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Suena el despertador. Salimos de la protección de la cama para sumergimos en la insegura mañana. Desayunamos y en media hora estamos listos para salir. Mientras mi mujer saca el auto del garaje me demoro buscando un CD. ¿Qué música puede ser oportuna para acompañarnos en la ruta que nos lleve hasta mamá internada? Opto por un disco de David Gilmour, Rattle That Lock.

Dejamos el conurbano y atravesamos la capital. Entre canciones, palabras y silencios, como flechas que apuntan a mamá, llegamos al sanatorio Obsba, en Acoyte y Rivadavia. Dejamos el auto a unas cuadras. Escalamos la rampa que conduce a la guardia. En la puerta, una mujer, personal de seguridad, nos toma la temperatura y los datos. “Vengo a ver a mi mamá, Mirtha Ventiere”, le digo, y cuando pronuncio el nombre de mi madre se me hace un nudo en la garganta. Los nombres son parte del alma de las personas. Nombrarla es atraerla, es recuperar una parte de esa mamá que ahora está ahí dentro, internada. Autorizados a pasar, avanzamos entre seres dolientes a la espera de un turno, de una sanación, o de una vida mejor. Las guardias de los hospitales y los cementerios representan el aspecto más trágico de la condición humana, sitio donde somos fatalmente conscientes de nuestro destino mortal que olvidamos distrayéndonos en tareas absurdas.

Subimos por el ascensor hasta el 5to piso. Recorremos el largo pasillo gris hasta llegar casi al fondo donde está la habitación 502. Empujo la pesada puerta. Dentro de la sala está lo que quedó de mamá luego de una semana de terapia intensiva. Me acerco ansioso y colmado de temor. Le doy un beso en la frente. Mamá abre los ojos desorbitados y enseguida los cierra con fuerza. Está muy desmejorada. No lo puedo creer. ¿Qué pasó? Quiero a la anterior. Quiero que me devuelvan a mi viejita en su mejor versión. ¿Cómo se rebobina la cinta del tiempo? ¿Quién podrá sacarnos de este lugar y trasladarnos al ayer, al patio familiar, a la vida con mamá entera y feliz? Me seco las lágrimas, me levanto un segundo el barbijo y le sonrió. Mamá delira, no sostiene la mirada. Los motivos de su demencia pueden ser varios, desde leves hasta graves. La falta de oxígeno es un virus que dañó su sistema operativo. Una mamá loca, aunque sea una locura transitoria, asusta. Es una diosa drogada. Desde la cama dirige un mundo alocado: Que el bacalao en escabeche para mi cumpleaños. Que debajo hay una caja con faroles para que me los lleve a no sé dónde. Que su abuela, que su papá, que esto y que aquello…

Camino por la habitación. Voy de un lado al otro de la cama. La contemplo. Observo los cables y los aparatos que la monitorean. Quisiera hallar la fuente de su dolor, unir, como diría Miguel Abuelo, las partes rotas del gran espejo interior y sanarla. Que recupere esa luminosidad que la definía. Cada tanto centellean lucecitas de cordura, retazos de la madre que tuve ayer. Pero pronto llegan las olas del delirio y se devoran todas las huellas de la mujer que fue. Y el sanatorio es un loquero, su casa, el patio de su infancia, otro planeta. En su memoria se desató una guerra de neuronas. Las ideas salen heridas, quemadas, moribundas. Pero entre las palabras maltrechas se abre paso una frase que nos conmueve:

“Vayan, acá hay mucha enfermedad

y ustedes son mi sanación”.

Envueltos en una atmosfera surrealista, bosquejada por un artista perverso que juega con la salud de mi madre, salimos de la habitación. Bajamos las escaleras, en silencio. Otra vez la calle. Nos subimos al auto. Mi cabeza es un pelotero donde niños medicados revolean ideas. Avanzamos hacia el Oeste, rumbo a nuestro hogar, pero un cordón umbilical, elástico e irrompible, me une al sanatorio, al dolor de mamá.

El mundo sin mamá

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