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A LA HORA DE COMER

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En mi casa nunca sabemos cuántos seremos a la mesa a la hora de comer. Mi madre, por si las moscas, siempre echa al puchero un puñado más de lentejas, garbanzos, pipos, arroz o cualquier comida que piense poner al fuego para el primer plato. De segundo (somos muy afortunados, porque tenemos todos los días un segundo, lo que no sucede en todas las casas de mi pueblo) suele poner albóndigas, croquetas, empanadillas, tortilla; pescado o pollo solo los domingos. No siempre alcanza para todas las personas que nos sentamos a la mesa, pero mi madre lo arregla con un huevo, un trozo de chorizo, unas patatas fritas. El postre, casi siempre, es fruta: naranja, manzana, sandía, melón. Los días especiales hay natillas, flan, leche frita o bizcochos de soletilla con nata y confites muy pequeños, por encima. A mí, el postre que más me gusta es el flan con mucho caramelo. Además, cuando mi madre hace flan, también hace un caramelo para mí. Ese caramelo es el más rico de todos los caramelos ricos que he comido nunca.

Si no sabemos cuántos vamos a ser para comer, no es por culpa de nuestra familia. Nosotros somos cinco: mi padre, mi madre, mi hermano, mi hermana y yo. Aunque, claro, a veces ni mi padre ni mi hermano comen en casa. Mi hermano porque estudia en Ávila y se lleva la comida, y mi padre porque esté trabajando en la cantera grande o en el Canto del Bollo, que están lejos del pueblo, o cuando va a otro pueblo y, entonces, no puede venir a comer, ni a cenar, ni a dormir, ni a desayunar. Pero eso mi madre lo sabe todos los días por las noches, antes de expurgar las lentejas, los garbanzos o los pipos para ponerlos a remojo.

Además, aunque mi padre no venga a comer, si está en nuestro pueblo le llevamos la comida. Suelen ir mi hermana o mi madre, pero a veces vamos las tres. A mí me gusta mucho ir a la cantera y que comamos los cuatro allí, a mi padre también. Mi madre tiene tres cestas de mimbre para eso: una con la comida, que la lleva ella; otra con el hule, los platos, los vasos y los cubiertos, que la lleva mi hermana; y una cesta pequeñita con el postre (casi siempre fruta), que la llevo yo. También llevamos un botijo con agua fresquita. Al llegar, mi madre extiende el hule sobre el suelo o encima de alguna piedra que hace de mesa. Luego comemos y reímos, sobre todo si no hace mucho frío o mucho calor.

Normalmente, mi madre no sabe cuántos seremos a la hora de comer por culpa de mi vecina. Ella tiene muchos hijos, tantos que algunos días se olvida de dar de comer a uno, a dos o a tres. Cuando los niños van a su casa y no hay qué comer, vienen a la mía para ver si pueden comer con nosotros. Y claro, mi madre siempre dice que sí. Chispita viene todos los días a comer a nuestra casa. Yo creo que es porque le gusta más la comida que hace mi madre, que la que hace la suya.

Mi vecina tiene un hijo cada año. Por eso, siempre tiene leche para darles de mamar y para mi dolor de oídos. Es que a mí me duelen mucho los oídos y cuando me duelen, mi madre dice:

—Alicia, ve a casa de la vecina y pídele, por favor, que te dé un dedal de leche.

Siempre que voy a casa de la vecina, ella está dando de mamar a algún niño. A veces a dos: al pequeño y al segundo más pequeño. Cuando me ve con el dedal, dice:

—¿Otra vez con dolor de oídos? Pobre Alicia, el dolor de oídos es peor que el dolor de parto —y ella debe de saberlo muy bien—; toma, aquí tienes.

Me voy a casa rápidamente, con mucho cuidado para que no se caiga por el camino ni se enfríe. La leche sale caliente de las tetas de mi vecina y para el dolor de oídos es muy buena la leche caliente.

Cuando llego a casa, me arrodillo junto a mi madre y coloco la cabeza sobre sus rodillas. Ella, con mucho cuidado, va echando la leche –gota a gota– dentro del oído que me duele. Su calorcito me consuela y después de unos minutos, casi siempre, me deja de doler.

