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POR - LA SEÑAL - DE LA SANTA - CRUZ

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Las horas pasan, los días pasan, pasan las semanas, pasan los meses. Lo que no pasa es el aburrimiento. Aburrirse es como estar enferma sin fiebre, sin pijama, sin cuentos, sin tener que meterse en la cama. Justo eso es lo que me pasa a mí, tengo la enfermedad del aburrimiento. Aquí todo es muy fácil, tan fácil que me aburro soberanamente.

Pero hoy es un día diferente: la señorita nos ha dicho que viene la inspectora, es decir, una maestra que supervisa a otras maestras y a sus alumnas. La inspectora vendrá de Ávila para ver lo que hace nuestra maestra, lo que hacemos en la escuela, lo que sabemos las niñas y cómo nos portamos. Preguntará, observará, decidirá. Tendremos que ser buenas, tendremos que ser silenciosas, tendremos que ser obedientes, tendremos que ser otras niñas, porque si somos las que somos nos suspenderá y a la maestra también. Esto solo lo pienso, no se lo digo a nadie. No quiero escribir cien veces: eso no se dice. Porque la maestra no me manda al rincón por lo de mi brazo derecho, pero me duele el izquierdo de repetir frases tontas cientos de veces. Si este es el método intuitivo y analítico sintético del nuevo Catón, no me gusta nada.

La inspectora que ha venido no es una mujer, es un señor con bigote. Si hubiese venido disfrazado de militar, habría pensado que era el de la fotografía: es clavadito. Trae una cartera muy grande y un traje tan pequeño que parece que va de pesca. En la manga de la chaqueta lleva una cinta negra y su corbata también es negra. Seguro que se le ha muerto algún familiar.

En mi pueblo, cuando se muere alguien, los hombres llevan el luto en la manga y en la corbata. Las mujeres en todo: vestido negro, chaqueta negra, combinación negra, zapatos negros, medias negras, calcetines negros, velo negro, pena negra. Todo es negro menos las bragas y el sujetador, que no se ven. Bueno, el moquero puede ser de florecitas en blanco y negro.

Si en el pueblo del inspector hacen lo mismo que en el mío, seguro que al inspector se le ha muerto alguien. Además, está serio, muy serio.

Es alto y da un poco de miedo porque mira desde arriba, como amenazando. Lleva una regla en la mano, que agita cuando habla, como mi abuelo hace con el bastón y la badila, cuando quiere y le da la gana.

La maestra nos ha dicho que aunque esté el inspector tenemos que hacer lo de todos los días, menos meter bulla, claro. Lo primero es santiguarnos.

Por la señal...

—¡Esa niña! —grita el inspector—, ¿qué hace esa niña?

Los gritos del inspector nos asustan pero nadie se atreve a hablar, a moverse. El rezo se ha detenido en Por la señal, ni siquiera hemos dicho de la Santa Cruz.

No sabemos qué pasa, a qué niña se refiere. Él sí, él sabe que la niña soy yo. Yo también lo sé porque me está mirando fijamente. No puedo moverme, mis pies no quieren despegarse del suelo. Estoy petrificada. ¿Por qué me mira así el inspector? ¿Qué hice mal para que me grite así?

Las otras niñas tampoco se mueven, pero no dejan de mirarme. La maestra y el inspector se acercan a mí. Él me pide que extienda la mano izquierda y, ¡zas!, me da un reglazo que sabe a rosquillas. ¿Por qué me pega este señor con bigote? No lloro, aguanto las lágrimas y sigo de pie, firme, con los brazos caídos.

—¿Cómo se llama esta niña?

—Alicia —dice la maestra—, señor inspector. Es más pequeña que sus compañeras. Está aquí con un permiso especial del Ayuntamiento. ¿Quiere que se lo muestre?

—Deje, deje, no hace falta. ¿Por qué no sabe persignarse?

—Sí que sabe, pero...

—No hay peros que valgan, ¿sabe o no sabe?

La maestra no contesta y yo estoy temblando.

—Vamos a ver, Alicia, te llamas Alicia ¿no?

Asiento con la cabeza. Estoy muy asustada. Me rilan las piernas pero sigo con la cabeza bien alta.

