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A TAPAR LAS CALLES, QUE NO PASE NADIE

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Ovejas, cabras, caballos, gitanos, feriantes, soldaos, toros bravos, ovejas... El mío es un pueblo de paso. La carretera está en medio, delante de mi casa, entre la iglesia y el cuartel de la Guardia Civil. Cada dos por tres hay novedades que obligan a los vecinos a meterse en sus casas y cerrar las puertas.

Cuando esto sucede, el alguacil da un pregón:

De orden de la autoridad, se hace saber, que mañana pasará una manada de toros bravos por la carretera, camino de Ávila. Se advierte a los vecinos del lugar que no deben salir de casa bajo ningún concepto, deben cerrar puertas, ventanas y corrales. Quien incumpla esta orden podrá ser sancionado con una multa de cien pesetas. He dicho.

La Guardia Civil vela para que se cumpla la orden. Recorre las calles antes de la hora prevista, obligando a la gente a cerrar puertas y ventanas. Los toros van a jugar a tapar las calles y puede ser muy peligroso. Por eso todo el mundo cumple la orden. Si alguien incumple lo que mandan los edictos, se arriesga a ser atropellado, a sufrir las consecuencias en su propia integridad física y monetaria.

Mi abuelo cuenta mil veces, siempre que pasan toros bravos por el pueblo, que, en una ocasión, cuando era pequeño, salió a la puerta de su casa para ver pasar los toros. Uno de ellos lo enfiló, lo persiguió, lo tiró al suelo y le clavó un cuerno en la pantorrilla. Desde entonces tiene una pequeña cojera que no le ha impedido nunca hacer su santa voluntad.

—Pero, abuelo, el toro podía haberlo matado.

—Yo me quedé quieto, sin moverme. El toro debió de pensar que ya estaba muerto y por eso me dejó. Luego, mi madre me ató un trapo de sábana a la pierna y cortó la hemorragia. El resto lo hizo el paso del tiempo, los bebedizos y las manos milagrosas de mi madre.

Si llegan los gitanos (vienen con el buen tiempo) se quedan cerca del río y solo suben al pueblo a vender cestos. Como los venden más baratos que el cestero, muchas mujeres se los compran y así ahorran unos reales que nunca vienen mal. También suben para comprar gallinas. Algunas personas, mal pensadas, dicen que vienen a robarlas. Por eso, la Guardia Civil, cuando ve a un gitano con una gallina lo detiene y lo lleva al cuartelillo. No lo sueltan hasta que se aclara el entuerto y se puede demostrar que la gallina no es robada. Dice mi padre que en una ocasión los mozos del pueblo robaron gallinas y les echaron la culpa a los gitanos.

Seguro que por eso a los gitanos no les gusta mucho la Guardia Civil. También será por eso que hay muchos chistes de gitanos y guardias civiles. A mi padre no le gustan esos chistes. Bueno, a él tampoco le gustan los chistes de mariquitas, jorobados, sorchis, etc. Siempre dice:

—El humor debe ser inteligente. A mí no me parece inteligente hacer burla de las personas diferentes.

No le gustan tampoco algunas cosas que se dicen sin pensar: esto lo saben hasta los negros; no se lo salta un gitano; es un trabajo de chinos. Mi padre opina que hay que decir lo que se piensa y pensar lo que se dice, para no ofender a nadie.

A mí tampoco me hacen gracia los chistes que cuenta una prima mía. Son chistes verdes, marrones y de todos los colores. Un día contó un chiste que me dio mucha pena: mamá, mamá, se ha muerto papá, y la madre contesta: qué susto, hijo, pensé que se había salido la leche. ¿Dónde está la gracia? Si yo encuentro a mi padre muerto, gritaría y mi madre también. Las dos nos pondríamos a llorar. A ninguna de las dos nos habría importado un pito que se saliese la leche. Mi prima dice que no me gustan esos chistes porque soy una sosa, que todo me lo tomo por la tremenda. Que reírse no hace mal a nadie. Ya lo sé, pero depende de qué te rías ¿no?

