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Verónica Sordelli, Argentina Abrazos del Alma

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Era lunes por la mañana, el viernes anterior había recibido un llamado ofreciéndome trabajo, acepté inmediatamente. Apenas si pude manejar mi ansiedad, intenté controlarla, pero fue el fin de semana más largo que recuerdo, las horas no pasaban y mi casa, que hasta ese momento era mi fortaleza, se había convertido en mi prisión, me costó conciliar el sueño. Sonó el despertador a las cinco y diez, gracias a Dios que ya era hora de levantarme, me tomaría mi tiempo para desayunar, darme un baño, arreglar mi cabello, nada debía ser azaroso, era la primera vez que ejercería mi profesión. Hacía apenas unos meses había recibido mi título de enfermera, pero universitaria me apresuraba a aclarar, cómo si no serlo fuera sinónimo de vergüenza, seguramente tenía que ver con esa pregunta que escuché durante tantos años y que seguía escuchando. Con la inteligencia que tenés ¿porque no estudiaste medicina? Porque no señores, me hubiese encantado gritarles a todos. No soy de esas mujeres confrontativas, elijo sonreír, tengo muy en claro que a la gente le gusta opinar y dar su punto de vista para intentar cambiar el pensamiento del otro, ¿para qué? para nada, o mejor dicho, para no tener que hacerse cargo de sus propios pensamientos.

Llegué al hospital muerta de miedo y me dirigí a la administración, donde me informaron que debía presentarme con el jefe de enfermería, subí al primer o segundo piso, no lo recuerdo bien, estaba nerviosa, y no era para menos, mucha gente caminaba por los pasillos, el personal ensimismado en sus tareas, que apenas me miraban al pasar por al lado, y yo sola, con mi mochila cargada de ilusión. Golpeé la puerta, adelante escuché, pasé.

—Buenos días, tratando de identificar al jefe del servicio.

¿Sonrío? Me pregunté caminando al encuentro de la persona más cercana a la puerta, no conocía otra carta de presentación. Que difícil me resultaron esos pasos, ¿Cómo no ingresar al lugar que sería mi trabajo sin una sonrisa que demostrara la felicidad que sentía? Lo hice, pero el tapabocas se encargó de ocultarla y hacer todo más solemne.

Levantó la vista de las planillas que tenía en sus manos, vi sus ojos apenas.

—Amanda ¿verdad?

Me emocionó que me esté esperando y sepa mi nombre. No hubo ni una mano estrechada, ni un beso, la distancia que debíamos mantener así lo exigía. Un televisor colgado pasaba las noticias locales, nada alentadoras, por cierto, y mucho más importante que mi llegada al lugar. ¿Cómo se comienza una relación laboral sin poder dar un beso?, sin poder tocar la piel del otro en un abrazo, o simplemente estrechando la mano. Me sentí incompleta.

—Escuchen un momento (dijo el jefe de enfermeros levantando su tono de voz), ella es Amanda, y comienza hoy a trabajar con nosotros.

—Hola (dijeron distraídamente sacando apenas la mirada del televisor).

—El tema está complicado, (sus ojos se clavaron en los míos y pude notar su cansancio en la mirada)

Me contó que la terapia estaba con sus camas ocupadas, porque el día anterior habían ingresado diez ancianos, todos ellos contagiados dentro de un geriátrico.

—Tenemos compañeros en aislamiento, continuó, y veo que tus prácticas las realizaste en terapia intensiva, hablé con el supervisor del sector, ahí te necesitamos, En quince minutos comienza nuestro turno, por favor ve a cambiarte.

Mientras me colocaba el ambo me golpeó la realidad que se estaba viviendo, sola en casa no había logrado dimensionarla y me asustó no estar a la altura del momento.“Es la hora”, escuché decir al otro lado de la puerta. Salí apresurada, la sonrisa, aunque intenté ya no aparecía en mi rostro.

Entramos a la antesala de la terapia y nos vestimos de acuerdo al protocolo, lo poco que recordaba de mis compañeros se fue perdiendo a medida que la protección iba cubriendo sus cuerpos y apenas podía ver sus ojos. El supervisor retiró las historias clínicas, las camas separadas por cortinas delimitaban el espacio de cada paciente dejándolos en soledad, más todavía. Me entregaron una con el número de cama, me dirigí al lugar, María Adela leí en la ficha, noventa años, covid-19, insuficiencia respiratoria.

Dos datos, sólo dos que no hablaban de su vida, ni de su historia, ni de sus hijos y nietos. Solo un documento en el que estaba escrito María Adela, noventa años. Busqué sus ojos y los vi abiertos, con un celeste desgastado me miraron, le sonreí, sin ser consciente de que esa sonrisa no llegaría a destino. María Adela seguía mirándome y sentí un ruego en las lágrimas que corrían por sus mejillas, toqué su mano, dos pares de guantes me separaban de su piel sedienta, pero ese contacto ardió en mí, cuánto tiempo hacía que no acariciaba.

—Adela va a estar todo bien, (le dije pasando mi mano por su cabello blanco), pronto todo pasará.

Una sonrisa apareció en su rostro, ella tenía el privilegio de que su sonrisa sea visible, movió sus labios, traté de acercarme para entender lo que decía, era muy difícil con la máscara protectora, pero seguí intentando. Sus labios se movieron nuevamente, la escuché:

—Hija, quiero estar con papá.

No contuve el llanto, no estaba preparada.

Nunca nos preparamos, para dejar partir.

No sé si hice lo correcto, en ese momento mis sentimientos me invadieron y solo quería abrazarla a ella, pero no podía

—Hija quiero estar con papá, repitió

—Él te espera, le dije acariciando su mano, ve…

Inmediatamente me sorprendió la alerta en el monitor. “El carro de paro” gritó el médico ocupando su lugar en la cabecera de la cama, no lo había visto llegar, otra enfermera lo acercó y yo… apenas si pude reaccionar a lo que estaba sucediendo, no me di cuenta, o si me di cuenta, no lo sé. Me aferré a la mano de María Adela, porque para ella era su hija y mi mano la ayudó a volar.

Mi cabeza cayó hacia adelante y lloré sin consuelo, sentí que me tomaron de los hombros, y amablemente me sacaron de lugar.

—vamos, te acompaño, (dijo una voz, yo lloraba desconsolada como la niña que era, necesitaba desesperadamente un abrazo, pero no se podía. Estábamos en ese tiempo en que solo nos expresamos con la palabra).

—Perdón, (dije entre llantos a la persona que me acompañaba, temiendo no haber cumplido con mi obligación)

—Gracias, me susurró al oído, ella se fue acompañada.

Es lunes por la mañana, hora de salir de casa, tengo organizada una reunión con los supervisores, lo hago cada semana para que los distintos departamentos funcionen lo mejor posible, ya llevo cinco años en el cargo de jefa de enfermería

—Me voy, (le avisé a mi hija).

— ¿Mamá me llevás hasta la parada? Me quedé dormida y en una hora comienza la clase, no llego

—Dale, apurate (dije con palabras), “siempre la misma historia” (dijo mi sonrisa).

Sus ojos me miraron pícaros, un abrazo y un beso en la mejilla, me llenaron el alma

—Gracias ma. ¿Sabías que te quiero?

—Vamos María Adela, se hace tarde.

El Ser Confinado: Diarios de una Pandemia

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