—Veamos si sabes persignarte.

¿Qué será eso de persignarte? Nunca había oído decir esa palabra.

—Vamos, Alicia —dice la maestra— te tienes que santiguar. Haz lo que dice el señor inspector.

Eso sí: sé lo que es santiguarse. Entonces, ¿persignarse debe de ser lo mismo que santiguarse y lo mismo que hacer la señal de la Cruz? ¡Cuántos nombres para algo tan sencillo! Comienzo a persignarme y nada más comenzar, el inspector me da un manotazo y dice:

—Con el brazo derecho, la señal de la Cruz se hace con el brazo derecho bien extendido.

—Pero es que esta niña...

—No la justifique, maestra, esta niña tiene que hacer la señal de la Cruz lo mismo que las demás. Vamos a ver, Alicia, levanta tu mano derecha.

Yo quiero levantarla, pero ella no quiere. Solo sube hasta la mitad del recorrido. Por eso, para conseguir hacer la señal de la Cruz tengo que bajar la cabeza.

—¡No! ¡No! ¡No! ¡No! —grita el inspector mientras agita su furia de madera en el aire.

—No puede, inspector, Alicia tiene un defecto en el brazo derecho y por eso no puede subirlo más. Ella lo hace todo con el brazo izquierdo.

—Mal asunto ese, mal asunto. A ver, Alicia, levanta los dos brazos hasta donde puedas.

Mi brazo izquierdo, que es muy obediente, se levanta hasta arriba del todo, pero el derecho solo hace la mitad del recorrido.

—Ya veo, ya. Además, tiene un brazo más corto que otro ¿no? Mal asunto, mal asunto. Vamos a ver, Alicia, ¿tú qué quieres ser de mayor?

—Servidora quiere ser maestra, señor inspector —digo muy contenta porque eso me lo sé— y escritora, también quiero ser escritora.

—¡Vaya! Pues me temo que con un brazo inválido, no podrás ser maestra.

Siento un dolor muy fuerte en el pecho. Me duele más que un reglazo. Dos lágrimas desobedientes se escapan de mis ojos y unas gotas indiscretas intentan abandonar mi nariz. Pero sigo erguida, haciendo esfuerzos por no llorar.

Saco el pañuelo del bolsillo y me limpio los mocos y las lágrimas. Mientras, el inspector y la maestra vuelven a subir a la tarima.

—Veamos cómo leen estas niñas. Tú misma, Alicia, lee algo de la cartilla. Lo que quieras. Demuestra que al menos eso lo sabes hacer bien.

Aconsejamos, pues, a los señores Profesores que enseñen a pronunciar directamente las sílabas, sin deletrear, sin decir ne, a, na, le, u, lu, se, o, so...

—¡Basta! Pero qué dices, criatura. Que leas, te he dicho que leas, no que digas lo que te venga en gana.

—Estoy leyendo, señor inspector.

—¿Cómo que estás leyendo?

La señora maestra indica al inspector que estoy leyendo en la página tres del libro, el tercer párrafo de la advertencia.

—Bien, bien, veamos —dice el inspector— lee ahora en la página sesenta y cuatro del Catón.

El salto de la cuerda. Adela es una niña aplicada. Va con gusto al colegio porque allí aprende y se educa.

El inspector no dice nada más en voz alta. Murmura algo con la maestra. Luego sigue preguntando a otras niñas, reprendiendo a unas y asustando a otras. De su boca no salen alabanzas. Yo estoy triste, muy triste.

Durante todo el día, mañana y tarde, está el inspector en nuestra escuela. Viendo lo que hacemos y cómo lo hacemos. Preguntando, dando órdenes, repartiendo reglazos, bofetones, protestas y gritos.

Antes de marcharse nos pregunta por un acontecimiento, muy importante, que tuvo lugar en Barcelona el año anterior. Todas las niñas de la escuela contestamos a la vez, sin levantar la mano ni nada:

—El Congreso Eucarístico de Barcelona.

Claro, cómo no vamos a saberlo, si el cura nos habló del Congreso todos los domingos anteriores y posteriores. Incluso puso, en la torre de la iglesia, la bandera papal, que es amarilla y blanca. En la parte blanca hay unas llaves cruzadas y una corona. El inspector ha hecho un amago de sonrisa y la maestra también.

