Читать книгу Alicia en el país de la alegría - Nieves Álvarez - Страница 14
VOLVERÁ A REÍR LA PRIMAVERA
ОглавлениеTodos los años, el 20 de noviembre, los niños y niñas de las cuatro escuelas tenemos que ir a misa. Ese día no se celebra dentro de la iglesia, sino fuera, en el cementerio. No sé por qué llaman cementerio al patio que hay a la entrada, no hay nadie enterrado allí. Yo lo llamo patio. Está cercado con un muro y varias cruces de piedra. Tiene dos entradas: una principal, que está enfrente de la puerta de la iglesia y una lateral por la que entramos nosotros. Está cerca de mi casa.
En ese patio ponen un altar que llaman de campaña. Deberían llamarlo de cementerio, de patio o algo así, porque no estamos en el campo. El altar es una mesa grande que traen del ayuntamiento y la cubren con los manteles que ponen en el altar mayor de la iglesia.
Allí, en el patio-cementerio de la iglesia, haga frío, nieve o hiele, eso no importa, la misa se dice todos los años el mismo día y a la misma hora. Se ofrece para conmemorar a los caídos en el Glorioso Alzamiento Nacional. Dice el cura que ese día los diablos rojos mataron a José Antonio Primo de Rivera, que es un mártir de la sagrada Cruzada que liberó a España de los enemigos de la Patria.
En la pared principal de la iglesia hay una lista con nombres de personas de mi pueblo que murieron en el Glorioso Alzamiento. Delante de los nombres está escrito con letras muy grandes: Caídos por Dios y por la Patria.
Mi amiga Mari Loli dice que ha escuchado decir a su padre que en esa lista no están todos los caídos por la patria, solo algunos: los vencedores, no están los vencidos. O sea, que los que perdieron es como si no se hubiesen caído, vamos. Pero también me ha dicho que eso no se puede decir, porque decirlo es muy peligroso para quien lo dice. Que a su padre, por eso, lo llevaron al cuartel y le pegaron para que no se le ocurriera volver a decir tonterías.
¿Tonterías? Pues yo no creo que sea ninguna tontería caerse, lo que es una tontería es poner a la puerta de la iglesia los nombres de los que se caen. Con todas las veces que me caigo yo, también tendría que estar mi nombre en esa lista. Claro que yo no me caigo por la patria, me caigo por ir corriendo y, además, no soy vencedora ni vencida, soy yo, una niña. Los que deberían estar en esa lista son los de la Guardia Civil que lo hacen todo por la Patria (que lo pone en la puerta del cuartel) y si lo hacen todo, caerse también, seguro.
Los niños en unas filas y las niñas en otras, estamos toda la misa de pie, sin movernos, al aire libre. Bueno, al aire, al agua, a la nieve, a lo que sea. Este año hace un frío que pela. Hay hielo en el cementerio de la iglesia. Mi madre me ha puesto unas katiuskas de goma y creo que se me han quedado pegadas al patio. No quiero moverme para no resbalar y caer al suelo.
No siento los pies y la misa no termina. Tengo un frío tan grande que creo que no voy a entrar en calor nunca. Seguro que se me están helando los pies.
Después de terminar la misa, la cosa no termina, siguen los discursos, los vivas y por último, cantamos: Cara al sol con la camisa nueva / que tú bordaste en rojo ayer, / me hallará la muerte si me lleva / y no te vuelvo a ver, etc.
Algunos chicos inventan otras letras, pero cantan bajito para que no los escuchen los maestros, el cura o el sargento. Nadie se mueve, nadie dice nada, todo el mundo tiene mucho frío y mucho miedo.
El Cara al sol hay que cantarlo con el brazo en alto. Y mi brazo derecho no quiere subir mucho, pero no me atrevo a subir el izquierdo. Menos mal que en mi pueblo todo el mundo sabe lo que me pasa en el brazo derecho y hoy no ha venido el inspector. No hay nadie de fuera.
Cuando por fin termina todo, no me puedo mover. Efectivamente, me he quedado pegada al suelo. Y no soy la única. No sé qué hacer. Mi amiga Mari Puri ha cogido una piedra que tiene filo y dando golpes consigue romper el hielo. ¡Menos mal! Tengo que sujetarme a ella para no caerme. Luego, con mucho cuidado, llegamos hasta mi casa. Mi madre se asusta al ver cómo vengo: con las botas heladas.
Quiero calentarme en la estufa, pero mi madre no quiere. Dice que es peor. Echa agua caliente y fría en el mismo cubo (para que esté templada), me sienta en una silla y dice que meta los pies dentro, con botas y todo. Estoy tiritando. Me quita la chaqueta y me arropa con una manta paduana que es muy calentita.
Poco a poco voy entrando en calor. Ya puedo sacar los pies de las botas. Tengo los dedos amoratados. Afortunadamente está en mi casa el médico del pueblo. Me mira los pies y dice:
—Un poco más y te habrías quemado los dedos de los pies.
¿Cómo es posible que el frío y el hielo puedan quemar? No lo comprendo.
—¿El frío puede quemar?
—Sí, Alicia, sí. Has estado a punto de quemarte los dedos de los pies. A quién se le ocurre ponerse unas botas de goma, con el frío que hace. Y con calcetines finos.
—Es que como crece tanto, también le han crecido los pies y no le vale ningún calzado del último invierno, solo esas botas.
—Pues, al menos, tienes que ponerle unos calcetines gordos, o dos o tres pares finos. Las katiuskas son botas que sirven para la lluvia de primavera, pero no para el invierno. De todas formas, María, usted lo ha hecho muy bien metiendo sus pies, con botas y todo, en agua templada. Gracias a eso le ha salvado los dedos. Las quemaduras del frío son peores que las del calor. A veces, se han tenido que amputar los dedos, incluso un pie.
