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6 de la mañana. Me despierta una pesadilla de la que no pude retener las imágenes pero sí una tremenda angustia. Hay veces que el inconsciente huye apurado, se lleva la película y nos deja la emoción en la puerta de la conciencia. Me levanto. Bajo las escaleras a oscuras, temeroso. Mientras preparo el desayuno se levanta mi mujer. Desayunamos juntos. Hablamos de mamá pero también de nosotros y de nuestros hijos, de la casa; me construye un pasamano para aferrarme a la vida, para no caer en la desesperación total.

Avanza la mañana y sólo sé que no sé nada de mamá. Atiendo algunos pacientes por videollamada; sus tormentos se unen al mío, son levadura que aumenta la masa de mi dolor.

Salgo a correr. Corro por las calles del barrio. Desde mis auriculares sale disparada la música de Los abuelos de la nada y aunque me canten que no me desespere, me desespero igual, corro y pienso en mamá, corro y sufro, corro y rezo, pido que resista, que salga, que vuelva a la vida con más vida. No quiero una mamá sufriente. Quiero que sea feliz, que frecuente la belleza, la risa, el amor. No digo que no tenga ningún dolor porque sería utópico pensar una vida humana sin alguna dolencia, sin molestias ni achaques, y menos después de los setenta y pico y con un largo historial clínico que incluye varias operaciones, un cuerpo y un psiquismo marcados por las fricciones del tiempo.

En la vida de muchos adultos mayores la extensa cuarentena por el covid-19 resultó una internación domiciliaria. Comprendo que hay que cuidar la salud, evitar el contagio, pero perder días cuando queda menos tiempo real, biológico, resulta una paradoja funesta. Seis meses sin salir a la calle y mamá terminó saliendo hacia una clínica. De un encierro a otro. Sé que ahora está monitoreada. Sé que no podía seguir así, que tampoco papá podía seguir así, cuidador, enfermero, conviviendo con los ay, ay, y con la suma de todo los miedos de mamá, rescatándola cada día del abismo de la depresión y del karma de lo no elaborado. Mamá venía durmiendo más que viviendo, o su vida era la de una soñante. ¿Tal vez dormida la vida le dolía menos?

La terapia intensiva guarda sus secretos, inaccesibles para los que estamos afuera. Dentro está mamá, desde hace tres días. Su estabilidad es “por ahora”, dice el parte médico, dejando la pausa de lo imprevisible, los límites de la ciencia. Dentro está mamá, ajena a las intervenciones que le practican. Ya sin el control de su vida. Y afuera estamos nosotros, expectantes, asomados a la ventana de lo incierto.

Escribo esta suerte de diario del desamparo. Pienso en mamá. Pienso en su vida. Inhalo y pienso. Retengo memoria. Exhalo frases huérfanas de sentidos.

Escribir sobre la enfermedad es quitarle poder.

El día se pone gris, cerrado, otoñal, triste; como si se proyectara mi estado interior. La belleza de estos días se burlaba de mi malestar. Son las dos de la tarde del viernes. Todo el fin de semana estará, según informa el servicio meteorológico, lluvioso y frío. Y está bien, tiene que ser así. Cuando una madre está internada, la pachamama tiene que estar desolada.

Escuela del dolor: No existe la unidad ni la armonía total, somos seres divididos, castrados, contradictorios. Solo en los momentos de felicidad hay un rayo de luz que lo ilumina todo, y en esa ráfaga lumínica, en ese instante de claridad, se accede a la belleza, se tiene la sensación de plenitud. Pero cuando llega algún dolor, propio o ajeno, se quiebra la alegría de existir, se esfuma la estabilidad, y todo se oscurece. Vivir, en definitiva, es transitar lo claroscuro, es comprender el ying y yang de la vida, es saber que en toda experiencia de luz hay un punto de oscuridad y en toda vivencia oscura hay un punto de luz, una ventanita de esperanza.

El mundo sin mamá

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