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EL DÍA DEL FIN DEL MUNDO

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Los días en mi pueblo no son todos iguales, aunque se parezcan mucho unos a otros. El sol sale por la mañana y da de lleno en la puerta de entrada de mi casa. Es un sol radiante en el verano y radiante en el invierno, aunque a veces se oculte detrás de las nubes, lo enfríe el hielo o la nieve y se esconda para que no lo veamos; pero está ahí, él siempre está ahí. Eso dice mi padre y mi padre es muy listo. También dice que el sol es imprescindible para las personas, para las plantas, para el agua, para todo. Cuando el sol deje de brillar, se acabará el mundo.

Hoy no es un día cualquiera. La radio ha dicho que hoy se acaba el mundo. Yo creo que es mentira porque el sol sigue brillando. No hay ninguna señal que sirva de evidencia para creer que lo que ha dicho la radio pueda ser verdad. Son solo ganas de atemorizarnos, dice mi padre.

Pero, por si fuese verdad, mi madre ha ido a rezar a la Virgen del Rosario (el cura ha dicho una misa en la ermita) y mis tíos han encentado el jamón y han preparado bocadillos para ellos y para nosotras; cosa rara porque mis tíos, y sobre todo mi abuelo, son de la virgen del puño, más agarraos que un paquete puntas.

El jamón de los marranos de mi abuelo es un jamón buenísimo. Dice mi madre, que eso es por la comida que les dan y porque mi padre tiene muy buena mano cuando mata y estaza al marrano. El secreto está en que el corte sea limpio y sangre bien el animal. Así no sufre y la carne es mejor. Sufrir, no sé si sufrirá, pero se muere bien muerto. A mí no me gusta ir a ver cómo mi padre mata a un marrano, pero me gusta comer el jamón.

Por si fuese verdad que se acaba el mundo, Mari Puri, Mari Tere, Mari Loli y yo hemos pasado la tarde juntas, merendando en nuestro rincón, debajo del anuncio de Nitrato de Chile, pensando en cómo será el fin del mundo.

—¿Se caerá el sol sobre la tierra y moriremos abrasados?

—¿Nos desintegraremos sin darnos cuenta?

—Seguro que empieza a llover y vuelve el diluvio universal. Y, claro, como no sabemos nadar...

—Pues yo creo que habrá una gran explosión y saldremos volando. A lo mejor caemos en una estrella y allí podemos seguir viviendo.

—¡Hala! Eso sí que es imposible.

Sea como sea, como no podemos hacer nada (porque el fin del mundo es cosa de personas mayores y nosotras somos muy pequeñas) es mejor que nos lo pasemos bien. Y eso es lo que estamos haciendo. Hemos hecho una obra de teatro sobre el fin del mundo. La he inventado yo sobre la marcha. En ella el mundo se termina mientras todas las personas cantan, recitan versos, se abrazan y se besan. Yo creo que esa es una manera estupenda de que se acabe el mundo.

Mari Puri dice que hoy no se acaba el mundo, se lo ha dicho su padre y debe de ser verdad. Mi hermano dice que la Guardia Civil tiene ojos en todas partes.

El Sargento tenía razón. Ha pasado hoy, mañana y pasado y no se ha acabado el mundo. Pero, como dijo mi abuelo:

—Nos hemos comido el jamón: que nos quiten lo bailao.

Todas las noches, se acabe el mundo o no se acabe, antes de ir a la cama, mi padre me da un beso y dice:

—¿Qué has aprendido hoy? Ya sabes que cada día hay que aprender algo nuevo. No te acostarás sin saber una cosa más.

—He aprendido a sumar y palabras que empiezan por “p” y por “y”...

—Eso lo has aprendido en la escuela, Pitusina, ¿pero qué has aprendido en la vida?

—Que el mundo no se acaba si el sol sigue luciendo. Que si le cortas las alas a una mosca no puede volar, pero sigue viva. Sin embargo, si la metes en un bote y cierras la tapa, sí que se muere.

—¿Has hecho tú esas barbaridades?

—No. He visto cómo lo hacía un niño. Pero no te puedo decir quién es, porque luego me canea.

—Quiero que aprendas algo más: no cortes nunca las alas a una mosca ¿te gustaría a ti que te cortasen los brazos? Sin alas, las moscas, no pueden volar y se mueren, antes o después. Vive y deja vivir.

Mi padre siempre me decía esas cosas cuando era pequeña. Ahora, que soy mayor, aunque no sea mayor del todo, me sigue diciendo cosas sorprendentes, y yo le cuento lo que aprendo en la escuela y observando lo que pasa a mi alrededor, escuchando a las personas mayores, cuando hablan sin saber que hay ropa tendida. Claro, que nunca digo a quién he escuchado. Él, aunque cuente barbaridades, nunca se enfada. Me explica por qué algo está mal o por qué está bien. Suele decir que de esa forma aprendo algo que no sé. Algo nuevo cada día. Antes, cuando era muy pequeña, y ahora que soy mayor (aunque siga siendo pequeña) mi padre siempre dice para despedirme:

—Que duermas bien. Así estarás preparada para un día lleno de aventuras y podrás aprender algo nuevo.

