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MALDITA GUERRA

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Leer es estupendo. En mi casa todo el mundo lee. Yo leo todo lo que pillo, como ya sé leer... Bueno, sé leer, pero no sé leer tan bien, tan bien, como lee mi padre, que además de leer sabe explicar todo lo que lee como si se lo supiese de memoria. A mí me gusta, sobre todo, leer cuentos, pero también leo libros. Bueno, eso ya os lo he contado ¿no?

Me gustan todos los libros. Bueno, todos, no. No me gustan los libros de guerras, peleas y cosas así. Cuando dos se pelean no gana el que tiene razón, sino el que tiene más fuerza o más armas. Entonces, ¿por qué se pelea? Bastaría contar las armas que tiene cada uno y medir la fuerza. Así, sin pelear, se sabría quién es el vencedor. Se diría: de acuerdo, para ti la perra gorda. Y se acabó.

Mi padre lee todos los días cuando vuelve del trabajo. Y eso que viene muy cansado. Tan cansado como un perro, suele decir. Que debe de ser mucho, porque el Barri (el perro de Mari Puri) está siempre tumbado.

Mi padre ha leído casi todos los libros que tiene el boticario. Y eso que el boticario tiene muchos, muchos, pero que muchos libros. Yo lo sé porque un día fui a la botica. No es que yo quisiera ir a la botica, pero mi padre me dijo que fuese a la botica y fui. No estaba nadie enfermo, no. Mi padre me mandó a la botica para llevar un libro al boticario. A mí no me gustaba ir sola a la botica. Cuando era pequeña me asustaba el boticario. Había escuchado decir al padre de Mari Puri que el boticario era un hombre peligroso. No sabía por qué decía eso el padre de Mari Puri, ni por qué mi padre es amigo del boticario, si era un hombre peligroso. Pero claro, mi padre es amigo de todo el mundo.

De todas formas, cuando mi padre me pide que vaya a hacer algún recado, yo obedezco. Porque, además, mi padre no manda las cosas a gritos, como el padre de Mari Puri. Mi padre manda las cosas preguntando.

—Pitusina ¿quieres ir a la botica a hacer un recado a tu Mapa? —Esa pregunta me la hizo mi padre hace varios años, cuando era muy pequeña.

—Sí, Mapa, iré si tú quieres.

Mi padre me dio un libro y me pidió que se lo llevase al boticario. Aunque me daba miedo, fui pitando. Entré en la botica. Sobre las estanterías había una balanza y muchos frascos de cristal, llenos de medicinas. Nada más entrar, dejé el libro en el mostrador, sin decir nada, y me quedé quieta. Al sentir el ruido, el boticario miró hacia donde yo estaba, pero solo pudo ver el libro, mi mano y un poco de pelo del flequillo. El mostrador de la botica era muy alto y yo muy bajita. Agaché la cabeza y quise marcharme, pero no pude, sentí sus ojos acercándose.

—¡Garbancitooooo!, ¿dónde estáaaasaaasss? —dijo el boticario, asomando la cabeza por el mostrador—. Hombre, ¡Alicia!, ¿tú por aquí? ¿qué quieres?

—Mi padre me ha dicho que le dé este libro.

Y sin esperar contestación me fui hasta la puerta andando para atrás.

—No tan deprisa. Tengo algo para tu padre. Ven conmigo.

Aunque estaba aterrorizada, seguí sin rechistar. Entonces vi por primera vez la biblioteca del boticario, una habitación enorme. En el centro hay una mesa grande, las paredes están llenas de libros desde el suelo hasta el techo. Miré a todas partes con la boca abierta. Nunca había visto tantos libros juntos. Ni en el armario grande de la escuela, ese en el que la maestra guarda con llave los libros de lectura. A mí siempre me había parecido que la maestra guardaba en ese armario todos los libros del mundo. Pero pensé que no, que todos los libros del mundo estaban aquí, en la biblioteca del boticario.

El boticario subió a una escalera muy alta, con ruedas, y fue de acá para allá. Yo no dejaba de mirarlo. Seleccionó dos libros.

—Los libros, Alicia, son la mejor medicina —dijo muy serio.

Yo no sabía para dónde mirar. Mirase adónde mirase, todo eran libros.

—Toma, este es para tu padre y este para ti.

—¿Para mí?

—Sí, para ti. No me lo devuelvas hasta que lo hayas leído y comprendas lo que dice.

—Gracias, señor.

Era el momento de salir corriendo. Sentí a mis espaldas cómo me miraba y sonreía. Recuerdo que en ese momento dejé de tener miedo. El boticario no me pareció un hombre peligroso.

