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¡MISTERIOS MISTERIOSOS!

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Hay algunas personas de mi pueblo que, aunque han estudiado, trabajan en el campo. No pueden ejercer porque sus títulos ya no valen. No sé por qué. También hay un señor que lleva más de diez años viviendo en mi pueblo porque no puede vivir en el suyo. Dice mi amiga Mari Loli, que es la que más sabe de estas cosas, que vive aquí porque está desterrado. Eso quiere decir que lo han echado de su tierra. Ni Mari Loli ni yo sabemos por qué. Son misterios misteriosos que todo el mundo sabe que existen y nadie quiere descubrir. Yo los he apuntado en mi cuaderno de cosas que tengo que saber cuando crezca. Las personas mayores no quieren explicar algo a las pequeñas, siempre dicen que ya lo entenderemos más adelante, cuando seamos como ellas. Pero yo creo que las personas mayores tampoco comprenden y si comprenden no quieren comprender que comprenden; y esto también es un misterio. ¿Lo resolveré algún día? Espero que sí. Por lo menos lo intentaré.

El señor desterrado, que trabaja en las tierras de mi pueblo porque no puede trabajar en las tierras del suyo, tiene que pasar todos los días por el cuartel, ¿para qué? Nadie lo sabe, es otro misterio. Pero el misterio más misterioso es que el pobre hombre no pueda ir al baile, ni al bar, ni hablar con las chicas, ni reunirse con más de tres personas a la vez. Solo puede trabajar. Lo mismo les pasa a los emigrantes españoles en Alemania, los llaman gastarbeiters que significa invitados a trabajar. ¿Eso quiere decir que solo pueden trabajar, lo mismo que el hombre desterrado? Pues menuda invitación. Yo creo que estos son los misterios más terribles que he escrito hasta ahora en mi cuaderno de misterios por resolver.

Cuando viene alguien a visitar al hombre desterrado, ese alguien tiene que ir antes a hablar con el sargento, dejar allí su documentación y luego, cuando se marcha, ir a recogerla. Dice mi amiga Mari Puri que algunas personas sí, pero otras no pueden visitar al hombre desterrado. Mari Tere dice que a nosotras esas cosas no deberían quitarnos el sueño. Pero claro, aunque no me quiten el sueño, ninguna de las cuatro encontramos explicaciones y a mí me gusta encontrar explicaciones a todas las cosas que pasan en el pueblo. Como no siempre es posible, las apunto.

Sergio me ha contado otro misterio que he apuntado en mi cuaderno. Dice que en los alrededores de Madrid hay guerra de guerrillas. Es como el juego Declaro la guerra a, pero de verdad. Hay guerrilleros por los montes y bajan a las ciudades y a los pueblos. No me lo puedo creer, pero escucho con mucha atención. Sergio cuenta las cosas tan bien que, aunque sean verdad, parecen cuentos.

Dice que el día 29 de junio de 1955, en Madrid, por la noche, bajaron los del monte para hacer guerra de guerrillas. Hubo un atentado del que solo se enteraron algunas personas que vivían cerca y los soldados que estaban en sus literas, en un cuartel junto al Ministerio de Asuntos Exteriores y al chalet residencia del embajador alemán en España. Dice también que a su abuelo (que es militar en la reserva) le dijeron que los soldados vigilaron la zona toda la noche y hasta bien entrada la mañana. También dicen que una hija del embajador alemán, llamada Lucía, ofreció caramelos a los soldados mientras ellos buscaban a los responsables del atentado, y que la madre de la niña les ofreció café caliente y pan.

Esos soldados no encontraron a los guerrilleros. Pero nadie sabe si otros soldados los encontraron o no. Porque si los encuentran los matan o los meten en la cárcel y no se entera nadie. Son secretos militares.

Sergio también dice que ni en la prensa de ese día ni de los días posteriores se dijo nada. Lo que sí se dijo es que el Jefe del Estado (que es el señor de bigote que está en la foto que hay en la escuela, al que la maestra, el Catón y la enciclopedia, llaman Generalísimo) estaba en Almadén visitando la zona minera. Apareció en la portada de ABC el día del atentado.

Las historias que cuenta Sergio son muy misteriosas, yo no soy capaz de imaginar que estén sucediendo de verdad. Por eso se lo pregunto:

—¡Menuda historia! Pero dime, ¿eso que cuentas ha sucedido de verdad o te lo estás inventando tú?