Algunas veces, cuando mi vecina no tiene leche o no está en casa, mi madre corta un poco de tocino y me lo pone en el oído que me duele. Dice que es para que se calme el gusano culpable del dolor de oídos. A mí me da mucho asco y mucho miedo pensar que tengo gusanos en el oído y que les gusta la leche y el tocino. Sería terrible que un día quisieran comerme a mí.

El marido de mi vecina no vive en el pueblo, no puede vivir en mi pueblo porque trabaja en Alemania y Alemania está muy, pero que muy lejos. Hace muchos años que está allí. Todos los meses, mi vecina recibe un giro postal con dinero para que su familia pueda pasar el mes. La vecina se queja: su marido cada año envía menos dinero y la familia aumenta.

El Alemán (este es su mote porque fue el primero de mi pueblo que emigró a Alemania) viene todos los veranos y trae cosas que no se conocen aquí. El primer año un coche muy grande. El año pasado un reloj fosforescente en el que se puede ver la hora, aunque la habitación esté a oscuras. Este año un bolígrafo de cristal que tiene dentro una mujer rubia. Debe de ser muy guapa porque todos los hombres le piden al Alemán que les enseñe el bolígrafo y cuando lo miran se ríen y dicen cosas picantes. Mi madre, cuando el Alemán viene al bar con su bolígrafo, me dice que suba arriba, no quiere que escuche esas groserías.

Hoy le he dicho a mi madre que me duele mucho un oído. Ella me ha enviado a casa de la vecina a por un dedal de leche. Mi vecina no está en el portal, pero debe de haber alguien en la habitación viendo el bolígrafo con el Alemán. Lo sé porque escucho palabras verdes. También escucho a mi vecina que dice: más, más, más. ¡Madre mía! Mi vecina quiere que le enseñe más el bolígrafo.

Pero... qué raro, si el bolígrafo está aquí... encima del pantalón del Alemán. Miro a todas partes. No veo a nadie. Me acerco, cojo el bolígrafo, lo meto en mi bolsillo, vuelvo a mirar y sigo sin ver a nadie. En la habitación se escuchan gritos: sí, sí, ya, ya. Por si acaso, salgo corriendo.

—La vecina no está —le digo a mi madre— pero se me ha quitado el dolor de oído.

— Qué cosa más rara. ¿Y cómo se te ha quitado?

—De golpe.

—No sé yo, ¿me estás diciendo la verdad?

Lo sé, sé que parece raro y, como dice mi hermana, en este mes si lo parece, lo es. La verdad es que cuando le dije a mi madre que tenía dolor de oídos, estaba mintiendo, pero quería ir a casa de la vecina para hablar con el Alemán. Un día me contó que en Alemania las niñas van a la escuela a las siete, comen muy pronto, en el colegio (pero no un vaso de leche en polvo y una porción de queso amarillo, como en la escuela de aquí, sino una comida de verdad), y que por la tarde no tienen escuela.

—Alicia, que te estoy hablando, ¿estás en Las Batuecas o qué te pasa?

—No, mami, es que no sé qué decir.

—La verdad, hija, dime la verdad. Quien dice la verdad, ni peca ni miente. ¿Por qué has dicho que te dolían los oídos, cuando no te dolían?

—Es que, yo, no sé. No sé por qué lo he dicho.

—Pero hija, ¿no te das cuenta de que soy tu madre y no me puedes engañar?

—Quería ir a casa de la vecina porque, cuando voy, el Alemán me cuenta cosas de Alemania.

—Pues a mí no me gusta nada que vayas a casa de la vecina cuando está el Alemán. Y menos aún que digas mentiras.

No. No puedo decirle a mi madre que acabo de robar el bolígrafo del Alemán. Eso sí que es un pecado y una mentira de las gordas. Tengo que ir a devolvérselo. Pero cuando intento salir de casa mi madre me pilla.

—Alicia, ven aquí. ¿Adónde crees que vas?

—A la puerta. Voy a la puerta.

—No, entra en casa. Está a punto de venir tu padre y vamos a comer enseguida.