Quienes también vienen de vez en cuando por el pueblo son los sorchis, sobre todo los que están pasando el campamento antes de ir al cuartel. Ponen sus tiendas en la plaza y se convierten en una atracción de feria durante dos o tres semanas.

Este año han venido en primavera, cuando las mozas se quitan el abrigo y las medias, las casas se abren de par en par y las solanas son lugar de tertulia. En ellas las niñas, jóvenes casaderas, mujeres casadas y viudas, hablan, ríen, cuentan cuentos y cortan más de un traje a quien no está presente, pasa sin pararse o es protagonista de alguna historia amorosa, divertida, poco clara... Todo ello, mezclado con habladurías de la gente y la imaginación, despierta a la primavera.

Pero, estos días, en las solanas, las mujeres les cortan trajes de cuerpo entero a los sorchis, les ofrecen sonrisas de tapadillo y se ríen cuando los ven pasar.

Mi bar es de color verde, está repleto de uniformes, saludos militares y órdenes. Sobre todo hoy, que ha entrado un militar de alta graduación. Al verlo, todos los soldados dejan de beber, se ponen firmes, dan un pie contra otro (con un sonido marcial), levantan el brazo, lo colocan en ángulo recto y, con la punta del dedo anular de la mano derecha estirada, se tocan la frente. Es un saludo militar.

—Debe de ser un pez gordo —le ha dicho a mi padre uno de los pocos hombres del pueblo que a esas horas están en el bar—; por lo menos es capitán.

—Más —ha dicho otro parroquiano que acaba de regresar de la mili—; lleva tres estrellas de ocho puntas en línea recta, es coronel.

Todo el mundo se queda en silencio. Noto que mi padre está nervioso, le tiemblan las manos y tiene gotas de sudor en la frente. El coronel se acerca a la barra del bar y dice:

—Descansen.

Los soldados se relajan, pero no vuelven a beber. Algunos abandonan el bar, otros hablan muy bajito entre ellos. El coronel mira a mi padre y dice:

—O sea, que es verdad, me lo habían dicho y no lo podía creer. Mira tú por dónde voy a encontrarme a Juan, el mejor cantero que conozco, disfrazado de tabernero.

Mi padre mira al militar, lo observa y dice:

—¿Quiere tomar algo?

—No, gracias, estoy de servicio. Solo he venido a saludarte. Alguien me dijo que este bar era tuyo y ya veo que te van bien las cosas. Me alegro, porque a pesar de todo, eres un hombre trabajador. Lo que no comprendo es por qué has cambiado los punteros por los vasos y la piedra por el vino. Siempre pensé que lo tuyo era la cantería.

—Y lo es. Soy cantero. La taberna no es nuestra, la tenemos alquilada. Pero con tres hijos hacemos lo que podemos.

—Bien, muy bien. El trabajo dignifica al hombre. Y... ¿dónde tienes la cantera? Me gustaría ir a verte allí, quiero que me hagas un trabajito y...

—Bueno, la cantera tampoco es mía, trabajo para un contratista, él es el que me dice lo que quiere que haga.

—Ya comprendo. Hablaré con él y luego iré a verte. Seguro que podrás hacer lo que quiero que hagas. Sabré recompensarte por ello. ¿Quién es el contratista?

—Se llama Fermín y vive justo ahí enfrente, subiendo la carretera de la estación.

—¡Coño! El Churli. Menuda sorpresa. Hablaré con él y mañana iremos los dos a la cantera. ¡Qué casualidad! Mira tú por donde voy a matar dos pájaros de un tiro.

Ahora la que estoy nerviosa soy yo. Sobre todo porque cuando dice la palabra “matar” tiene una mano en la cintura, justo encima de la funda donde guarda una pistola. Mi madre, en ese momento, sale de la cocina y me llama:

—Alicia, ven aquí ahora mismo.

—¡Vaya, Juan! Esa es tu mujer, ¿no? No ha cambiado nada. Solo la vi una vez. Recuerdo haber pensado: ¡qué suerte tiene este desgraciao!

Mi padre no contesta. Mi madre mira al militar, mira a mi padre. Me agarra de la mano y dice:

—Vamos, Alicia, ven conmigo. ¿Cuántas veces tengo que decirte que, cuando hay soldados en el bar no puedes andar por aquí? ¿Cómo tengo que hablar para que lo entiendas? ¿Me lo quieres decir?