Llevé los libros apretados contra mi pecho. No dejé de correr hasta llegar a casa. Mi padre estaba allí. Él siempre está haciendo algo: a veces lee, otras escribe o dibuja, como en ese momento.

Mi padre es cantero y dibuja lo que las piedras guardan en su interior. Cuando hace esos dibujos es porque luego, en la cantera, sus dibujos serán de piedra. Me gusta mucho verlo dibujar con el lapicero grande y aplastado que tiene siempre la punta bien afilada. No necesita sacapuntas, afila los lapiceros con navaja. Tampoco necesita cuadernos, dibuja en el papel de envolver que le dan a mi madre en la tienda. Mi padre dice que los pliegos de papel de estraza son estupendos para dibujar. A veces, el tendero le da varios pliegos enteros, sin romper, sin arrugar ni nada, y mi padre se pone muy contento. Otras veces, cuando un papel está arrugado (porque ha sido un cucurucho con lentejas), mi madre, al llegar a casa, coloca rápidamente las lentejas en un bote y plancha el papel para dejarlo como nuevo. El papel de estraza es un tesoro para mi padre.

A veces deja de dibujar y se queda quieto, muy quieto, mirando fijamente algo invisible para mí. Cuando le pregunto no me responde. Mi madre dice que lo deje en paz, que está pensando. Cuando piensa se coloca el lápiz (que no sé por qué se llama de carpintero porque mi padre es cantero y también lo usa) detrás de la oreja y mira distraído hacia ninguna parte. Entonces, de forma mecánica, saca de su bolsillo un paquete de Celtas cortos y un librillo, saca un papel y lía un cigarrillo. Bueno, dos. Mi padre hace magia con el tabaco. De cada cigarro hace dos largos y estrechos. Realiza esta ceremonia a cámara lenta, concentrándose en el placer de saborear el proceso. Después, vuelve a quitarse el lapicero de la oreja y sigue dibujando, a mano alzada, líneas perfectas y difíciles figuras geométricas, salpicadas de letras y números. Mientras, el cigarrillo se consume entre sus labios. Mi padre puede sostener entre sus labios un cigarrillo totalmente convertido en ceniza. En ocasiones, las cenizas caen sobre el papel pero él, sin inmutarse, sopla de inmediato y la ceniza desaparece esparcida por toda la mesa.

Cuando ese día llegué a casa con los dos libros, esperé detrás de la puerta, observándolo hasta que terminó de dibujar. Estaba impaciente por hablar con él, pero me gusta tanto verlo liar cigarrillos y dibujar... Entré cuando estaba guardando sus dibujos en la caja metálica, de dulce de membrillo. Una caja parecida a mi caja de los secretos.

—¡Hombre, Pitusina! ¡Por fin estás de vuelta!

Corrí a su lado para darle besos y abrazos.

—¡Mapa!, ¡Mapa! El boticario es estupendo, tiene una habitación llena de libros. Me ha dado uno para ti y ¡otro para mí! Mira, mira, aquí están.

Puse los dos libros sobre la mesa.

—Alicia no seas maleducada. El boticario tiene nombre, se llama Andrés y tú debes llamarle don Andrés.

Mi padre no estaba enfadado, pero estaba serio. Él no se enfada nunca. Luego, más alegre, dijo:

—Vamos a ver esos libros, Pitusina.

Me tomó en brazos y me colocó sobre sus rodillas.

Cuando era pequeña, pero también ahora, me gusta sentarme sobre las rodillas de mi padre. Cada día, cuando llega de trabajar, lo estoy esperando. Y aunque llegue cansado, lo primero que hace es llamarme preguntando.

—¿Vamos a ver, qué ha hecho hoy mi Pitusina?

Yo corro a su encuentro, me cuelgo de su cuello y lo lleno de besos. Después, se sienta y palmea sus rodillas. Es la señal que estoy esperando, su forma de decirme que puedo sentarme allí. En sus rodillas soy una reina. A mi madre no le gusta. Siempre me regaña:

—Alicia, ¿no ves que tu padre viene cansado del trabajo? Déjalo descansar.

Yo me hago la sorda y mi padre contesta por mí:

—No te preocupes, mujer, dejaré de tenerla en brazos cuando se case, desde ese día la tendrá que coger su marido.

Mi padre ha colocado los dos libros sobre la mesa, el suyo lo guarda enseguida en el cajón y mira el mío.

—¡Vaya! Un libro estupendo, Pitusina, un libro maravilloso...

—Don Andrés dice que no se lo devuelva hasta que lo haya leído y lo entienda.