—¿Puedo subir al desván?

—Sí, pero no lo revuelvas todo.

—No, mami, no voy a revolver nada.

—Bueno. Y en cuanto te llame bajas a comer.

Entro en el desván, cierro la puerta y saco el bolígrafo. Al mirarlo, me doy un susto: ¡madre mía!, ¡la mujer del bolígrafo está desnuda! ¿Qué habrá pasado? ¿Se habrá roto? A lo mejor es que el Alemán tiene dos bolígrafos: uno con la mujer vestida y otro con una mujer desnuda. Miro el bolígrafo, lo reviso, le doy la vuelta y ¡zas! Ahora la mujer ¡está vestida! Muevo el bolígrafo con mucho cuidado y descubro el secreto: si el bolígrafo tiene la punta hacia abajo, la mujer está vestida; pero si la punta está hacia arriba, la mujer está desnuda. Y si se da la vuelta muy despacio, se ve cómo la mujer se va desnudando o vistiendo.

Me he metido en un buen lío. Cuando el Alemán se dé cuenta, se va a poner hecho una furia. A lo mejor va a la Guardia Civil. Y si saben que lo tengo yo me meten en la cárcel.

No sé qué hacer, pero tengo que hacer algo. Mi madre me llama para comer. Escondo el bolígrafo en el fondo de mi caja de hojalata. Luego pensaré qué puedo hacer con él.

Hoy comemos ocho personas: nosotros cinco y tres hijos de la vecina y del Alemán. Chispita está muy parlanchina. Nada más sentarse a la mesa, dice:

—Menudo lío que hay en mi casa. Mi padre busca por todas partes algo que ha perdido y reparte guantazos a todo el que pilla por delante. Nos hemos venido aquí para que no nos toque ninguna torta en el reparto. Dice que como no lo encuentre nos la cargamos todos, empezando por mi madre que nos tiene muy mal educados.

—¿Qué ha perdido? —pregunta mi madre, mirándome a mí como echándome la culpa.

—No lo sé.

—Un bolígrafo —dice el hijo mayor de la vecina— pero nosotros no hemos visto ese bolígrafo.

—Dice mi padre que el bolígrafo vale más que todos nosotros juntos —afirma Chispita.

—Eso es una exageración —comenta mi padre— lo dice, pero no lo piensa. Pronto lo encontrará, no te preocupes.

Cuando terminamos de comer mi padre sube a echarse la siesta y yo subo con él.

—Mapa, tengo que contarte una cosa.

—Ya, Pitusina, creo que sé lo que me quieres contar.

—¿De verdad?

—Sí, hija, sí. He visto la cara que has puesto cuando los niños de la vecina nos han contado lo del bolígrafo. Por eso, adivino que eres tú la que ha cogido “prestado” el bolígrafo al vecino ¿a qué sí?

—Sí, no lo he robado, solo quería verlo. Pero escuché que el Alemán y la vecina estaban gritando en su habitación, me dio miedo y me vine a casa con el bolígrafo. Ahora no sé qué hacer.

—Sí, sí que lo sabes. Tienes que ir a devolverlo.

—Pero el Alemán se va a enfadar mucho conmigo.

—Puede ser, pero es a lo que te arriesgas cuando no haces lo que tienes que hacer. ¿Por qué has mentido a tu madre? ¿Para qué has cogido el bolígrafo?

—Yo, es que...

—Ya, tú has hecho una travesura y ahora tienes que arreglar el entuerto.

—Es que... el bolígrafo no es como parece.

—Lo sé, Alicia, lo sé. Pero tú tienes que devolverlo. Cuanto antes lo devuelvas mucho mejor.

Mi padre me da un beso y se mete en la cama para dormir la siesta. Yo entro en el desván, envuelvo el bolígrafo en un pañuelo y bajo las escaleras muy despacito. Mi madre también duerme la siesta, con la cara reposando sobre los brazos apoyados sobre la mesa. Mi hermana está en la cocina, lavando los cacharros. Mi hermano se ha ido a la era, a ayudar a mis tíos a trillar.

Salgo sin hacer ruido y entro en casa de la vecina. Pongo el bolígrafo sobre la mesa y llamo:

—¿Se puede?

