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QUIERO IR A LA ESCUELA

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Una pizarra grande, dos pequeñas, tizas blancas, tizas de colores, borradores, mapas, pupitres, armarios llenos de libros, tiestos, y todas las niñas del pueblo que son mis amigas. Todas menos yo. ¿Qué hago en casa? Me aburro, eso es lo que hago, aburrirme y pensar lo bien que estaría en la escuela, en el recreo, en todos los lugares en que están las niñas que ya van a la escuela. Ir a la escuela es subir un grado: de muy pequeña a pequeña sin muy. Quiero ir a la escuela, lo digo y lo repito. Nadie me hace caso, pero yo estoy todo el día dando la tabarra con el mismo soniquete.

—¿Y por qué no puedo ir a la escuela, vamos a ver? Todas mis amigas van a la escuela y yo no.

—No puedes ir a la escuela porque no tienes edad para ir a la escuela. Tus amigas tienen unos meses más que tú, por eso pueden ir a la escuela. Además, ya estás aprendiendo a leer y escribir —dice mi madre—; a la escuela se va para eso y tú lo estás haciendo en casa, ¿qué más quieres?

—Quiero ir a la escuela, estar con las otras niñas, aprenderme las cartillas, jugar con mis amigas en el recreo, hacer todo lo que hacen las niñas en la escuela.

Ante mis protestas, mi madre y mi padre dicen siempre lo mismo:

—Aún no tienes la edad. Podrás ir el año que viene.

Pero como soy una pesada (eso lo dice mi hermana) y como sigo insistiendo hasta la saciedad (mucho, pero mucho, mucho), mi madre ha ido a hablar con doña Elena.

La maestra de las niñas pequeñas le ha dicho que en la escuela, en este momento, hay asientos de sobra para que yo pueda ir, pero eso lo tiene que decidir el Ayuntamiento. Dice que mi caso podría sentar un precedente y si todas las niñas de mi edad quieren ir a la escuela, sería imposible. Mi madre le ha dicho a la maestra que no hay más niñas de mi edad en el pueblo, que mis amigas son unos meses mayores que yo y están en la escuela.

Con las noticias que trae mi madre, mi padre ha ido al Ayuntamiento, para pedir que se me autorice a comenzar la escuela, aunque aún no tenga la edad. Ha tenido que hacer una solicitud por escrito, hablar con el secretario y con el alcalde. Luego, el tema se tratará en una reunión del Ayuntamiento y nos darán el resultado.

En mi pueblo, nunca nadie había querido ir a la escuela antes de la edad. Todo lo contrario, las niñas y los niños prefieren quedarse en casa, jugando o ayudando a sus padres.

Hoy ha venido el alguacil y le ha dado a mi madre una carta del Ayuntamiento. Como está a nombre de mi padre, no ha querido abrirla. Estamos seguras de que es la respuesta del Ayuntamiento a nuestra petición, pero tendremos que esperar todo el día para saberlo. Yo estoy muy nerviosa y trato de convencer a mi madre para que abra la carta, pero ella no quiere ni hablar del peluquín.

Hemos esperado hasta la noche, cuando por fin vino mi padre de trabajar. Nada más entrar por la puerta, mi madre le entrega la carta. Mi padre se sienta, yo estoy a su lado y apenas puedo respirar. Por fin, abre la carta, me mira y dice que no con la cabeza. Tengo ganas de llorar.

—¿Han dicho que no?

—No, Alicia, esta carta no es la que tú esperas con tanto empeño, es de la contribución del bar. La pagaré mañana por la mañana; no tengo que ir a la cantera.

—Cuando vayas al ayuntamiento pregunta por lo mío ¿vale?

—De acuerdo, Pitusina, pero no te disgustes si te dicen que no ¿me lo prometes?

Digo que sí con la boca chica. Aunque tengo tantas ganas de ir a la escuela que si me dicen que tengo que esperar me llevaré un buen disgusto.

Por fin, hoy es mañana. Mi padre me deja acompañarlo al ayuntamiento a pagar la contribución. Al vernos entrar, el secretario dice:

—¡Vaya! Mira a quién tenemos aquí, pero si es Alicia, la niña que no puede esperar más para ir a la escuela.

—Buenos días, señor secretario.

—Buenos días, Alicia. Así me gusta, así, una niña bien educada, sí señor. Eres hija de tu padre, sin duda.

Quiero decir que sí, pero no digo nada. Mi padre paga el recibo y cuando estamos saliendo por la puerta, el secretario dice:

—Toma, Alicia, esto es para ti. Y espero que aprendas mucho, que buen trabajo me ha costado convencerlos a todos para que puedas ir a la escuela antes de cumplir los años.

Me pongo tan contenta que voy corriendo a recoger el sobre que el secretario me entrega sonriente. Y, además, no puedo resistir la tentación y le doy un beso.