Sergio se enfada mucho y dice:

—Tú, Alicia, vives en el país de las maravillas, por eso no te enteras de la misa la media. No sé para qué te cuento nada. Eres una cría. Cuando seas mayor tal vez te enteres de algo.

No he podido contestar. Él me mira con cara triste, mejor dicho, seria, muy seria, se levanta y se va sin despedirse. Yo me quedo pensando, sin comprender nada de nada y más sola que la una. Sergio tiene razón: soy muy pequeña. Quiero ser mayor para poder comprender estos misterios, saber lo que pasa y si lo que él dice es cierto. Quiero descifrar lo que hay detrás de lo que él llama guerra de guerrillas. Porque en España no hay guerra y Madrid es España. Aquí vivimos en paz, donde hay guerra es en otros países, pero aquí no. Eso lo dicen la maestra y el cura, que siempre dan gracias a Dios por los años de paz y de victoria.

Mi cuaderno de las cosas que no entiendo y quiero entender cuando sea mayor, tiene cada vez más hojas escritas. Hoy he escrito tres misterios más:

1.- ¿Por qué los médicos, maestros y profesores que han estudiado no pueden trabajar en su profesión y tienen que mendigar, trabajar en el campo (aunque no sean camperos) o poner una librería para descambiar?

2.- ¿Por qué algunas personas están desterradas de sus tierras y tienen que venir a las nuestras pero solo pueden trabajar?

3.- ¿Por qué, si en España vivimos en paz, en Madrid hay guerras de guerrillas? ¿Qué son las guerras de guerrillas? ¿Habrá guerra de guerrillas en otras ciudades de España? ¿Habrá guerra de guerrilla en Ávila? A lo mejor el coronel que vino el otro día a nuestro bar es el jefe de las guerras de guerrillas. No lo sé, espero saberlo todo cuando sea mayor.

—¿Qué haces, Pitusina? ¿Qué estás escribiendo?

Mi padre me mira, mira el cuaderno y me vuelve a mirar. Yo cierro el cuaderno, lo guardo en mi caja de los secretos y la escondo detrás de mí.

—Nada, Mapa, nada, cosas mías. Cosas de niñas pequeñas que las personas mayores no podéis comprender.

—¡Vaya! Conque esas tenemos ¡eh! ¿Cosas de niñas pequeñas? Deberías saber que yo he sido pequeño antes de ser mayor.

—Ya, pero no has sido niña pequeña y no lo podrás ser nunca. Sin embargo, yo seré algún día niña mayor.

—Por supuesto, tú tampoco podrás ser niño mayor nunca.

—O sí, nunca se sabe —como tú dices— lo que me tendrá reservado el futuro.

—Muy bien, muy bien. Tú ganas. Ya sabes que puedes contarme lo que quieras, cuando quieras.

—Lo sé, pero tengo derecho a tener mis propios secretos ¿no?

—¡Ay, Pitusina! ¡Cómo me gustaría verte por un agujerito cuando tengas los mismos años que tengo yo ahora!

—Me verás, Mapa. Seré maestra y escritora, ganaré mucho dinero, tú y mami viviréis conmigo. No quiero otra cosa.

A mi padre le brillan los ojos, en ellos asoma una lágrima. Titubea y dice:

—Me gusta que seas amiga de Sergio. ¿Sabías que su padre y yo también fuimos amigos?

—¿Por qué dices fuimos? ¿Ya no lo sois? ¿Es que está muerto?

—¿Por qué lo preguntas?

—Porque no viene al pueblo. Yo no le he visto nunca. ¿Dónde está?

—Eso es mejor que te lo cuente tu amigo. Si no te ha dicho nada sus razones tendrá. Debes aprender a respetar los silencios de otras personas.

—Y tú también.

Mi padre sonríe, me guiña un ojo y sale del desván. Yo apunto en mi libreta: ¿Dónde está el padre de Sergio? ¿Está vivo o está muerto? Si está vivo ¿por qué nunca viene con ellos al pueblo? Si está muerto ¿cuándo murió y por qué?