—Bien está lo que bien acaba —dice el inspector—. Hemos terminado.

Sigo creyendo que al inspector se le ha muerto alguien y eso hace que esté de tan mal humor. Por eso, antes de que se marche, me acerco a él y digo:

—Lo acompaño en el sentimiento —como se dice en los entierros—. Lamento que esté de luto.

—Lástima que tengas ese defecto en el brazo —dice el inspector—, podrías llegar a ser una buena maestra. Ya he visto cómo lees, cómo escribes y cómo ayudas a tus compañeras. Sigue así, tal vez un día...

Puede que el inspector no sea tan malo, después de todo. Ese tal vez un día me ha dado una esperanza. A lo mejor ha querido decir que tal vez un día pueda ser maestra a pesar de mi brazo derecho. ¡Ojalá!

Cuando se marcha el inspector, la maestra dice que nos hemos portado muy bien, que se ha ido muy contento. Luego viene a mi mesa.

—Alicia, tienes que escribir y santiguarte con la derecha.

Lo intento, pero es imposible; me rila el brazo y solo escribo borrajetas.

Tras varios días de intentos, sufrimiento y tristeza, me levanta el castigo y decide que puedo volver a escribir con la izquierda. Eso sí, he aprendido a santiguarme con la mano derecha: bajando la cabeza hasta el pecho. La maestra y el cura están de acuerdo en que eso es mejor que hacerlo con la izquierda. El cura dice que la izquierda es una mano impura. No comprendo por qué, mi padre dice que debe de ser una broma del cura.

Todos los días, al llegar a casa, después de rezar hago los deberes. Son muy fáciles. Me queda tiempo para leer, jugar y subir a mi escondite para hacer lo que quiero sin que nadie me vea.

Me gusta mirarme al espejo desnuda (cuando hace calor, claro) para comprobar si me crecen las tetas (perdón, los pechos) y me sale pelo (como a mi hermana) donde ahora no lo tengo. Pero nada, ni lo uno ni lo otro. También me gusta disfrazarme, ponerme zapatos de tacón, hablar con las muñecas como si fuesen niñas que van a la escuela (yo, claro, soy su maestra) y leer las novelas que le quito a mi madre. Son de amor y todas las escribe Corín Tellado. Bueno, eso era antes, pero un día me pilló mi madre y ahora las esconde tan bien que no las encuentro.

Mi padre, cuando viene del trabajo, me pregunta por la escuela, me toma las lecciones y me explica lo que no entiendo. Le he contado lo que me ha dicho el inspector. Él me anima y dice:

—Tiempo al tiempo. No te preocupes, Pitusina, quién sabe lo que pasará de aquí a que tú puedas ser maestra. Tú aprovecha el tiempo, aprende todo lo que puedas. El saber no ocupa lugar. Anda, dame un beso, que cuantos más das más tienes.

Ya no soy la niña más pequeña de la clase, este año han entrado niñas más pequeñas que yo, pero sigo siendo la que lee mejor. Las cuentas no se me dan mal, aunque a veces confundo el cuatro y el cinco y no sé por qué. Tengo que tener mucho cuidado. Ya sé sumar y restar. Me gustaría aprender a multiplicar y a dividir, pero doña Elena dice que es muy pronto para eso.

Todos los días copio en el cuaderno la frase que doña Elena pone en la pizarra, hago las tareas, leo, ayudo a leer y dibujo. Son tareas tan fáciles que me sobra el tiempo. Cuando termino, riego las plantas, ordeno los armarios y me sigo aburriendo. Dibujo y escribo, escribo y dibujo, pero sigo muy aburrida. Miro por la ventana, invento historias, pienso y pienso y me aburro más.

