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PRÓLOGO J. R. Barat

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Acabo de terminar la lectura de Alicia en el país de la alegría, la primera novela de la escritora Nieves Álvarez. Cierro el libro y me quedo en silencio, saboreando la historia como quien saborea un licor agridulce. Encontrados sentimientos me conmueven. De la mano de Alicia, su protagonista, he viajado al corazón de la España franquista, esa España pobre y hambrienta, negra y ramplona, que parece acecharnos eternamente y de la que no sabemos cómo escapar. Y es que los fantasmas de nuestra memoria histórica nos siguen persiguiendo después de tantos años.

Esta novela, al contrario que otras muchas que se han escrito sobre el mismo tema, no es una denuncia, ni una crítica, ni un martillazo sobre nuestras conciencias. En ella no se habla de vencedores y vencidos. No se explora sobre las causas de la guerra, ni se recuerda a los miles de muertos anónimos en fosas anónimas, ni se rememoran los odios cainitas mal cicatrizados, ni la denigrante posguerra con su lepra de hambre y humillación... El relato de Nieves Álvarez se vertebra en torno a los recuerdos de una niña para quien la vida, a pesar de lo sórdido de la época en que transcurre su infancia, es un jardín lleno de luz y de misterios. Con una gran habilidad, la autora construye un espacio lírico en el que la memoria fluye como un caudal narrativo que arrastra anécdotas, peripecias y vivencias de unos personajes zarandeados por el destino y su inclemente ventisca.

En efecto, la novela es un retrato de época. A principios de los años cincuenta, los muertos todavía no descansan en paz. La sombra de la guerra es demasiado alargada. Los que no cayeron, por su parte, intentan sobrevivir en un escenario de fanatismo, censura y miedo. Demasiado miedo. La pluma de la autora dibuja con suma maestría los caracteres de una España desolada, constreñida por la intolerancia religiosa, la represión política, las supersticiones y la incultura general.

Alicia es una niña sencilla, que pertenece a una familia sencilla y vive en un pueblo sencillo de la provincia de Ávila. Su alegría natural corre paralela a su inocencia. No entiende la mayoría de las cosas que suceden a su alrededor y, aunque pregunta y pregunta, porque es rebelde e indómita, siempre recibe la misma respuesta: “Cuando seas mayor ya lo comprenderás todo”. Inconformista, Alicia no acepta su papel de personaje secundario. Quiere aprender. Necesita saber. Su afán por el conocimiento es inagotable. El mundo de los adultos se le aparece como un mundo de ocultaciones y secretos, donde suceden cosas inexplicables –sexo, amores, envidias, celos...–. El candor con el que Alicia se enfrenta a una realidad impermeable regida por instintos primarios y pasiones elementales despierta en nosotros una ternura infinita. Nos hace sonreír y, al mismo tiempo, experimentar una profunda tristeza.

Por las páginas de la novela desfila un mosaico de personajes inolvidables: el sargento de la Guardia Civil, el maestro nacional, el cura que oficia la misa en latín, de espaldas al pueblo, la cofradía de las Hijas de María, el cacique, el pederasta, la marquesa, la loca... Tíos, abuelos, primos, vecinos... Estos personajes viven en un pueblo en el que las relaciones humanas son difíciles porqueseguimos caminando por entre los cascotes, los escombros y los rescoldos de un incendio que ha arrasado el país. La existencia transcurre en una rutina feroz, solo alterada por las solemnidades que marca a toque de campana el calendario católico. En efecto, las estaciones se suceden monótonamente. Todo está regulado por la costumbre: noviazgos, fiestas y trabajo. El hornazo en la romería. La copa de aguardiente en la taberna. El cine los domingos por la tarde en el salón del pueblo. Los primeros televisores. Los toros. El amor.

Nieves Álvarez realiza un ejercicio literario de recreación histórica a partir de sus propias experiencias vitales. Llegados a este punto, sospecho que la novela es, de algún modo, una confesión. O si se prefiere, un testamento. En cualquier caso, como asegura Paul Auster en una de las citas con las que se abre el libro: “escribir no es una cuestión de libre albedrío, sino un acto de supervivencia”. Y ahí reside, a mi parecer, el espíritu creador que anima a la autora. Recordar es una forma de volver a vivir. Desde este punto de vista, la novela se convierte, en definitiva, en una celebración. En un canto al paraíso perdido de la infancia.