En la escuela de las niñas pequeñas el aburrimiento ha llegado a ser insoportable. Al principio me gustaba ir a cuidar al niño de la maestra, leer sus cuentos, imaginar que la suya es mi casa, que estoy casada con Sergio y el hijo de la maestra es nuestro hijo. Cuando refunfuña, hablo con él como si pudiese entenderme, para que no arranque a llorar. Cuando hablo me mira, tal vez piense que estoy loca.

Me aburre ir todos los días a cuidar al hijo de la maestra. Además, su marido me da un poco de miedo. Entra sin hacer ruido y cuando me doy cuenta está allí, delante de nosotros, mirándome con una sonrisa rara.

Hoy me ha levantado las faldas y me ha dado un azote en el culo, diciendo:

—Eres una niña muy guapa ¿lo sabías? Vas a volver locos a los hombres cuando seas un poco mayor.

Nunca me han dado un azote mis padres ¿por qué me lo tiene que dar él? No me gusta nada cómo habla, cómo me mira, cómo abre los ojos y se chupa el labio de abajo con la lengua. Salgo corriendo.

Salgo de la casa de la maestra, pero no voy a la escuela como otras veces. Tampoco iré a casa. Lo que quiero es pensar qué puedo decirle a la maestra para no ir a cuidar a su hijo nunca más.

Ando distraída, pensando, y me doy de bruces con el juez de paz. Un señor muy pacífico que vale para arreglarlo todo: riñas entre vecinos, problemas de lindes, cercas, sembrados; peleas entre mujeres, peleas entre hombres, herencias, donaciones, trifulcas, todo, todo o casi todo lo arregla sin despeinarse. Prefiere que quienes tienen un problema se pongan de acuerdo hablando. Si no es posible, multa al culpable. A veces se la pone a los dos, y aquí paz y después gloria. Los que han reñido se van a sus casas y hasta la próxima vez.

Dice mi madre que el juez de paz es un hombre bueno, que no visita los bares (quiere decir que no se emborracha, porque visitarlos sí que los visita, yo lo he visto en mi bar alguna vez), es serio, trabajador y todo el mundo lo respeta. Claro, no me imagino a un juez de paz borracho, pegando a su mujer o riñendo con el vecino por cualquier tontería.

El juez de paz se para, me saluda, mira al reloj y dice:

—Eres Alicia ¿no?, la hija pequeña de Juan y María.

—Sí, señor. Servidora se llama Alicia.

—Y dime, Alicia, ¿qué haces por aquí a estas horas? ¿No tendrías que estar en la escuela?

Estoy nerviosa, no sé qué decir. Tal vez debería contarle lo que ha pasado en casa de la maestra, que he sentido mucho miedo y he salido pitando de allí. No, eso no. Para eso tendría que contarle que la maestra me manda todos los días a cuidar a su hijo y que su marido... No, eso no.

—No contestas, tiemblas y estás triste. ¿Qué pasa, Alicia? A mí me puedes contar lo que quieras, sin miedo.

—Es que, desde hace casi dos meses, la maestra me envía todos los días a su casa a cuidar a su hijo. Como ha vuelto su marido ya no me necesita y...

—¿Te ha asustado el marido de la maestra? ¿Por qué no has vuelto a la escuela? ¿Por qué no te has ido a casa?

Lo del marido de la maestra no se lo puedo decir. Es muy difícil contar una sensación. Pero... tengo que decirle lo otro.

—Es que necesitaba pensar cómo decirle a la maestra que no quiero volver a su casa. Ya he aprendido a cuidar a su hijo, ahora que aprenda otra niña. Yo quiero aprender otras cosas. Por favor, señor Juez, no se lo diga a la maestra: me puede castigar.

—A ti no te va a castigar nadie, Alicia, de eso me encargo yo. Tú no tienes culpa de nada. Ahora los dos vamos a tu casa.

—¡Por favor! ¡Por favor! No se lo diga a mis padres, que se van a enfadar conmigo.

—Nadie se va a enfadar contigo. Confía en mí.

El juez de paz es un hombre mayor con cara de buena persona. Sonríe, me toma de la mano y, tranquilamente, los dos nos dirigimos a mi casa. Por el camino me habla de los árboles y plantas que encontramos. Reconozco encinas, pinos, chopos, trigo... pero hay otras plantas que he visto muchas veces y no sé cómo se llaman. Él me va diciendo los nombres científicos de cada árbol, de cada arbusto, de cada florecilla. Es un hombre listo y agradable. No me extraña que sea juez de paz. También podría haber sido maestro.

