientos repugnantes. Me aferré a las sábanas sudadas, envuelta por el olor que desprendía mi cuerpo después de varios días sin ducharme. Los latigazos de nostalgia fueron cada vez más intensos y la pena hacia mí misma fue putrefacción en mi sentido común. La cama iba haciéndose más y más grande. Yo cada vez más y más pequeña, a la inversa, como volviendo a ser un bebé.
Una trilogía. Una novela. Un capítulo. Una página. Una línea. Una palabra. Una sílaba. Una letra. Un espacio en blanco. El silencio.