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Marcela, mi mujer, la madre de mis hijos, me rescata una vez más de la angustia paralizante. Le cuento lo que le sucedió a mamá. Desayunamos envueltos en la incertidumbre. Los mates, como las palabras y los silencios, son la cronología de una mañana en la que empiezo a transitar el mundo de la orfandad. Un intenso malestar encoge todos los instantes y los reduce a una sensación aterradora. La sombra del dolor de mamá oscurece todo mi ser.

No podemos visitarla. La terapia intensiva es una distancia mayor sobre la distancia que ya impuso la pandemia. El coronavirus es un curso acelerado de conciencia de finitud y vulnerabilidad. Una nueva caída del paraíso de la omnipotencia.

Afuera, el sol naciente, la esperanza del inicio, como la vida de mamá cuando era joven y vital y cocinaba y trabajaba y nos íbamos todos de pesca. El pasado, visto a la luz de este presente, parece más bello. Añoro regresar a ese tiempo sin tiempo en el que no era consciente de la belleza que hoy se desvanece. Adentro, el dolor y las preguntas que no tienen respuestas: ¿Qué le pasó? ¿Saldrá de esto?

El sábado pasado estuve en su casa y la encontré muy desmejorada, como si se hubiese acelerado el proceso de su envejecimiento. Hay una curva descendente, violenta, una montaña rusa donde resulta imposible detener la decadencia. Cuando me fui no pude quitarme de la mente esa imagen de mamá, caricatura hecha por un Botero drogado y perverso. Me puse en contacto con mis hermanos. Apuramos turnos, masajes, placas, médico domiciliario, lo que fuera necesario para evitar lo que finalmente sucedió; los emisarios de la enfermedad resultaron más rápidos que nosotros.

Comienza la primavera, paradójicamente la estación de la vida. Voy hasta el fondo. Al abrigo del sol contemplo el naranjo en flor y el azul inmenso del cielo que se abre ante mis ojos como una invitación a sumergirme en las alturas. Me siento extraño, extranjero en mi hogar. Los zorzales son la música de fondo de una fiesta equivocada; la naturaleza también juega sus ironías, tal vez por tanto mal que le hicimos.

Mientras espero el parte médico me pongo maníaco. Voy y vengo. Recorro la casa. Me detengo ante la biblioteca. Saco un par de libros. Los distribuyo sobre la mesa. Busco señales, marcas, la memoria oculta de lo subrayado. Leo una frase, y otra, y otra. Nada me consuela. Me alejo. Ingreso en el consultorio. Me siento en la silla frente al escritorio. Abro la computadora y un documento de Word. Escribo: El mundo sin mamá… Camino por la playa de las teclas. Buceo en las aguas turbias de la desesperación. Me desdoblo. Mi yo es una ficción. Soy un personaje que intenta torcer el destino trágico en el que lo metieron. Desprendo frases, barquitos que se alejan llevando mi angustia lejos. Pero soy un puerto donde todo regresa. Mamá está en mi memoria, en mis intenciones, en mi plegaria enojada, en cada letra que suelto.

Salgo del consultorio. Regreso al fondo de la casa. Me siento en el borde de la pileta. Pienso. Lloro. Rezo. Le pido a Dios por la salud de mamá. Dios no me responde. Me levanto. Camino. Entro en la cocina. Tomo un café. Reviso y contesto mensajes. Busco el equilibrio emocional mientras avanzo por la cuerda floja del existir esperando el parte médico. Parte, maldita palabra. Parte. Partes. Estar aparte de todo. La espera son gotas que horadan el instante.

Transcurre la mañana sin novedades. Suspendo el consultorio. Les aviso a mis pacientes que por una cuestión personal hoy no atenderé. “Una cuestión personal”, nada más impreciso, pero qué decirles, ¿contarles que me siento muy mal, que estoy angustiado? ¿Los pacientes tienen que saber qué le pasa a la madre de su psicólogo? No lo sé, como no sé tantas cosas. Supongo que ni Freud ni Lacan hubiesen sabido qué decir. ¿Pero cómo hacer para seguir “normalmente” mientras mi mamá lucha por su vida?

Camino por la casa. Camino por mi mundo interior. Camino por este texto que escribo y que abandono mil veces. Escribo acorralado por la desdicha. Escribo para no reventar. ¿El arte me puede salvar? No me soporto ni en el afuera ni en el adentro. Pero el afuera es ciertamente peor, allí empieza a no estar mamá. En cambio, adentro, en mis divagaciones, en mis pensamientos, bullen los recuerdos, delirantes pero vivos. Y está mamá en su mejor versión. Mamá viva en los momentos vivos de mi vida, en la memoria que siempre será nuestra. Más de cincuenta años, ¿cómo resumirlos? ¿Cómo extraer de todo lo vivido la fuerza sanadora y suficiente para sacar a mamá de la terapia?

Diario de la impotencia, debería llamarse este escrito.

No hallo razones, ni Dios, ni otra vida para soltar a mamá y aceptar que la realidad es así, que la vejez, la enfermedad y la muerte, son caminos que conducen a la sabiduría. Cuánto pagaría por ser ignorante, o tener una fe ciega, o ser espiritual, desprendido, sabio. Pero soy apenas un ser humano con todas sus contradicciones; un hombre que vacila entre el adentro y el afuera, entre la luz y las tinieblas.

Condenado a la desesperación, recorro las horas del desamparo.

El mundo sin mamá

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