—¿Eso te ha dicho? Entonces el libro estará mucho tiempo en nuestra casa ¿no, Pitusina? —dijo muy serio.

—¡Eso no es verdad! —protesté—. Comenzaré a leerlo mañana mismo.

Mi padre sonrió, me dio un beso y dijo:

—Así me gusta, Pitusina. Pero, ¿por qué dejar para mañana lo que puedes hacer hoy? Leer es un gran regalo. Si Andrés te ha prestado su libro como un regalo, yo te regalaré el secreto de la lectura, para que aprendas a leer. ¿Sabes lo que pone aquí?

Recuerdo que miré las palabras que me señalaba con el dedo, pero no supe contestar. Él me atrajo hacia su pecho y dijo:

—Aquí pone: Alicia en el país de las maravillas.

Eso sucedió antes de comenzar la escuela de las niñas pequeñas. Gracias a ese libro, aprendí a leer muy pronto. Ahora estoy en la escuela de las mayores. Aquí hacemos dictados, cuentas, lecturas, problemas, historia y religión. Por las tardes costura, pero también leemos. Bueno, sobre todo, leen las niñas mayores. Yo estoy en la escuela de las mayores pero aún soy pequeña. No tengo la enciclopedia grande, tengo que leer lo que leen las niñas pequeñas. Aprendo más que en la otra escuela donde solo aprendía a juntar letras: la eme con la o: mo; la eme con a: ma, y esas tonterías que me sabía de memoria antes de entrar en la escuela. También otras más difíciles para las niñas que no sabían leer: mi mamá me mima, mi mamá me ama, yo amo a mi mamá. O lecturas más complicadas, pero no tanto.

Aquí, en la escuela de las mayores, las pequeñas como yo tenemos que repasar las cartillas que hemos aprendido en la escuela de las niñas pequeñas. Luego empezaremos a leer en libros de lectura. Dice la maestra que a mí no se me da mal, pero que tengo que poner más atención porque no me fijo lo suficiente y a veces digo cosas que no pone en el libro, me las invento.

El que lee bien es mi padre. Él sabe leer mejor que la maestra. Cuando lee un cuento para mí, me parece que lo estoy viviendo. Quiero aprender a leer tan bien como lee mi padre.

Mañana, cuando llegue a la escuela, le diré a la maestra que quiero leer en libros de verdad, pues ya sé leer todas las lecturas de niñas pequeñas y quiero leer las lecturas de niñas mayores. Le diré que cuando lo consiga leeré todos los libros del armario grande, el que tiene cerrado con llave. Si quiere, me quedaré por las tardes a leer. Estoy deseando entrar en su país de las maravillas. Sé leer el libro, pero aún no comprendo muy bien su significado.

Hoy, después de la escuela, Mari Puri y yo hemos ido con Mari Tere a su casa. Sus padres no están y tiene que cuidar a su abuelo. No es difícil, solo hay que darle la merienda (la come solo), además, su madre la ha dejado preparada. Hay que darle agua cuando lo pida. Si le pasa algo tiene que llamar a la vecina porque ella sabe lo que hay que hacer.

Mari Tere propone que juguemos a las familias. Mari Puri y ella serán el padre y la madre. Su abuelo y yo seremos el abuelo y la abuela. Digo que sí, porque me gusta hablar con su abuelo. Estuvo en la Guerra de Cuba y cuenta historias increíbles.

En este juego, la cama del padre y de la madre está debajo de la mesa camilla. Allí las dos amigas juegan a hacer lo que hacen los padres y las madres cuando están en la cama. O sea: cuchi-cuchi. Luego, hacen como que duermen, se levantan, desayunan, y esas cosas. El padre (que casi siempre es Mari Tere) se va al trabajo (que está en el corral) y la madre (que es Mari Puri) se queda en casa, barriendo, 129

limpiando, preparando la comida. Después de comer se echan la siesta y vuelven a hacer lo que hacen los padres y las madres en la cama. Luego, el marido se va al bar y la mujer plancha. Y así, sucesivamente. Lo sé porque yo he jugado mucho a ese juego. Tengo que hacer de madre porque Mari Tere siempre se pide hacer de padre.

No jugamos nunca a este juego con niños. Otras niñas sí, con niños mayores porque a los niños de nuestra edad no les gusta jugar con niñas, dicen que son juegos muy aburridos.