—Oiga, señor juez, ¿y usted por qué sabe todas esas cosas?

—Porque me gusta mucho leer, lo mismo que a tu padre. Leo, sobre todo, libros de botánica. Leer es una buena cosa ¿a ti te gusta leer?

—Sí, claro, me gusta mucho leer.

—Entonces, si quieres, puedo dejarte un libro en el que verás los nombres de todos los árboles y plantas que crecen en nuestro término municipal.

—Claro que quiero. Muchas gracias. Tendré mucho cuidado para que no se rompa.

Encontrarme con el juez de paz ha sido estupendo. Ahora estoy más tranquila. Mi padre está sentado en el banco de piedra de la puerta. ¡Qué estupendo! Hoy ha venido a comer. Debe de estar trabajando en la cantera del Cristo.

Al vernos llegar, mi padre se levanta y saluda al juez de paz. Luego me mira, mira el reloj, levanta la cabeza, sube las cejas y mueve los hombros pidiéndome explicaciones. Como no contesto, dice:

—¿Qué pasa, Alicia, por qué no estás en la escuela?

—No pasa nada por lo que tengas que preocuparte, Juan —dice el Juez—. Entremos en tu casa y hablamos ¿te parece bien?

A pesar de todo, noto que mi padre está preocupado. No deja de mirarme. Yo bajo la cabeza. No quiero ver nada más. Dentro, en la cocina, está mi madre. Se sorprende al vernos entrar.

—Alicia, ¿qué pasa? Has armado alguna, como si lo viera...

Mi madre me agarra del brazo y me zarandea.

—Vamos, Alicia, dime ¿qué has hecho ahora?

—Nada, María, Alicia no ha hecho nada. No sé si sabéis que desde hace dos meses va todos los días a cuidar al hijo de la maestra a su casa.

—¡Madre del amor hermoso! —dice mi madre— ¿Es eso cierto, Alicia? ¿Por qué no nos has dicho nada a tu padre o a mí?

No contesto, ya no puedo más. Me pongo a llorar con todas mis fuerzas. Mi padre me abraza, mi madre levanta la mano amenazante, el juez habla.

—La niña no tiene culpa de nada. Pero nosotros tres debemos ir a hablar con la maestra. Esta no es la primera vez que pasa algo así. La maestra no puede mandar a niñas pequeñas a cuidar de su hijo. Y menos sin que sus padres lo sepan. Alicia está preocupada, no sabe cómo decirle a la maestra que no quiere volver a ir a cuidar a su hijo, que quiere estudiar.

Ahora es mi madre la que me abraza.

—Pobrecita hija, con lo pequeña que es. ¿Y ese pobre niño? Alicia pensaría que estaba jugando a las muñecas, con lo fantasiosa que es.

Los tres se van a hablar con la maestra. Yo me quedo en casa, con mi hermana y le cuento lo que me ha pasado. A ella también le cuento que el marido de la maestra me ha levantado las faldas y me ha dado un azote en el culo.

—Mira, Alicia, si algún insensato te hace algo así, le pegas una patada con todas tus fuerzas ahí, donde más le duela.

—No le digas a nadie lo que te he contado. Sobre todo no se lo digas a nuestros padres ¿me lo prometes?

—No te preocupes, que no se lo pienso decir a nadie, ni tú tampoco.

Por la tarde no voy a la escuela. Mejor, así puedo leer y pensar.

Mañana iré a la escuela de las niñas mayores. Esa sí que es una buena noticia. El juez de paz le ha dicho a la maestra que sea la última vez que envía a niñas como yo a cuidar de su hijo, que si necesita una niñera que la pague o se arriesga a que le ponga una multa y le abra un expediente que podría costarle el trabajo. A lo mejor le quitan el título y no puede ejercer.

Por la noche, el juez de paz ha traído a mi casa el libro de botánica que me prometió. Tiene imágenes y todo. Me lo pienso leer de cabo a rabo y dibujar las que más me gusten.

El Juez enseña a mi padre una carta que le ha enviado Luisito el de Pozaldez, un pobre que viene todos los años a las fiestas del pueblo. Es bajito, alegre, regordete y bonachón. Se queda dos días y duerme en casa de alguien importante.