Mi madre, cuando yo era muy pequeña, me acompañaba hasta la alcoba. Nos arrodillábamos, delante de la cama, juntábamos las manos y rezábamos. Pero no rezábamos el Ave María o el Padre Nuestro, rezábamos rezos diferentes que parecían poemas: Ángel de la Guarda, dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día, no me dejes sola que me perdería; Jesusito de mi vida, tú eres niño como yo, por eso te quiero tanto y te doy mi corazón, tómalo, tuyo es, mío no; Cuatro esquinitas, tiene mi cama, cuatro angelitos que me la guardan. A mí me gustaba.

Luego, yo me metía en la cama y ella me arropaba, me daba un beso y decía:

—Que sueñes con los angelitos y que mañana seas una niña buena y bondadosa.

Hace ya varios años que mi madre no reza conmigo. Dijo que ya era mayor, tenía que irme sola a la cama y como iba a catequesis (por eso de la primera comunión) tenía que rezar el Padre Nuestro y el Ave María. Pero, aunque ella no lo sepa, yo sigo rezando (cuando rezo, que algunas veces estoy tan cansada que se me olvida rezar) los poemas que rezábamos juntas. No se lo digo a nadie, porque no quiero que piensen que soy una niña pequeña.

Bueno, pues entonces, cuando yo era más pequeña que ahora, y más grande que cuando era pequeña, nació mi primo Ángel. Pero el Ángel de la Guarda de mi primo Ángel no lo protegió ni de noche ni de día. Claro, como era tan pequeño no sabía rezar y no rezaba. A lo mejor su madre tampoco rezaba de rodillas, junto a su cama, como dice mi madre que hay que hacer siempre. Cuando yo era tan pequeña, tan pequeña, tan pequeña, que ni siquiera podía andar, ella rezaba por mí.

Mi primo Ángel no nació muerto, como yo, pero murió tres meses después de nacer. Él no pudo resucitar, como yo, y eso que fueron a verlo todos los que tenían que ir: el médico, la comadrona y la tía Irene que todo lo cura. Además, mi madre, la tía Federica y muchas mujeres del pueblo, rezaron sin parar a la Virgen del Rosario, para pedir que resucitara, pero no pudo ser.

Mi primo murió y toda la familia estaba muy triste. Mi madre no se separó de su hermana desde que se enteró.

Ángel era un niño que hacía honor a su nombre, parecía un ángel, siempre sonriente, con el pelo rubio, rizado, ojos grandes y azules, muy azules.

Murió de la muerte blanca, eso dijo la comadrona. Pero... ¿qué quiere decir muerte blanca? Seguro que hay muertes negras, azules y de todos los colores.

El médico dijo que había muerto de muerte súbita. De esa muerte mueren algunos niños que, como mi primo, nacen demasiado pronto y no pueden mamar.

No comprendía nada, menos mal que tía Adoración me lo explica. Ella no ha tenido hijos pero sabe mucho de eso, porque cuando era más joven estuvo sirviendo en Madrid, en casa de unos señores con muchos hijos. Dijo que mi primo había muerto de repente. Tía Federica estaba muy delgada y no tenía leche.

—¿Por qué no le dio de mamar mi madre? Mi primo Ángel habría sido mi hermano de leche, como don Jaime.

Mi tía se ríe de lo que ella llama: tus ocurrencias.

—Tu madre tuvo mucha leche, pero ya no la tiene, está seca. Mamaste más de tres años. Para ti era como una golosina. Cuando tu madre estaba cosiendo en la solana, sacabas una silla y decías: ¡mama, teta! Y ella, ni corta ni perezosa, te daba de mamar. ¡Con lo mayorzota que eras! Te bebiste toda su leche, no le queda nada.

No me lo puedo creer. Tía Adoración dice que soy una niña con suerte, mi madre se tomó todas las medicinas que tenía que tomar yo, ¡hasta las inyecciones! A mí me entraban a través de su leche.

Esas noticias me sorprenden una barbaridad. Estoy alegre y triste al mismo tiempo. No sé cómo explicarlo. Me doy cuenta de que mi padre tiene razón cuando dice que mi madre me quiere mucho. Hay que querer mucho a una persona para ponerse sus inyecciones, ¡con lo que duelen las inyecciones! Qué buena es mi madre. Y yo he sido una egoísta y una tragona.

Miro desde la puerta a mi primo Ángel, muerto porque no ha podido mamar, mientras que yo he mamado durante más de tres años. Estoy deseando abrazar a mi madre, que sepa cuánto la quiero, decirle que voy a ser buena, que voy a hacer todo lo que ella me pida.

Con esas ideas en la cabeza, entro en la habitación donde están todas las mujeres reunidas, velando a mi primo muerto, rezando.

Me acerco a mi madre, la abrazo y digo:

—Te quiero, mami, te quiero. Eres la madre más buena del mundo. Te quiero.