Mi madre me empuja escaleras arriba y las dos subimos al desván. Lo último que escuchamos decir a ese coronel que, por lo visto, conoce a mi madre y a mi padre, es esto:

—¡Vaya! Ya veo que tienes una mujer de armas tomar. Así me gustan a mí las hembras: con raza.

En el desván, mi madre me mira con cariño, me acaricia el pelo y la cara, me da un beso y me abraza con fuerza, tanta que casi no puedo respirar. Noto que está nerviosa y a punto de llorar. ¿Qué pasa? ¿Por qué mis padres se ponen nerviosos al ver a ese coronel? ¿De qué lo conocen?

Mi madre y yo permanecemos así, abrazadas, un buen rato. Luego, escuchamos a mi padre que desde la escalera dice:

—María, baja, que se han ido todos.

Mi madre no baja. Se asoma a la puerta del desván y desde allí contesta:

—Entonces, Juan, cierra el bar y sube, que quiero hablar contigo.

Mi padre obedece a mi madre. Sube y los dos se meten en su alcoba. Yo voy detrás de ellos. Pero mi madre dice:

—Anda, Alicia, hija, por favor, ve a casa de tu abuelo y dile a tu hermana, que venga.

No, yo no quiero ir a buscar a mi hermana; quiero escuchar su conversación. Pero... no puedo desobedecer a mi madre, tengo que hacer lo que ella me ha pedido. Si hasta me lo ha pedido ¡por favor!

Sin embargo, protesto con todas mis fuerzas, con coraje, dando gritos:

—Siempre igual, yo nunca puedo enterarme de nada. Me decís que soy pequeña, que no entiendo. Seré pequeña, pero no soy tonta y quiero saber lo que pasa. ¿Por qué estáis tan nerviosos? ¿De qué conocéis a ese coronel que dice cosas tan raras?

Mi padre levanta la mano, está a punto de darme una bofetada (nunca me ha dado ninguna), yo me encojo, asustada, con los puños juntos bajo la barbilla, pero lo miro, lo sigo mirando. Si me pega que me pegue.

No me pega. En el último segundo cambia de opinión. Mi madre le acaricia la mano con la que me iba a pegar. Yo sigo allí, sin moverme, sin decir nada.

—Es verdad, Alicia —dice mi padre—, eres una niña pequeña, desobediente y muy mal educada. Tu madre te ha dicho que vayas a buscar a tu hermana y eso es justo lo que tienes que hacer.

Obedezco, no puedo hacer otra cosa. Por el camino no dejo de pensar en lo que ha pasado. ¿De qué conocerán mis padres a ese coronel? De la mili no puede ser, porque mi padre no ha hecho la mili.

Mi hermana no está en casa de mi abuelo. Lo sabía, el recado era una excusa para alejarme de mi casa mientras ellos hablan. Vuelvo a casa. Mi padre está de nuevo en el bar y mi madre sigue arriba. El bar está abierto pero no hay nadie. Mi padre me llama.

—Alicia, hija, ven a darme un beso. Tú sabes que te quiero mucho, más que a nadie.

No contesto, agacho la cabeza, me acerco y le doy un beso pequeño.

—No, así no, yo quiero un beso de verdad. Tú sabes que nunca te he pegado y nunca te pegaré. Olvida lo que ha pasado antes. ¿Has encontrado a tu hermana?

—No, mi hermana no estaba allá abajo.

—Debe de estar en la estación. Sube a buscarla, tu madre tiene una sorpresa para las dos. Pero antes quiero mi beso.

Me acerco y le doy muchos besos, porque sé que cuantos más doy más me quedan. Él me acaricia el pelo, sonríe y dice:

—No cambies nunca, Pitusina, nunca.

—Y la sorpresa ¿cuál es la sorpresa?

—Os la dirá tu madre a tu hermana y a ti. Ve a buscarla.