En su pueblo, Pozaldez, trabaja acarreando agua o ayudando a echar uva a los cestos en las vendimias. Poca cosa para vivir todo el año, por eso va de fiesta en fiesta, ofreciendo sus servicios a quien lo quiera escuchar.

Nosotros lo escuchamos y por eso conocemos mucho a ese pobre ambulante. Viene a nuestra casa-bar y mis padres le dan comida, ropa y conversación. Allí, en el canto de piedra que está a la puerta, nos sentamos a escuchar lo que pasa en los pueblos de su recorrido.

Cuando hace mal tiempo no sale de casa. Se dedica a escribir cartas a sus amigos y a las personas importantes de cada uno de los pueblos que recorrerá cuando llegue el buen tiempo. Pueblos de Valladolid, Segovia, Salamanca y Ávila. Pueblos como el mío en el que los niños lo siguen y los mayores lo ayudan como pueden.

Mi padre le dice al Juez que Luisito es un hombre bueno, que ha tenido la desgracia de quedarse solo. Sus padres murieron cuando él era pequeño. Como es bajito (bastante más que mi padre y eso que mi padre no fue a la mili por lo bajo que es) y como el maestro de su pueblo era un hombre bueno, lo dejó ir a la escuela hasta los veinte años. La gente de allí lo ayuda para que no le falte comida. Es pobre, pero buena persona. Cuando dejó la escuela, comenzó a andar por los caminos y a ir por los pueblos durante las fiestas. No pide, canta, baila y recita poemas, por la voluntad. Como canta mal y baila peor, algunas personas le dan lo que pueden para que no cante ni baile. Mi padre sí, mi padre le deja cantar y bailar y él se pone muy contento. Inventa poemas y canciones: Echo un baile a estas mozas y a los mozos del lugar y a los padres les deseo que casen bien a sus mozas con mucha felicidad. Así son sus canciones-poemas, así es Luisito el de Pozaldez: optimista, alegre y saltarín.

Lo que más nos gusta a mi padre y mí es que cuente lo que ha visto por los caminos, lo que pasa en los otros pueblos, lo que pasa en su propio pueblo. Durante el invierno no sale a los caminos, pero siempre le escribe una carta a mi padre, en ella le cuenta quién se ha casado, quién ha muerto, quién ha tenido un hijo. Mi padre le contesta y le cuenta las novedades que hay en nuestro pueblo. De esa forma, Luisito el de Pozaldez mantiene informadas a sus amistades y recibe correspondencia que le sirve de compañía.

Cada vez que viene al pueblo, duerme en una casa diferente. Solo se queda dos noches (la Guardia Civil tiene prohibido que los pobres se queden más días en el pueblo) pero nadie debe preocuparse por él. Es limpio, no se emborracha, no da problemas y pregunta por cada miembro de la familia. Y siempre, antes de marcharse a seguir el camino, nos invita: espero que vengáis a la función de mi pueblo, Pozaldez, que es el 20 de mayo, San Boal.

Los pobres están siempre de paso. A veces se sientan con nosotros en la solana, se toman un chato en el bar, si es que en el bar alguien los invita, incluso hay alguno que se pasa por la iglesia a rezar a sus muertos. Suelen venir de uno en uno. Cada pobre viene un día distinto de la semana. Son pobres conocidos, que tienen nombres sencillos, normalmente relacionados con su aspecto: el tío del saco, el cojo, el chepudo. Otras veces, no se ve, a simple vista, cuál será su nombre. Por ejemplo: doctor, ingeniero, licenciado. También hay nombres como los de las personas que no son ricas pero tampoco pobres de pedir: Pedrito el de Toro o Luisito el de Pozaldez. Conozco a todos los que pasan por mi pueblo. No sé si tienen el mismo nombre en todos los pueblos por los que pasan. Mi padre dice que algunos sí y otros no.

Lo que le ha dicho mi padre al juez de paz, lo ha convencido. Este año, cuando venga a las fiestas, Luisito el de Pozaldez ya tiene habitación para dormir. Dormirá, nada más y nada menos, que en la casa del juez de paz. A ver quién es el guapo que se mete con él.

Alicia en el país de la alegría

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