—Sí, Alicia, ¿qué quieres?

—No quiero nada. He venido a devolver este bolígrafo, porque no es mío.

—¿Lo ves? —dice la vecina—, ¿te das cuenta?, no estaba aquí, tus hijos no lo habían cogido. Seguro que te lo dejaste en el bar y por eso lo trae Alicia.

—No, no se lo ha dejado en el bar. Yo vine antes y como no había nadie, cogí el bolígrafo para verlo, pero luego, como los escuché gritar, me asusté y salí corriendo con el bolígrafo. Se lo he contado a mi padre y él me ha dicho que se lo devuelva a usted, que le explique lo que ha pasado y le pida perdón. Si quiere darme un guantazo me lo puede dar. Me lo he ganado.

—¿Nos escuchaste gritar?

—Sí. Por eso me marché.

El Alemán y la vecina se miran y se echan a reír a carcajadas.

—¿Has oído? La hija de Juan dice que nos escuchó gritar.

—Sí, pobre Alicia ¿pensabas que el Alemán me estaba pegando o qué?

—Nada, no pensé nada. Pero me asusté y salí corriendo.

—Bien hecho.

—Bueno, aquí dejo el bolígrafo, que me tengo que ir a casa.

—Espera, Alicia, espera, no corras —dice el Alemán, seguro que ahora es cuando me va a dar un guantazo, pero no pienso escapar, lo tengo merecido—. ¿Has visto lo que hace el bolígrafo? ¿Quieres verlo? Te lo puedo enseñar.

Por lo visto no me va a dar un guantazo, pero yo no pienso contestar a sus preguntas. Por eso salgo corriendo, mientras ellos se ríen a carcajadas y yo no sé por qué. Llego a casa, subo arriba y me siento a pensar. No puedo comprender lo que ha pasado. El Alemán y mi vecina son muy extraños.

He contado a Mari Puri lo del bolígrafo. Ella, a cambio, me ha contado un secreto. Dice que su padre le ha dicho a su madre que el Alemán tiene otra mujer y cuatro hijos en Alemania. Debe de ser verdad, porque la Guardia Civil se entera de todo y el padre de Mari Puri es el Sargento de la Guardia Civil. Pero, de todas formas, he preguntado:

—¿Lo dices de verdad? ¿Cuántos hijos puede tener un hombre? Aquí tiene ocho y otro en camino y en Alemania cuatro más.

—Todos los que quiera. Las mujeres, como mucho, pueden tener un hijo al año, pero los hombres, si quieren, pueden tener cien o doscientos hijos al año, pero, claro, con mujeres diferentes.

—¡Hala! ¡Qué barbaridad!

A lo mejor, por eso, el Alemán cada vez envía menos dinero a su mujer de aquí. Tiene que alimentar también a su otra familia.

—Las mujeres en Alemania también trabajan —dice mi amiga—, pero no como aquí, que solo trabajan las maestras, las limpiadoras o las secretarias. Allí trabajan en los mismos trabajos que los hombres.

—¿De verdad? Eso sí que no me lo creo.

—Bueno, allá tú, pero te estoy diciendo la verdad.

Cuando volví al desván, estuve pensando en eso de que las mujeres en Alemania trabajan fuera de casa. Pero, entonces, ¿quién hace la comida?, ¿quién cuida a los niños?, ¿quién los lleva al médico? Se lo tengo que preguntar a mi padre o a Sergio. Seguro que ellos lo saben.

Hoy, en mi casa, somos cinco para comer. Mi madre sabe que vamos a ser cinco porque la vecina, el Alemán y sus hijos han ido a Ávila para pasar el día. Pero, cuando estamos a punto de comenzar a comer, entra Chispita y dice:

—Se han olvidado de mí.

—¿Se han olvidado de ti o te has quedado tú, aposta?

Chispita no contesta. Mi madre pone un plato más y listo. Hay lentejas con carne y tortilla de patata. La niña nos mira, mira su plato, se relame y sonríe. En nuestra casa es feliz. Chispita forma parte ya de nuestra elástica familia.

Alicia en el país de la alegría

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