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PREÁMBULO

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Yo nací muerta y estuvieron a punto de enterrarme en una caja de mazapanes. Decía mi padre que hubo un tiempo en el que los niños y los hombres, las mujeres, las niñas, las personas mayores, casi siempre nacíamos muertas. Luego resucitábamos, o no. Yo nací muerta y resucité gracias a la Virgen del Rosario, según mi madre, o, a la comadrona, según mi padre.

Lo cierto es que nací muerta y la comadrona mandó traer dos barreños, uno con agua muy caliente y otro con agua fría, me agarró por los pies y, con mucho cuidado, acercó mi cabeza al agua caliente, luego hizo lo mismo con el agua fría. Así durante unos minutos, subiendo y bajando de un barreño a otro hasta que resucité, llorando.

Durante varios meses, me pasé el día en la cama, dormida, como muerta; lo mismo que uno de mi pueblo que se metió en la cama para protestar por algo que había sucedido diez años antes y no se volvió a levantar. Según mi padre él tenía motivos para estar encamado, pero yo era una encamada sin causa.

Había resucitado pero mi brazo derecho no se enteró de que él también tenía que resucitar y seguía muerto. Es decir, no me hacía ni caso, iba por libre, no se quería levantar, estaba débil y cuando hacía un pequeño esfuerzo se cansaba y se dejaba caer a lo largo de mi cuerpo. La mano tampoco hacía lo que yo quería que hiciese. Solo la podía colocar con la palma hacia abajo. Si intentaba colocarla con la palma hacia arriba (a la fuerza) ella sola se daba la vuelta y volvía a colocarse como estaba. Además, como dice mi padre, tenía (aún la tengo) una bola en el brazo derecho igual que un boxeador. En resumen, mi brazo no era un brazo, era un pretexto para peregrinar por clínicas, hospitales, curanderos...

Nosotros vivimos en un pueblo pequeño de la provincia de Ávila, pero don Jaime, mi hermano de leche, estudiaba en Madrid y por eso yo cumplí un año en la Facultad de Medicina San Carlos, desnuda delante de más de doscientos aspirantes a pediatras que me miraban, hablaban y reían. El catedrático pidió silencio y explicó que estábamos allí porque tocaba estudiar aspectos de los problemas braquiales en recién nacidos y mi caso era muy curioso. Dijo que padecía una parálisis parcial del miembro superior derecho, debida a un traumatismo directo sobre el plexo braquial, producido durante el mecanismo del parto. Al escucharlo mi madre se quedó muda.

Regresamos de Madrid con un aparato que me colocaron en el brazo nada más llegar al pueblo. Tenía que estar con él un año, con sus días y sus noches.

—¡Eso es una barbaridad! —dijo mi padre— ¡El brazo de la niña crecerá y el aparato no!

Lo dijo y tenía razón. El invento no funcionaba y era un suplicio. A las pocas semanas solo dejaba de llorar cuando me lo quitaban. Mi madre visitó a una curandera que dijo lo mismo que mi padre:

—¡Quite ese aparato a la niña! Su hija tiene los tendones unidos y hay que intentar separarlos. Dele masajes con tuétano de vaca y que haga mucho ejercicio.

Siete meses después de nuestro primer viaje a Madrid vino al pueblo don Jaime, hecho todo un dentista (que yo no sé por qué los dentistas estudian medicina, deberían estudiar denticina ¿no?, pero los mayores tienen esas cosas que no hay quien entienda), y, por supuesto, vino a visitarnos. Quería saber qué tal seguíamos mi brazo y yo y por qué no habíamos vuelto a Madrid. Mi madre se puso muy nerviosa, me metió en la cocina y, a toda costa, quería volver a ponerme el aparato. Yo comencé a gritar y mi padre le contó lo que pasaba.

Don Jaime dijo lo que habían dicho mi padre primero y la curandera después:

—¡Quitad ese aparato a la niña!

Fue entonces cuando se aclaró todo. La culpa se la echaron a la enfermera que escribió un año en lugar de escribir un mes.

Me quitaron el aparato y mi brazo derecho resucitó a medias. Efectivamente, no había crecido y tuve que seguir con los ejercicios, la yema de huevo en la leche del desayuno y las visitas al médico cada tres por dos. Yo, por aquel tiempo, era solo un brazo.

Alicia en el país de la alegría

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