“Yo nací muerta y estuvieron a punto de encerrarme en una caja de mazapanes”. Así da comienzo la historia de Alicia. Con el nacimiento. Como tantas novelas escritas en forma de autobiografía. A partir de ese momento inaugural –de ese bautizo literario–, comenzamos a caminar por los vericuetos de la niñez. Pronto se nos sitúa en el tiempo y el espacio narrativos. Un pueblo pequeño de la provincia de Ávila. Ambiente rural. Pobreza. 1950. La guerra está todavía muy reciente. La familia es un oasis de paz en medio de la mezquindad reinante.

Uno de los logros de la novela radica en el magnífico perfil humano de los personajes. En su estupenda caracterización. El padre trabaja como cantero y regenta un bar. Hombre sencillo y bondadoso, que estuvo preso nueve años por motivos políticos. Poco aficionado a las cosas de la iglesia, pero de una robustez moral incuestionable. No se nos dice claramente y, sin embargo, pronto atisbamos en él un compromiso con la justicia, la igualdad y el reparto de la riqueza, lo que supone un peligro para el régimen de Franco. La madre es conservadora y muy religiosa. Ella no entiende de política, ni de luchas de clases. Lo suyo es la familia. El amor que profesa a su marido y a sus hijos es absoluto. Representa a la perfección el papel que desempeñaban las mujeres en esta época: abnegación, sumisión y recato. Así pues, el padre y la madre simbolizan dos maneras opuestas de estar en el mundo. Con todo, hay un vínculo que une de forma indestructible esas dos realidades: el amor. Valga esta comunión conyugal como metáfora política para la situación social de la España de la dictadura.

La sociedad impone unas normas de conducta. La misa, el luto, los rezos... Nadie puede escapar al control del poder establecido. “¡En pie todo el mundo! –grita el sargento– y con el brazo en alto”. Está sonando el himno nacional. La España fascista sigue imperando. En los rostros y en los corazones de todos los habitantes anida el miedo. Un miedo irracional que explotan muy bien los caciques como el Churli, de cuyo arbitrio dependen el trabajo, la atención médica y el bienestar. Miedo. Abnegación. Resignación cristiana. El pecado mortal acechando siempre detrás de la esquina como una maldición.

Gracias a Alicia conocemos cómo eran los entresijos de esta sociedad española de los años cincuenta. Página a página, vamos desgranando los hábitos, como quien deshoja una flor. Compartimos con la protagonista la experiencia casi mística de tomar la primera comunión. Con las mujeres del pueblo rezamos a todas horas, letanías, rosarios, penitencias. La presencia de la religión en la vida diaria llega a resultarnos asfixiante. Recreamos los juegos infantiles (comba, taba, marro...). Evocamos el amor por los cuentos y tebeos que se descambiaban en el quiosco. Evocamos la costumbre pueblerina de regalar presentes al maestro (patatas, capones, huevos, chorizos...). Sufrimos con el tontito del pueblo. Revivimos las supersticiones. Asistimos a las bodas. Lloramos en los entierros.

Estamos ante una novela escrita con alegría. Con una prosa fluida y rica. Sin grandes alardes estilísticos, pero con una solvencia narrativa intachable. La España en blanco y negro de los años cincuenta y sesenta se nos muestran a través de los ojos de una niña traviesa que pregunta y reflexiona constantemente, y que nos conmueve con sus observaciones inteligentes y sus agudos pensamientos. El ritmo del discurso es ágil, salpicado de graciosas ocurrencias, de pinceladas costumbristas, de una discreta pero eficaz psicología de personajes. Los diálogos se suceden rápidos y certeros, con una frescura admirable.

En definitiva, Alicia en el país de la alegría es una novela con muchísimos méritos. Una novela a la altura de las que nos regalaron otras grandes escritoras sobre la misma temática (Carmen Martín Gaite, Ana María Matute, Almudena Grandes, Josefina Aldecoa, Carmen Laforet...). Quien se asome a sus páginas no se sentirá defraudado en ningún momento. Más bien al contrario. Hallará en ellas un laberinto de emociones y de experiencias humanas que son, que fueron o que pudieron ser las nuestras, o las de nuestros compañeros de viaje en la aventura de sobrevivir al franquismo. Nadie quedará al margen de esta historia. Todos formamos parte de ella en mayor o menor grado. Y ese es, ni más ni menos, el legado que nos dejan las grandes obras de la literatura universal.

Diciembre de 2018

Alicia en el país de la alegría

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