—Gracias, señor secretario, muchas gracias. Aprenderé mucho, todo lo que pueda.

Cuando llegamos a casa, abrimos la carta y leemos en voz alta. En ella, entre otras cosas que no vienen a cuento, dice lo siguiente: (...) el Pleno Municipal, en sesión extraordinaria, a propuesta del Secretario, acuerda por unanimidad, y sin que pueda servir de precedente, autorizar a la niña que responde al nombre de Alicia, hija de Juan y María, para que pueda incorporarse a la escuela de las niñas pequeñas (...).

Se lo hemos contado a todo el pueblo. Ahora toca prepararse. En mi casa hay algunos libros, pero no tenemos la cartilla. Mi tía me ha dejado la de mi primo, que hace poco que estuvo en la escuela de los niños pequeños y ya está en la de los mayores. No sé si me servirá. Tal vez sí. Tengo la cartilla, ya solo me falta el resto: cabás, cuaderno, lapicero, sacapuntas...

No te preocupes, dice mi madre, hoy es sábado, el lunes, cuando vayas a la escuela, lo tendrás. Y mi madre siempre acierta.

Hoy, mi tío Ernesto, que es mi padrino, me trae un cabás que fue de su hija. Como ella ya no va a la escuela, no lo necesita y me lo da para mí.

—Aprende mucho, aprende todo lo que no hemos podido aprender nosotros.

Mi tío lo dice porque él, lo mismo que mi padre, no terminó la escuela. Sé que mi padre comenzó a estudiar (me lo contó un día), pero luego se murieron su madre y su padre (cuando solo tenía once años) y tuvo que trabajar para ayudar a sus hermanas. De todas formas, mi padre siempre está leyendo, por eso, aunque no haya podido estudiar, sabe tanto. Lo de mi tío es diferente: él no pudo estudiar porque a mi abuelo eso de estudiar le parecía una pérdida de tiempo.

Tía Adoración (que es mi tía preferida) me ha traído un cuaderno de rayas, un lapicero, un sacapuntas y una goma.

—Lo he comprado yo, pero el dinero me lo ha dado tu abuelo. Tienes que ir a darle las gracias y un abrazo, para que se ponga contento. ¿Lo harás?

Lo hago inmediatamente, antes de que se me olvide. Mi abuelo sonríe al verme llegar y dice:

—No sé para qué tanta prisa por ir a la escuela. Las niñas tienen que aprender a coser, a bordar y a hacer las cosas de la casa. Lo demás no sirve para nada.

—Pero, abuelo, yo quiero estudiar.

—¿Estudiar? Paparruchas.

Dice mi tía que el abuelo es así y no se puede hacer nada para cambiarlo.

Mi padre saca del desván un estuche que ha sido de su padre, luego suyo, después de mi hermano y de mi hermana. Ahora será mío. Es de madera, tiene dos pisos y se abren los dos. Lo ha limpiado, lijado, cepillado y encerado. Parece nuevo. Además, ha pegado un cromo. Es el mejor estuche que he visto nunca.

—Toma, Pitusina, aquí puedes guardar el lapicero, el sacapuntas y la goma de borrar. Luego, podrás guardar la pluma, el compás, la regla. Pero, no olvides que lo más importante está en tu cabeza. Úsala bien y aprenderás más y mejor.

Mi hermana ha hecho una bolsa para meter el almuerzo. Es azul oscuro y tiene mi nombre bordado en letras blancas.

—Ten, hermanita, para que lleves el almuerzo y no tengas que venir a casa en el recreo. Así te quedará más tiempo para jugar. Juega, estudia y aprovecha el tiempo.

Mi madre me ha dado una lata con asa para que, cuando haga mucho frío, pueda calentarme.

—Mira, hija, este es tu brasero, me lo regaló mi madre cuando comencé a ir a la escuela. Luego lo usó tu hermana y ahora tú. En esas escuelas antiguas hace un frío que pela.

A ver si hay suerte y terminan pronto las escuelas nuevas. En ellas seguro que no hace falta brasero.

Con todo preparado, mucha ilusión y un poco de miedo, comienza el gran día. Llego tan pronto a la escuela que no hay nadie esperando. Por fin, vienen mis amigas: Mari Loli, Mari Puri y Mari Tere. Han venido antes para que podamos jugar un rato.

—Con lo bien que se está en casa —dice Mari Tere— ¿por qué querías venir a la escuela?

—Porque estáis vosotras aquí y no tengo con quién jugar.

—¿Lo dices de verdad? —pregunta Mari Loli—, podemos jugar después de la escuela.

—Bueno, también quería venir para aprender lo que no puedo aprender en mi casa.