Subo corriendo a la estación. Entro en la casa del jefe (su hermana es la que da clases de bordado a las chicas del pueblo), subo arriba (que es donde tienen el taller) y allí junto a otras chicas está mi hermana, bordando. Hablan de los soldaos, dicen que hay algunos muy simpáticos y muy guapos. Se ríen.

—¡Vamos, Rosario!, que madre quiere que vayamos ahora, tiene una sorpresa para nosotras.

—¿Una sorpresa? ¿Qué sorpresa?

—No lo sé, si lo supiese no sería sorpresa.

Todas las chicas se ríen. Mi hermana recoge su labor y me acompaña. Todo el camino vamos hablando de la sorpresa.

—Seguro que quieren que vayamos las dos a la fiesta de Cebreros.

—¿De verdad? ¿Y las clases de bordado?

—No creo que pase nada si dejas de bordar tres o cuatro días. Con lo bien que bordas, seguro que tú lo recuperas enseguida.

—Ya, pero yo no sé si me quiero ir ahora a ningún sitio.

Yo también quiero quedarme aquí, en casa, con mis padres. Me da miedo lo que le ha dicho ese coronel a mi padre. Mi hermana no quiere irse ahora por los sorchis, seguro. Todas las chicas están revueltas por eso. Pero en Cebreros se lo pasará mejor en el baile.

Nada más llegar a casa salimos de dudas.

—Vuestra madre está arriba, quiere hablar con vosotras.

Subimos y la vemos, está en la sala, revolviendo cajones, sacando ropa. No parece muy contenta, pero sonríe al vernos llegar.

—¿Ya estáis aquí?

No comprendo por qué mi madre siempre pregunta que si estamos aquí, cuando nos tiene delante. Me dan ganas de contestar: no estamos aquí, seguimos en la estación. Pero no digo nada, me callo.

—Bueno, pues os tengo que dar una sorpresa: nos vamos las tres a las fiestas de Cebreros, ¿qué os parece?

—¿Las tres? ¿Y padre? ¿Él se va a quedar solo en casa?

—Tu padre no puede dejar de trabajar.

—¿Y el bar? ¿Quién atenderá el bar cuando él esté trabajando?

—No pasará nada por cerrar dos o tres días el bar.

—Pero... si ahora con los sorchis hay mucha gente en el bar —dice mi hermana—. ¿Es que le pasa algo a nuestra familia de allí?

—No, no les pasa nada. Vamos a las fiestas, eso es todo. ¿No quieres que vayamos? ¿Me has estado dando la lata casi un mes porque querías ir a las fiestas de Cebreros y ahora que digo que sí, tú no quieres? No te comprendo. ¿A qué vienen tantas preguntas?

—Sí, madre, sí que quiero ir.

—Y tú, Alicia, ¿quieres ir o tienes alguna pregunta de las tuyas?

Yo tengo muchas preguntas que hacer, pero no las hago, no quiero que mi madre se enfade. Por alguna razón tenemos que ir a las fiestas de Cebreros.

—Sí, mami, yo quiero que vayamos. ¡Menuda sorpresa!

—Bueno, pues si queréis ir, tenemos que prepararlo todo, porque nos vamos mañana por la mañana temprano. Hay mercado en Ávila y vuestro tío vendrá al mercado. Si nos vamos pronto, él nos llevará y podremos comer allí. Las fiestas comienzan por la noche.

Con el lío de los preparativos del viaje, casi me olvidé del coronel. Pero esta noche, cuando mi padre ha venido a darme las buenas noches y a preguntarme qué he aprendido en el día de hoy, he contestado:

—He aprendido que, aunque mi padre no ha ido a la mili, conoce a un Coronel. Lo que no sé es por qué lo conoce.

—Tu padre y tu madre conocen a ese coronel porque fue testigo de nuestra boda y porque hice un trabajo de cantería en su casa.

—Y ahora quiere que hagas otro trabajo ¿a que sí?

—Pero qué lista eres, Pitusina. Las tres lo vais a pasar muy bien en esas fiestas.

—Y tú ¿por qué no vienes con nosotras?

—Yo tengo que trabajar, ya lo sabes. Además, seguro que tengo que hacer algún trabajo de piedra para el coronel, tú misma lo has dicho.