—¡Dios mío! No me diga eso, solo de pensarlo me pongo enferma. Hoy mismo iremos al zapatero a ver si tiene algo que le valga a esta niña que no deja de crecer.
Menos mal que todo queda en nada. Durante algunos días me han dolido los dedos de los pies, pero mi madre me ha comprado unas botas que no resbalan y que son muy calientes. Con los calcetines parece que tengo los pies metidos en un horno de esos de fabricar el pan.
En mi pueblo hay de todo y se hacen chozas o casetas para casi todo: las palomas, el melonar, el refugio para las mujeres que van a lavar a la Tusa...
La caseta de los pobres es de piedra, tiene cuatro paredes, puerta, ventana (pero sin puerta ni ventana, solo el hueco), y un rincón con sacos llenos de paja. No hay sillas, ni mesas, ni cocina, ni cama, ni colchón, ni mantas, ni cacharros, ni nada de nada. Dice el alguacil que los pobres no necesitan todas esas comodidades. Ellos llevan la casa a cuestas: dentro de un hatillo, en un saco, en una maleta, en un carricoche. Y así, ligeros de equipaje, van por los caminos y pueblos, recorren las casas y viven de lo que cada vecino buenamente les da: un par de zapatos viejos, un trozo de pan con tocino, unos calcetines remendados. Todo sirve. Lo que no sirve se deja en la caseta, por si pudiera servir a otro pobre aún más pobre.
Normalmente, los pobres no vienen por mi pueblo en invierno. Suelen venir en primavera y verano, algunos vienen en otoño. Pero este invierno ha venido el doctor Botella. Le llaman doctor porque dicen que es médico y le apellidan botella porque le gusta el morapio. Se hace el tonto para pedir pero de tonto no tiene ni un pelo.
Que el doctor Botella es médico lo saben mi prima Ana y su madre. A ellas les ha curado algunos males que no sabían curar otros médicos. Dicen que le quitaron el título. Por eso no puede ejercer de médico y tiene que pedir. Se aficionó a la bebida para matar las penas y entrar en calor.
Una vez escuché decir a mi tía que el doctor Botella conoció a su marido en la mili (de la que nunca regresó) y que él, a veces, cuando no ha bebido, les cuenta historias de entonces y les dice que mi tío era un hombre bueno y generoso, que ayudaba a todo el mundo. Él tampoco sabe dónde está. Lo dieron por muerto a los diez años de su desaparición. Pero a veces las dos (mi tía y mi prima) piensan que cualquier día aparecerá por la puerta y no volverá a marcharse nunca más.
Bueno, pues con el frío que hace, sin que nadie lo viese, sin ir a ver a mi prima y a mi tía, sin saber cómo, el doctor Botella llegó al pueblo, se metió en la caseta de los pobres, se emborrachó y se durmió. Lo encontró el alguacil cuando fue a limpiar la caseta, como hace de vez en cuando. Estaba muerto.
El alguacil avisó al juez y a la Guardia Civil. Vino el forense de Ávila para determinar por qué había muerto, pero no pudo hacer nada: el cadáver estaba tan congelado que al querer moverlo se rompía.
Durante mucho tiempo no se habló de otra cosa en el bar, en las canteras, en las pozas, en todas partes. Alguien afirmó que se quería morir y por eso se murió. Sobre todo, cuando el médico del pueblo dijo que el alcohol no calienta, sino que baja la temperatura del cuerpo y produce una falsa sensación de calor; pero, en realidad, el cuerpo se está enfriando. Justo lo contrario que me pasó a mí.
Si el doctor Botella era médico lo tenía que saber, lo mismo que lo sabía el médico de mi pueblo. Y si lo sabía... entonces se había muerto porque estaba cansado de vivir, de pasar frío, de tener que pedir y no poder ejercer la medicina. No supimos nunca si en algún lugar tenía una familia que lo estaba esperando, como mi tía espera a su marido y mi prima a su padre, que son la misma persona.
Mucha gente de mi pueblo quiso ver al doctor Botella congelado, pero la Guardia Civil no lo permitió. Siguiendo órdenes recibidas de las altas instancias, velaron el cadáver día y noche, hasta que se lo llevaron a Ávila para enterrarlo en una fosa común, porque no encontraron a ningún familiar que pudiese hacerse cargo de él.
A mi tía y a mi prima les hubiese gustado pagar la caja y el entierro, pero cuando preguntaron, les pusieron tantas pegas y había que gastar tanto dinero (que no tenían) que no pudieron hacer nada. Solo llorar, y lloraron. Seguro que estaban pensando que su padre, su marido, estaría perdido por ahí, por los pueblos de España, lo mismo que el doctor Botella. Pero ni de lo uno ni de lo otro se enteró nadie, porque nadie en mi pueblo sabe lo que solo sabemos ellas y yo. Un secreto triste, muy triste.
Menos mal que siempre, detrás del invierno, llega la primavera. Se marcha el frío y nacen las plantas. Florecen los árboles frutales y la vida da muestras de estar ahí de nuevo. Es época de escardar, quitar malas hierbas, airear la ropa y los colchones. Pasan los colchoneros con sus varas para moler a palos la lana y dejarla esponjosa. Pasan los afiladores, los esquiladores, los mieleros, los pimenteros.
Los labradores de mi pueblo miran los campos con esperanza. Es el momento de descubrir si lo que han trabajado en las tierras, durante todo el año, dará sus frutos en verano o las heladas habrán arruinado la raíz de las cosechas y de su alegría.