—Ya me parecía a mí —afirma Mari Puri—, mi madre dice que aprenda un poco de ti. Y mi padre piensa que has armado un revuelo por una tontería.

—No es una tontería. Sé que a muchas personas les puede parecer raro que quiera estudiar, pero es que quiero ser maestra y cuanto más aprenda, mejor.

—¡Maestra! —dicen las tres a la vez.

—Claro —dice Mari Tere— por eso siempre quieres jugar a las escuelas, en lugar de jugar a las familias. Menudo aburrimiento.

Cuando estamos hablando llega la maestra. Todas las niñas se ponen en fila. Yo me pongo la última, pero ella me llama y dice.

—No, Alicia, tú tienes que ponerte aquí. Para entrar en la escuela nos colocamos por orden alfabético. No olvides cuál es tu sitio.

—No lo olvidaré, señorita.

—Bueno, niñas, ya conocéis a Alicia ¿no? Pues desde hoy vendrá con nosotras a la escuela. Espero que la ayudéis para que se ponga al día.

Todas las niñas contestan a la vez:

—Sí, señorita. La ayudaremos.

La escuela es muy grande, tiene ventanas grandes, pupitres grandes, sillas grandes. La mesa de la maestra es enorme y está sobre un escenario que no es muy alto. Ella lo llama tarima. El encerado no es grande: es descomunal. Y sobre el encerado está un crucifijo y las fotos de dos señores vestidos de soldados.

Lo primero que hemos hecho al entrar en la escuela es rezar, de pie. Luego la maestra ha dicho mi nombre y mis dos apellidos. Yo me levanto del asiento y digo:

—¿Qué quiere que haga, señorita?

Las niñas antiguas se ríen y las niñas nuevas, como yo, se quedan calladas.

—Nada, Alicia, siéntate.

Si no quiere que haga nada, ¿para qué me habrá llamado? La señorita dice el nombre y los apellidos de otra niña y ella contesta:

—Servidora.

Y así con todas las niñas de la escuela. O sea, que cuando la señorita diga mi nombre tengo que contestar lo mismo que ellas: servidora.

—Bueno, pues después de rezar y pasar lista, podemos comenzar —dice la maestra—, no quiero que hable nadie, quien hable irá al rincón. Si alguien quiere algo que levante la mano.

En el encerado está escrita la fecha y una frase: Dejad que los niños se acerquen a mí; esa frase está en el Catón, debajo del primer dibujo del libro. En ese dibujo se ve a un señor con barba y pelo largo (es extranjero, seguro); también hay una mujer con pañuelo en la cabeza y cinco niños. Debe de ser una familia numerosa: el padre, la madre y los hijos. Seguro que les hacen descuento en el tren y en el autobús de línea, como a nosotros, si tienen carné de familia numerosa, claro. Pero, cuando me fijo más en el dibujo, me doy cuenta de que al señor con barba le salen rayos amarillos de la cabeza y se parece al que está en el altar mayor de la iglesia. Debe de ser San Pedro y su familia.

—Alicia, ¿dónde estás?

—Servidora.

Otra vez se ríe la clase de mí. Mi compañera me dice que cuando la maestra me pregunte tengo que levantarme y decir: sí, señorita.

—Alicia ¿estás en las nubes?

—Sí, señorita.

Ahora toda la clase se ríe a carcajadas. No sé por qué: me he puesto de pie y he dicho lo que hay que decir. La maestra manda callar, se acerca a mí y dice:

—Vamos a ver, Alicia, ¿qué es eso que estás mirando con tanta atención? ¡Vaya!, Alicia, pensé que estabas en Babia, pero veo que estás con Jesucristo.

La maestra coge mi Catón, lo levanta por los aires, pide otra vez silencio y dice:

—Si abrís el libro, la primera imagen que encontráis es un dibujo. En él hay niños acercándose a Jesucristo.

¡Ah! Entonces es Jesucristo, no es San Pedro con su familia. Es Jesucristo con su mujer y sus hijos.

—¿Jesucristo tiene familia numerosa? —pregunto—. No lo sabía.

—Claro, Alicia, todos nosotros, todos los niños del mundo y todas las personas mayores, somos hijos de Dios, que es nuestro padre. Y como Jesucristo es Dios, somos hijos de Jesucristo.

Qué cosas dice la maestra.

—Yo soy hija de mi padre, que se llama Juan, no Jesucristo.

Una vez más (y ya van cuatro) todas las niñas se ríen de lo que digo. La señorita me mira como si quisiera pegarme y, efectivamente, me pega un bofetón.

—Alicia, ¡al rincón! Y no vuelvas a hablar ¿entendido? No hables hasta que yo te pregunte.