Por si no sabéis cómo se hace cuchi-cuchi os lo voy a contar. Si lo hacen un niño y una niña, el niño se pone encima de la niña y frota su pilila sobre la raja de la niña. Yo una vez vi a un niño y una niña haciéndolo. Al verme me agarraron y no me soltaron hasta que no les enseñé la raja. Luego me hicieron jurar que no se lo diría a nadie, porque si yo decía lo suyo, ellos dirían lo mío. Menos mal que no me obligaron a jugar a cuchi-cuchi con ese niño, que no me gusta nada. Creo que no me importaría jugar a las familias con Sergio, pero... nunca me lo ha pedido y me da vergüenza pedírselo yo.

Cuando son dos niñas las que juegan es diferente, pero igual de fácil: la niña que hace de padre se pone encima de la niña que hace de madre, las dos con las bragas quitadas, claro. La que hace de madre se queda quieta, y la que hace de padre se mueve. Dice Mari Tere que a ella le da mucho gustirrinín; pero yo, la verdad, no le veo la gracia. Será porque el gustirrinín solo te da si haces de padre. A mí no me gusta hacer de padre, pero voy a probar algún día a ver qué pasa.

Hoy hago de abuela, y el abuelo de Mari Tere hace de mi marido. Como los abuelos no tienen que hacer cuchi-cuchi no me importa hacer de abuela. Los dos nos quedamos allí, en la salita, hablando. Como no hay nadie en casa podemos hablar libremente. A la madre de Mari Tere no le gusta que él me cuente cosas de Cuba. Dice que son tonterías y las debe olvidar. Pero a él le gusta mucho contarlas y a mí escucharle. Por eso, aprovechamos cuando voy a su casa y no está su hija.

A veces me cuenta lo guapas que son las mujeres cubanas, lo cariñosas, lo ardientes en el amor. Yo creo que quiere decir que con ellas hacía cuchi-cuchi y muchas otras cosas. Dice que tienen la piel morena y suave como el culo de un niño. Que saben besar y hacer feliz a un hombre. Cuando las describe le brillan los ojos. Me cuenta cómo las conquistaba y qué hacía para conseguir llevarlas al catre.

Hoy está triste y no quiere contarme aventuras amorosas, sino por qué murieron tantos soldados españoles en esa guerra.

—¿Qué pasó? A mí puede contármelo, no lo voy a contar por ahí.

—Entonces cierra la puerta, para que no nos escuche nadie y presta mucha atención.

Me contó algo terrible, tan terrible que solo de escucharlo me entraban ganas de llorar y devolver. Se me revolvieron las tripas.

—En Cuba murieron más de cincuenta mil españoles, pero no murieron en la guerra, no, los mató el clima y la falta de ropa adecuada para ese clima; los mataron las enfermedades: paludismo, fiebre amarilla, disentería. Yo mismo estuve muy enfermo, me iba por la pata abajo, no podía comer ni beber porque todo lo que comía o bebía lo expulsaba por arriba y por abajo. Tenía fiebre y deliraba. Estuve tan enfermo que si no llega a ser por mi novia cubana, que me llevó a su casa, me cuidó con medicinas de allí, me dio de comer y de beber, no estaríamos aquí: ni yo, ni mi hija, ni mi nieta.

—No hace falta que me cuente más —dije yo, que me estaba poniendo enferma solo de escucharlo—. Ya me lo seguirá contando otro día.

Pero él no me escuchaba, era como si ya no estuviese a mi lado, como si estuviese allí, en Cuba otra vez, como si viese lo que vio y sufriese lo mismo que sufrió. Siguió hablando y hablando y hablando, con lágrimas en los ojos.

—Las enfermedades mataron al noventa por ciento de los soldados; más, mucho más, que las armas del enemigo.

—¿Se casó usted con esa novia? —dije yo, queriendo cambiar de tema— ¿Cómo se llamaba? La debió de querer mucho ¿no?

—No, hija, no, qué va. Prometí que me casaría con ella si me curaba, es verdad. Pero no pude. Mientras me curaba a mí, enfermó ella. Murió el día que yo estaba totalmente curado. Lloré mucho, hasta que no me quedaron lágrimas en los ojos. Luego tuve que enterrarla y seguir adelante. Ese mismo día vinieron a por mí, me metieron en un barco y volví a entrar en la maldita guerra. Teníamos pocos barcos. El almirante Castro Méndez Núñez dijo: más vale honra sin barcos, que barcos sin honra. Allí perdimos barcos, soldados y honra. Eso no lo dicen en los libros.

El abuelo de Mari Tere sigue hablando, susurrando, llorando y repitiendo: maldita guerra, maldita guerra. Hasta que se queda profundamente dormido. A mí se me escapan las lágrimas. Acabo de comprender por qué su hija no quiere que el abuelo hable de la maldita Guerra de Cuba.

Alicia en el país de la alegría

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