—Ahora, no, Alicia, ve a jugar —dice ella en voz baja—; Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre; venga a nosotros tu reino —dice en voz alta, intentando seguir rezando el rosario—, vete a casa —dice hablando muy bajo, mientras intenta separarme de ella—, hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo. El pan nuestro de cada día dánosle hoy —continúa rezando.

—Pero yo quiero estar contigo, mami, quiero darte muchos besos y muchos abrazos.

Perdona nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores, y no nos dejes caer en la tentación —sigue diciendo mi madre en voz alta, sin hacerme ni caso—; luego, Alicia, luego, ahora no —dice en voz tan baja que casi no entiendo lo que dice, pero ella consigue, al fin, separarme de su lado dándome un empujón— mas líbranos del mal. Amén.

Entonces veo a mi primo, en una caja blanca, como su muerte, como su ropa, como su carita. Me acerco despacio y lo miro. Parece que está durmiendo. Lo toco y doy un grito tan grande que todas las mujeres dejan de rezar el rosario y me miran.

Mi primo Ángel está frío, tan frío como el hielo. Me asusto tanto que salgo corriendo. Tía Adoración sale detrás de mí. Todas las mujeres comienzan a cuchichear; unas miran dentro de la caja, otras me miran a mí, otras a mi madre y a mi tía. Luego vuelven al rezo del rosario. Mi madre no se ha movido de su sitio, sentada al lado de su hermana Federica, la madre de Ángel.

Cuando llego al quicio de la puerta me vuelvo y descubro que tía Federica y mi madre están abrazadas. Las dos lloran y yo soy la culpable.

—Eso no se hace. Está muy mal interrumpir así y gritar. Eres muy caprichosa, Alicia. Las niñas pequeñas, como tú, no pueden entrar en un velatorio. Se asustan y luego pasa lo que pasa. Ya verás, no vas a poder dormir bien por las noches.

—Pero, tía Adoración ¿por qué está tan frío el primo Ángel? ¿Por qué tiene la cara tan rígida? Parece de piedra.

—Todos los muertos están fríos como el mármol y se ponen rígidos al morir. Por eso es mejor no tocarlos.

—¿Yo también estaba fría y rígida cuando nací muerta?

—No, tú no, porque tú no estabas muerta, solo estabas mareada.

—Yo estaba muerta y luego resucité, que me lo ha dicho mi madre.

—Si lo dice tu madre, será verdad. De todas formas, si estabas muerta no estabas tan muerta como está Ángel, el pobrecito.

—O sea, que se puede estar muerto solo un poco. No lo comprendo.

—No, no es eso. A veces parece que una persona está muerta, pero no lo está, solo está mareada. Sigue manteniendo calor en el cuerpo.

—Pero... ¿por qué? No lo comprendo.

—¿Tú no has visto nunca un conejo muerto? Si lo tocas nada más morir está caliente y blandito, pero si lo dejas un tiempo, se va poniendo rígido y frío y se desuella mal, por eso hay que desollarlo cuando aún está caliente.

Tía Adoración sabe muchas cosas. Dice mi madre que algunas cosas las ha aprendido aquí, en el pueblo, pero otras las ha aprendido en Madrid, sirviendo en casa de unos familiares de don Jaime.

Cuando sea mayor quiero ir a Madrid, y aprender muchas cosas, tantas como tía Adoración y como Sergio; él también está en Madrid y lo sabe todo.

El entierro de mi primo es muy triste. A mí no me dejan ir, ni a la iglesia ni al cementerio. Me he quedado en casa de mi abuelo, con él y tía Adoración. A ella tampoco le gustan los entierros y tiene que cuidar de mi abuelo.

Me gustaría que mi tía me contase muchas cosas de Madrid, pero no se lo pregunto porque, según mi madre, de ese tema no se puede hablar con ella: se pone muy triste y hoy nos sobra la tristeza. Las cosas de la muerte son tristes y extrañas. A mí, además, me dan mucho miedo.

Mari Puri dice que ha escuchado decir a su madre que tía Federica come poco y está tan delgada que no pudo dar leche a su hijo. Por eso se murió.

Yo me he enfadado con Mari Puri. Es una mentirosa. Mi tía está delgada porque siempre ha sido delgada, es así. Mi primo ha muerto de repente, nadie tiene la culpa, ni mi tía ni nadie. Luego comienzo a pensar que a lo mejor era cierto. En casa de tía Federica nunca hay tanta comida como en mi casa o en casa de mi abuelo. Lo que no comprendo es por qué no nos la pide.

Tía Federica tiene huerta y gallinas, pero... ¿será suficiente comida? Tal vez no. Algo tengo que hacer.

Para mi primo Ángel, hoy se ha acabado el mundo. No podrá ir a la escuela, seguir creciendo, aprender a andar, a hablar, a reír, a escribir, a nada. No volveremos a verlo nunca. Ángel ha muerto como un ángel, pero no como uno de carne y hueso, sino como una estatua de ángel, muy parecida a la que hay en la Ermita de la Virgen del Rosario.

Alicia en el país de la alegría

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