No comprendo nada, ¿cómo voy a aprender, si no puedo hablar, ni preguntar nada? Me levanto y no sé a qué rincón quiere la señorita que vaya, en la escuela hay cuatro rincones; pero claro, como no puedo preguntar... no sé qué hacer. Menos mal que la niña que está sentada a mi lado, por señas, me dice a qué rincón debo ir.

—Vamos, Alicia, que es para hoy. Quédate ahí, en el rincón, de rodillas y con los brazos en cruz.

Nadie sabe lo que duele algo así hasta que lo prueba. Mi brazo derecho no puede ponerse en alto, no me hace caso. Las niñas de la escuela vuelven a reírse y la maestra se acerca a mí y me dice al oído:

—Vete a tu sitio. No me acordaba de lo que me dijo tu madre de tu brazo. Pero estate calladita. Ya buscaré un castigo especial para ti.

Y lo buscó, claro que lo buscó. He tenido que escribir cien veces, solo tengo que hablar cuando pregunte la maestra.

Tras este comienzo, estoy empezando a arrepentirme de haber querido venir a la escuela tan pronto. Con lo bien que estaba yo en mi casa: leyendo, jugando, escribiendo.

Me siento de nuevo en la silla con los pies colgando (no me llegan al suelo) y decido que no voy a volver a hablar hasta que salgamos al recreo.

La maestra pregunta si sabemos quiénes son las personas que aparecen en las fotografías que están a un lado y otro del Crucifijo. Yo sí que lo sé. Por eso levanto la mano. Solo la hemos levantado dos niñas. Las otras no la han levantado, no sé si es que no saben quiénes son, si no saben que hay que levantar la mano, o no la quieren levantar por si lo que dicen no le gusta a la maestra y las manda al rincón.

—Vamos a ver, Mari Puri, ¿quiénes son los militares que aparecen en las fotografías?

—José Antonio y Franco.

—¿Qué pasa, Mari Puri, es que son de tu familia?

—No, señorita. Pero, como mi padre es el Sargento de la Guardia Civil...

—Como lo has dicho con tanta familiaridad, pensé que eran de tu familia. No creo que a tu padre le guste que digas los nombres, así, sin más, sin un respeto.

—No, señorita.

—Las personas que aparecen en las fotografías son: don José Antonio Primo de Rivera y el Generalísimo don Francisco Franco y Bahamonde, Caudillo de España.

Bajo la mano por si acaso.

—Conoceremos más y mejor a estos personajes, imprescindibles de la Historia de España, en las dos últimas lecciones del Catón, pero los nombres hay que aprenderlos ahora.

Eso ya lo sabía yo, porque antes de venir a la escuela he leído el Catón. Al señor con bigote lo he visto también en la página 258 de la Enciclopedia de grado elemental que también me ha dejado mi tía. Los de mi hermana son antiguos y no valen. Ahora tenemos el Catón Moderno.

Todas las niñas abrimos el Catón por la página siete. Lo primero es aprender las letras: a e i o u. Menudo aburrimiento. Yo prefiero leer la advertencia que está en las páginas tres y cuatro. Pero no me atrevo, por si la maestra ya ha pensado un método intuitivo y analítico sintético (esto lo pone en la advertencia de comienzo del Catón) para castigarme. Leo las letras de mil formas: separadas, juntas y con dibujos. Hay que leer en voz baja, pero se escuchan murmullos. En la mesa de la maestra una niña lee las letras en voz alta.

Por fin, salimos al recreo. No quiero jugar, ni comer el almuerzo, lo que quiero es ir corriendo a casa y decirle a mi madre que me saque de la escuela, que no quiero estar aquí, que prefiero seguir aprendiendo en casa.

Mi madre no está y mi hermana dice que vuelva a la escuela, que ni se me ocurra decir algo así. Tengo que aguantarme y aprender lo que pueda. Dice que le diga a la maestra que ya sé leer y me pondrá para ayudar a otras niñas.

Levanto la mano y la maestra se acerca a mi mesa:

—¿Qué quieres?

—Señorita, yo ya sé leer.

—Demuéstramelo.

Abro el Catón por la advertencia y comienzo a leer:

Presentamoscon verdadera satisfaccióneste nuevo Método de Lectura. No hemos escatimado esfuerzos para que, tanto la parte artística como la pedagógica...

La maestra me mira y dice que puedo dejar de leer. Quiere que vaya a su mesa.

Mi hermana tiene razón. La maestra me ha propuesto que, cada día, al entrar en la escuela, después de rezar, haga los ejercicios de la pizarra y luego ayude a las niñas que no saben leer. Eso también lo hacen algunas niñas mayores de la escuela de las niñas pequeñas.

Y así, poco a poco, me voy integrando en un entorno que no es lo que parece, pero aunque no lo parezca, lo es.

Aquí es donde tendré que estar cinco horas diarias, quiera o no, durante los próximos años.

Alicia en el país de la alegría

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