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Edgar Benítez, Barquisimeto, Venezuela Mi amada compañía

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El domingo 15 de marzo era el día que habíamos escogido para, al fin, ir a visitar a tres de nuestros hijos, uno de ellos residenciado en Austin, nuestras dos hijas y tres de nuestros nietos en Orlando, lugar de nuestro reencuentro. Para ello tuvieron que ayudarnos con los pasajes aéreos debido a la franca y ya prolongada merma de nuestros ingresos producto de la crisis económica generada por el llamado Socialismo del siglo XXI. Dos profesionales, mi esposa ingeniera y yo psiquiatra con 45 años de ejercicio y 69 años de edad, no disponíamos ya de ingresos salvo para sobrevivir.

Tenemos cinco hijos y seis nietos. Todos tuvieron que emigrar producto de la inseguridad, pocos ingresos, falta de vacunas y medicamentos, fallas cada vez más frecuentes y prolongadas de electricidad, falta de gas, agua y ya, para ese momento, graves fallas de gasolina (yo he llegado a estar más de una vez en una fila por más de doce horas y regresar sin poder cargar el tanque).

El resultado: una hija casada viviendo en Buenos Aires con dos niños; un hijo en Santiago de Chile con su hija y el resto en USA.

Después de tres años sin verlos y agotados por el mucho trabajo mal remunerado íbamos a ese encuentro por apenas dos semanas.

El miércoles 11 de marzo vimos en las noticias el avance del covid-19 en USA y que cerraban los parques de Disney, que están a cuarenta minutos de la residencia de nuestros hijos. Además, nuestro viaje lo haríamos con escala de ida y de regreso por Santo Domingo. Ante la situación decidimos el 12 de marzo, con dolor, suspender el viaje. Tengo amigos que se quedaron en los países de tránsito, otros en casa de los hijos, algunos sin suficientes recursos económicos.

Quedarnos significaba agregarle a lo antes descrito de la situación sociopolítica del país el tener que asumir la cuarentena. Dejar de reunirnos con amigos y familiares, cosa que afecta mucho a un venezolano porque somos “gente de abrazos “, como bien lo dijo Carlos Cruz Diez, nuestro gran artista, y de reunirnos mucho, sin otro motivo más que el de compartir.

La última semana de julio comienzo con malestar intestinal. A los pocos días aparece fiebre. Llamo a un colega y me dice que me aísle catorce días en cuarto aparte, para dolor de mi esposa y el mío, pero también con miedo por mi evolución y con temor de haberla contaminado. Tanto él como otro brillante colega sospechaban covid-19 variedad intestinal. Decidimos no decir nada y menos buscar dónde hacerme el examen, porque lo tiene centralizado el gobierno, tardan quince días en dar los resultados y, de paso, como aquí todo lo manejan cuartelariamente, podrían “decidir” que debería ir a un hospital común sin recursos (tampoco los hospitales están dotados, muchos médicos mueren por carecer de los medios mínimos apropiados para su protección. Es una negligencia criminal con pacientes y médicos, (y lo digo como médico) y, por si fuera poco, sin casi alimentación, padecer una cuarentena que terminaba siendo una prisión en la que la gente se ha quejado de maltrato. Lo otro que también decidimos fue no decirles nada a nuestros hijos porque se hubieran angustiado demasiado, sobre todo cuando era imposible venir a ayudarnos y pensando que todo era peor de lo que les informáramos. Solo sabían mis dos colegas–amigos y un cuñado que nos podría prestar apoyo en caso necesario y sólo informaríamos a los hijos si fuera realmente necesario.

Evolucioné bien y a los catorce días, con buen estado de salud, retorné a mi cuarto con mi esposa, mi única compañía, su única compañía.

Durante ese período de estar enfermo y aislado me había inscripto en un curso: Filosofía para Coaching con la finalidad de usar el tiempo en algo más realizador. Leía y hacía las asignaciones en los momentos que me pasaba la sensación de debilidad y malestar. Trataba, en todo momento, de mantener algo de sentido del humor sobre todo en el chat de mis compañeros de graduación de medicina y con algunos amigos. Pero también llegué a sentir en dos oportunidades el miedo a que se me complicara, cosa que, afortunadamente, no ocurrió.

Un día mi esposa se acercó al cuarto con su mascarilla puesta y comenzó a llorar “quiero que regreses al cuarto rápido’’. Me partió el alma, el corazón, porque nos amamos mucho y tenemos una bella vida de pareja. Me quedé mirándola en silencio.

NOSOTROS, LOS QUE AMAMOS

Vivimos un tiempo/

de adioses signados/

de incierto retorno. /

“Ya no soporto/

una despedida más “/

Así decía Ana/

la Ajmátova/

“la Musa del llanto”.

Nos tocó /

–a ella también– /

quedarnos sentados /

al borde de un muelle /

viendo /

cómo se aleja lo que antes/

estuvo tan cerca, /

tan entrañablemente cerca /

de nuestros corazones... /

Los que amamos /

y nos aman /

tejemos, juntos, /

una tela de araña /

sobre el mundo /

donde atrapar

el más mínimo recuerdo /

de algo /

que los devuelva a mi /

que me regrese a ellos– /

Y yo/

sin poder hacer nada /

salvo escribir /

estos versos /

y mantener /

en vigilia/

mi lámpara.

El Ser Confinado: Diarios de una Pandemia

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