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Payaso Abelardo, Argentina El Don de hacer reír

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Vivir de hacer reír, o sea trabajar de hacer reír, es una tragedia en sí misma.

Empecé a los veintiún años, hace diecinueve ya (la cuarentena me agarra con 40 años cumplidos ¿será una casualidad?)

Estudiaba en ese entonces Ingeniería Química en la Universidad de Buenos Aires, y por razones que exceden este relato, empecé a hacer malabares en un semáforo.

La libertad que sentí ganando la plata necesaria para sobrevivir en ese ámbito tan arisco como es la calle, me llevaron al camino que vengo recorriendo desde entonces.

Resumo que renuncié a la posibilidad de tener un título universitario para hacer carrera de payaso profesional y callejero.

Desde 2002 actué en Circos, Teatros, Festivales, Casas, Escuelas, Calles, Plazas y cantidad infinita de espacios escénicos.

Estudié para hacer reír: cursos de improvisación, clown, comedia del arte, teatro convencional, títeres, circo y más.

Todo para ser el mejor payaso que pudiera honestamente ser.

Siempre creí, y creo, que ser artista callejero es una carrera complicada.

Uno se expone constantemente al fracaso.

En la calle todo conspira para que las cosas salgan mal: un borracho que te quiere pegar, un perro que no para de ladrar, alguien que se desmaya en la plaza y te roba la atención que tanto te costó lograr.

Hay que lidiar fuerte con el fracaso para ser payaso callejero.

En fin, enero y febrero del 2020 la pasé en Necochea, haciendo mi temporada número dieciocho en esta hermosa ciudad.

La temporada implica que hago unas cien funciones en dos meses, todas en la misma plaza.

A veces me canso, y no voy a la plaza. O como pasó este año, que entraron a robar a mi casa, y durante toda una semana no fui a actuar. O a veces me quedo en la playa con mis hijos, y falto a la plaza, de vago nomás.

La cuestión es que justo este año fue el que más veces falté a la plaza, como nunca lo había hecho. Hay gente que se enojó y me escribió al Facebook y al Instagram: “¿Por qué no fuiste hoy a la plaza?”, “Hace 3 días que no vas a la plaza”, y otras cosas me escribieron, algunas con violencia.

Siempre contesté en forma cordial, pero en el fondo pensaba: “Hago shows gratis en la plaza, soy mi propio jefe, voy cuando quiero”

Y falté como nunca este año a la plaza.

No tenía idea de lo que se venía y se vino.

De un día para el otro estaba prohibido actuar.

No solo en mi país.

Prácticamente la información llegaba de colegas por todo el mundo: Nadie puede actuar, no puede haber concentración de gente.

Suspendidos todos los shows del año.

De golpe, la carrera que había hecho y que siempre creí que era complicadísima por sí misma, directamente estaba prohibida en todo el mundo.

Era el momento de cambiar, de buscar otros rumbos, de encontrar un oficio que se considere esencial durante una pandemia para no volver a quedarme sin trabajo.

Lo veía en las redes, colegas reinventándose de mil maneras.

Hacer reír en vivo y en directo dejó de ser una opción.

Y no pude.

No puedo buscar otro camino.

Cuando aflojó la cuestión sanitaria en mi ciudad empecé a gestionar un permiso para volver a actuar.

Complicadísimo conseguirlo, fueron dos meses de negativas.

Pero insistí, y el permiso que conseguí fue para actuar en un semáforo. Como hace casi veinte años. Cuando no imaginaba que podía vivir de hacer reír.

Y volví al semáforo. A ese pequeño y complicado escenario que te planta al público cada dos minutos frente a vos. Y te permite intentar emocionar un poco al que te ve.

En la plaza estaba acostumbrado a sacarle a la gente unas doscientas carcajadas en una hora de show como algo normal.

En el semáforo si logras sacarle una sonrisa a alguien es un éxito.

En tiempo récord tenés que llamar la atención de un público que claramente no está listo para emocionarse, o divertirse, o sorprenderse.

La cuarentena me puso de cara a mi profesión. La que elegí con la más absoluta y completa libertad. Me mostró mil razones por las cuales tenía que abandonar, aunque sea por un tiempo. La cuarentena, que tanto daño me hizo y me hace, más allá de todo lo que nos salvó, me obligó a decidir otra vez por mi camino, como hace casi veinte años.

Y apareció el semáforo.

Y la libertad que sentí hace una semana cuando volví al semáforo, me indican que nuevamente estoy en ese camino. Ahora más grande, con más experiencia. Con un hijo y una hija. Con otras obligaciones. Pero con la pasión ardiendo otra vez.

Sabiendo que más allá de las dificultades que me plantee el destino, vuelvo a elegir lo mismo: Vivir de hacer reír.

El Ser Confinado: Diarios de una Pandemia

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