En el recreo jugamos a la comba y cantamos las canciones que están en la página sesenta y cuatro del Catón: Soy la reina de los mares, señores lo van a ver, tiro mi pañuelo al suelo y lo vuelvo a recoger. En esta canción hay que tirar al suelo un pañuelo y recogerlo, es muy difícil. El cocherito, leré, me dijo anoche, leré, que si quería, leré, montar en coche, leré. Y yo le dije, leré, con gran salero, leré, no quiero coche, leré, que me mareo, leré. Aquí hay que agacharse cuando se dice leré, porque, en ese momento, las niñas que están dando a la comba, dan una vez por encima de tu cabeza y si no te agachas te dan un buen cuerdazo. Sabemos otras canciones de comba que no vienen en el Catón, y las cantamos, claro.

Además, jugamos a otros juegos: al truque, a los cromos, a las tabas y a los que inventamos nosotras. En invierno, como hace mucho frío, jugamos a correr para calentarnos. Cuando nieva, jugamos a las guerras de bolazos. A los chicos les gusta contarnos historias de miedo; yo creo que lo hacen para que nos arrejuntemos con ellos; tienen las manos muy largas y son unos tocones.

El tiempo pasa muy rápidamente; en casa, en la escuela, en la iglesia, en el campo, en la cantera. En mi cabeza no pasa el tiempo, pasan los pensamientos, las sensaciones y las ganas de aprenderlo todo, de saberlo todo, de comprenderlo todo.

El verano es el tiempo que más me gusta. Como no hay escuela puedo hacer lo que quiera. Y lo que quiero es jugar a las escuelas con mis amigas. A ellas les gusta más jugar a otras cosas. Pero, como tenemos mucho tiempo, podemos jugar a todo lo que queramos. En verano y en invierno lo que más me gusta es leer.

A Sergio también le chifla leer. Sigue viniendo al pueblo los veranos. Me gusta mucho verlo. Es guapo y simpático. Me da pena que sea mayor que yo, va con chicos mayores y a los mayores no les gusta ir con nosotras: dicen que mis amigas y yo somos pequeñas para ellos. Él habla conmigo y con mis amigas. Su padre ha sido amigo del mío, pero no viene nunca al pueblo. Su madre y sus abuelos, sí.

Este año Sergio no se ha quedado mucho tiempo. He hablado con él dos o tres veces. Además, he cogido unas fiebres que me han metido en la cama quince días. Su madre ha venido a verme y me ha traído un libro de su parte. Se titula Las habitaciones de atrás, cuenta la vida de Ana Frank, una niña que tuvo que esconderse en un desván con su familia. Me lo he leído a toda velocidad. He llorado mucho leyéndolo. A veces quería dejar de leer porque me daba mucha pena. Pero al mismo tiempo quería seguir leyendo, no pude dejar de leer hasta el final.

Al comenzar el nuevo curso le he dicho a mi padre que me aburro mucho en la escuela. Dice que se me habrá quedado pequeña, como los vestidos: mi madre les ha tenido que sacar todo lo que está metido en el bajo, pero aún con eso me están pequeños. Cada vez que estoy enferma doy un estirón y mi madre ya no sabe qué hacer conmigo. Los vestidos de mi hermana también me están pequeños, yo soy más alta que ella. Dice que me parezco a una tía suya que era muy altiricona. Mi padre dice que me parezco a su hermana, que es muy alta.

Hoy ha sido un día especial. Como todos los días, termino pronto las tareas. La maestra me llama a su mesa, me da una llave y dice:

—Toma, Alicia, ¿sabes dónde vivo, no? Pues ve a mi casa, a cuidar a mi niño pequeño. Cuando llegue mi marido, tú te vuelves a la escuela: ¿qué te parece?

—Me parece muy bien. A mí me gustan mucho los niños pequeños.

—Cuando entres en casa, cierra la puerta por dentro. El niño está en la cuna. No hace falte que lo saques. Cerca de la cuna hay un vaso con miel. Si llora, mojas el chupete y se lo das; luego meces la cuna un poco para que se vuelva a dormir. Además, he dejado allí varios cuentos, los puedes leer mientras tanto.

—¿Puedo irme ya?

—Sí, cuando quieras.

Salgo corriendo de la escuela, estoy deseando abrir la casa de la maestra para ver a su hijo y, por supuesto, los cuentos que hay sobre la mesa. Eso sí que va a ser divertido. Ojalá que la maestra me ponga esta tarea todos los días.