—¿Y si te mata?

—No digas tonterías, hija, ¿por qué me va a matar?

—Él lo ha dicho. Dijo que iba a matar dos pájaros de un tiro.

—Esa es una expresión como otra cualquiera. No hay que tomársela al pie de la letra. ¿Estabas preocupada por mí?

—Sí, ese militar me da un poco de miedo.

Mi padre me besa, me acaricia el pelo, me abraza. El sonido de su corazón es la mejor música que conozco.

Las fiestas de Cebreros son muy divertidas. Yo no voy a los toros, ni a los encierros, ni a cosas así, pero me gusta montar en los caballitos, en la noria, comprar almendras garrapiñadas y participar en todos los juegos en los que me deja mi madre y quiere mi prima.

Un día, mi madre se empeña en que vayamos las tres a ver a la Virgen de Valsordo, que es la patrona de Cebreros y vive a más de dos kilómetros del pueblo. Pide la llave a la señora que cuida la ermita. Como nos la da nada más pedirla, mi madre le agradece que se fíe de nosotros. Ella contesta que deja la llave a todo el mundo que la pide, nadie puede robar en la ermita. Cuando alguien lo ha intentado, ha sido detenido de inmediato. La propia Virgen protege la ermita.

La santera nos cuenta muchas historias increíbles. El nombre de la Virgen viene de que un pastor sordo pastoreaba su rebaño en el valle cuando se le apareció la Virgen varias veces. No sé si la Virgen habló con el pastor, la santera no nos dijo nada de eso. Lo que sí nos dijo fue que el pastor recuperó el oído, por eso insistió mucho para que se levantase una ermita a la Virgen en el lugar de las apariciones. Hasta que por fin se construyó.

La Virgen es morena, con pelo largo, muy guapa, parece una novia. Está en el altar mayor de la ermita, como en mi pueblo. Tiene muchos nombres: Nuestra Señora de las Virtudes, de las Victorias, de las Batallas, de los Toros. Eso sí que me pareció curioso. Fuimos a verla andando, claro. Como si fuese el mes de mayo, cuando los cebrereños suben en romería. Allí, mi madre reza un rosario y le pide a la Virgen para que mi padre siempre esté con nosotras. A eso me apunté yo enseguida.

En Cebreros hay muchas bodegas. Mi madre conoce a los dueños de una de las más importantes, que es la que suministra vino a nuestro bar. Un día nos han invitado a comer a su casa. Es una casa muy grande y muy bonita. Deben de ser ricos porque tienen muchas cosas. También hemos ido con Benitín (que es hijo del dueño) y su amigo Adolfito (hijo de un taxista) a ver las viñas. Los dos son guapos y simpáticos. Pero mi hermana dice que son unos creídos. A mí me gustan, pero yo, según mi hermana, no entiendo. Ya entenderás de chicos cuando seas mayor, dijo. Ella no sabe que ya entiendo ahora, que me gusta Sergio. Pero no se lo digo.

Mi hermana tiene muchos pretendientes. Uno de ellos ha venido con los músicos a rondarle a casa de mis tíos, por la noche, pero ella se ha hecho la dura y no ha salido a la puerta para agradecer la ronda. Yo me he asomado a la ventana, pero mi hermana ni eso.

El primer día de la fiesta tuve que ir con las mayores, pero luego me dejaron ir con la hermana de la mejor amiga de mi prima, que es casi de mi edad. Con ella me lo he pasado muy bien: bailando, jugando, hablando. A ella también le gusta leer. Aunque es un poco mayor que yo, no importa porque yo soy más alta que ella. Me ha dicho que vive en Madrid, lo mismo que Sergio, pero no lo conoce. Claro, como Madrid es tan grande...

En total: que lo hemos pasado de rechupete en las fiestas de Cebreros.

Hoy regresamos a casa. Mi padre nos espera como agua de mayo, y eso que estamos en agosto. Me gusta mucho volver a verlo, pero me gusta mucho más ver que del campamento de los sorchis no quede ni el apuntador.

Los pájaros siguen volando, no están muertos. ¡Bien!

Alicia en el país de la alegría

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