El hijo de la maestra está despierto, me mira, sonríe y dice:

—Ma ma ma ma.

¿Pensará que soy su madre? Este niño está mal de la vista. A ver qué cuentos hay aquí: El Guerrero del antifaz, Sissí, Cuentos de Calleja, ¡qué bien! Los voy a leer todos. Y ahora... ¿por qué llora? Claro, habrá descubierto que no soy su madre. Tengo que darle el chupete mojado en miel.

—Toma, mira, mira qué rico está el chupete.

—Ma ma ma ma.

—No, yo no soy tu mamá, pero mira qué chupete más rico ¿lo quieres?

Mirando al niño de la maestra, pienso en lo que hablamos Mari Tere y yo el otro día, en su casa, jugando debajo de la mesa camilla.

—Los niños nacen por el botón de la tripa —dijo Mari Tere— que está justo ahí para eso.

—A mí me parece imposible, porque en el botón de la tripa no hay agujero.

Las dos nos levantamos las faldas y vimos que era verdad: el botón de la tripa no tiene agujero.

—Yo creo que los niños tienen que salir por algún agujero. O sea, tienen que salir por donde hacemos pipí o por donde hacemos popó.

—Esos agujeros son muy pequeños y están lejos de la tripa que es donde viven los niños hasta que nacen.

—Además... ¿cómo pueden vivir ahí dentro, sin respirar?

—Respirarán cuando respira su madre ¿no?

—Puede ser, porque cuando yo era muy pequeña, mi madre se ponía las inyecciones y me hacían efecto a mí.

—¿De verdad? ¡Qué suerte! Con lo que duelen las inyecciones.

—Antes de salir tienen que entrar. ¿Cómo entran? ¿Cómo se meten los niños en la tripa de sus madres?

Las dos pensamos que ese misterio sí que es misterioso. Las dos pensamos que eso de la cigüeña es una tontería, un invento para engañarnos, pero claro, a nosotras ya no nos pueden engañar.

—Los niños no vienen de París, no los trae la cigüeña en el pico, están dentro de la barriga de sus madres, eso está claro. Pero... ¿cómo entran ahí?

—Ese no es ningún misterio, Alicia, los padres tienen niños pequeños dentro de la pilila, y se los meten a las madres cuando hacen cuchi-cuchi. Luego, las madres los cuidan y cuando están grandes nacen por el botón de la tripa.

—No sé, no sé... no lo tengo tan claro. Ya hemos visto que en el botón de la tripa no hay agujero.

—A lo mejor nosotras no tenemos agujero, pero las madres sí.

Mari Tere lo tiene claro, pero también dice que los Reyes Magos son los padres y yo sé que existen de verdad. No sé si creerla.

El niño de la maestra me sigue mirando. Lo imagino saliendo por el botón de la tripa, por el culo o por la raja y las tres posibilidades me parecen repugnantes. A él no parece importarle, me mira sonriendo mientras chupa el chupete untado en miel y, poco a poco, se va quedando dormido. Por fin puedo leer un rato.

Pero... ¿qué son esos ruidos? Alguien ha entrado en la casa. Se me olvidó cerrarla como dijo la maestra. ¿Quién será? Yo me escondo aquí, detrás de la cuna.

—¡Elena! ¿Estás en casa? La puerta estaba abierta y...

Es el marido de la maestra.

—Hola, buenos días. Soy Alicia. La maestra me ha puesto la tarea de cuidar al niño y... olvidé cerrar la puerta.

—Menos mal porque a mí se me ha olvidado la llave en la tienda.

—Bueno, entonces me voy. ¿Le dejo a usted la llave?

—No, llévasela a Elena. Pero... ¿ya te vas? ¿No quieres un caramelo?

—No, gracias, tengo que marcharme. Doña Elena me dijo que volviese a la escuela cuando llegase usted.

Esto de cuidar al hijo de la maestra es más divertido que estar en la escuela sin hacer nada. Pero no se lo puedo decir a mis padres; si se lo dijese no me dejarían, seguro. Ellos quieren que aprenda ¿no? Pues aquí aprendo a cuidar a un niño pequeño, que no lo puedo aprender ni en la escuela ni en casa.

Alicia en el país de la alegría

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