Читать книгу El mundo sin mamá - Pablo Melicchio - Страница 18
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Se reinicia el ciclo de la vida: Despertar y levantarse. Desayuno. A las 7 de la mañana estoy listo para salir. Listo, es una manera de decir, nunca se está listo para visitar a una madre enferma. Elijo un CD de Charly García. Necesito Parte de la religión. Enciendo el motor y la música. Salgo. Recorro las calles del barrio envuelto en una atmosfera extraña mientras Charly canta:
Yo necesito tu amor.
Tu amor me salva y me sirve.
Yo necesito tu amor
cada día un poca más…
Tomo la autopista del Oeste. Se me impone la imagen de mamá, tal vez atraída por la canción, o por mi deseo de que se salve, porque sabe que yo necesito de su amor, de su presencia, un poco más. Manejo. Canto. Lloro. Estoy atento al tránsito pero me embisten recuerdos que no saben manejar. Quiero detenerme, pedirle los papeles. Pero los recuerdos no tienen seguro, te chocan y se escapan en la dirección del olvido. Entonces sigo, con la carrocería del alma destrozada.
Mientras maniobro torpemente entre dos autos, para estacionar, se van yendo los últimos acordes de “La ruta del tentempié”. Paso por el kiosco y compro una barrita de cereal y unas pastillas de miel y menta. Asciendo por la explanada que da a la guardia. Al costado del camino, un parquecito con el césped recién cortado desentona con el demacrado gris del edificio que se erige delante como el monumento al desasosiego. Almas no ascendidas, disfrazadas de gatos, recorren el jardín, maúllan, esperan su nuevo destino. En la entrada del sanatorio una cola de personas dolientes y la maldita burocracia. “Buen día”, me dice la empleada de seguridad. “Serán para usted, no para mí. No hay un buen día cuando una madre está internada”, pienso. Me toma la temperatura. Me riega las manos con alcohol. “¿A dónde se dirige?”. “Vengo a cuidar a mi madre, Mirtha Ventiere, está en la habitación 502”. Corrobora en un listado. Rezo para que su dedo índice nunca se detenga, pero enseguida se estaciona sobre el nombre de mi mamá y una vez más no puedo huir de la contundente realidad. Deja mi documento en un fichero, me entrega la credencial de cuidador, y me dice “adelante”. Adelante es mañana, futuro, pase, suba, cuide de su madre. Adelante es incertidumbre, espejismos, temor, esperanza agujereada.
Atravieso la guardia y el hall central. Tomo el ascensor. Subo. Subo al cielo del dolor. 5to piso. Camino por el largo pasillo gris. De un lado grandes ventanales con vista al cielo, a la calle, a la vida; del otro, las puertas de las habitaciones que dan al infierno de la enfermedad. Se escuchan llantos, quejas, voces, gritos, ruidos de máquinas y monitores. Llego a la habitación con el cartel 502. Empujo la pesada puerta, o la puerta que da a la existencia que más me pesa. Ingreso, despacio. Mamá mira hacia el cielo raso. “Hola, vieja”. “Hola, vieja”, repito, por si no me escuchó. Pero mi voz es un suspiro imperceptible. No sé qué hacer. Me quedo a su lado. La contemplo y lloro.
“Mamá”, la vuelvo a llamar. De pronto me mira y no. No es la mirada de mi mamá. Sus ojos están cubiertos de una neblina siniestra. Flota en el mar químico de quetiapina y gases intoxicantes. Habla en un dialecto olvidado. Suelta frases encriptadas. Balbuceos. Ronquidos. Quince días internada desordenaron los papeles de la realidad. La habitación se puebla de fantasmas, de muertos que la visitan, de cajas con faroles, de sombras, de cáncer, bacalao y murmullos descuidados. Habla sola. Habla con alguien. Me acerco. Le vuelvo a hablar. Pero mis palabras no tienen efecto, son el aliento de un insecto. Quizá yo sea un intruso en su pesadilla, un espíritu que la visita. Me siento en el sillón y escribo en mi celular. El tiempo se desprende de mi existir. Todo se vuelve grave, profundo, oscuro. Me desdoblo. Fluyo por la atemporalidad del malestar. Dudo también de la realidad. ¿Estaré despierto o aún en mi cama soñando que estoy al lado de mamá?
“¿Vos sos Pablo?”. “Sí”. “Anoche tu mamá pedía por vos”, me dice la enfermera mientras le repone el suero y le pasa la medicación. Se mueve con ligereza, sabe cómo manipular a su paciente. “En un rato regreso y la cambio”. La cambio, sí, cámbiela por la madre que tuve, por favor.
Mamá sigue a la enfermera con la mirada y cuando se encuentra con mi rostro sonríe. “Hola, hijo, ¿hace mucho que estás?”, dice y de pronto se rearma el mundo destrozado. Aprovecho el instante de lucidez para intentar el milagro de multiplicar los panes y los peces de los recuerdos. Navegamos por la historia que me precede y que nos une. Y me vuelve a contar de su alumnito del que sacó mi nombre: Pablito Cabulli, un pellirrojo que la volvía loca. Y de su trabajo en el Hospital Rivadavia, y la bomba de cobalto, y la pérdida del embarazo de mis hermanos mellizos. Un aborto espontáneo; y el otro, un raspaje. Estaba de 4 meses. Allí se divide su vida y la vida familiar. Luego de ese dolor llegarán mis tres hermanos menores, Hernán, Luis y Martín. Mamá recorre el pasado pero le cuesta regresar al presente. Intenta avanzar por una autopista atascada. La lucidez hace fuerzas, lucha contra las garras de la locura. Y me pide perdón por lo mal que se portó ayer. “No pasa nada, vieja. Tranquila”. ¿Pero de qué ayer me habla? ¿Qué debo perdonar?
Hay un presente superpoblado de incertidumbres que sigue desorientándome en la mañana sanatorial. Y mamá se angustia. Y llora. Y me angustio yo. Y me trago el llanto. La acaricio y se va calmando. Le hago masajes en las plantas de los pies. Pies que tanto anduvieron, que tanto recorrieron y que ahora están suspendidos, en pausa, jubilados del oficio de andar.
A nuestro alrededor, un mundo paralelo hecho de jeringas, suero y medicaciones, un laboratorio de emociones maltrechas, un aeropuerto de la vida y de la muerte. Aquí, como en un velatorio, el mundo, o mejor dicho mi mundo cobra nuevas significaciones. Sé que estoy vivo pero que puedo morir. Entonces me prometo cosas que no sé si cumpliré. Sobreviva o muera mamá, regresaré al afuera para encontrar mi equilibrio en la vorágine de los días, para disfrutar de la vida y no morir sin haber vivido lo mejor posible.
Escuela del dolor: Para alcanzar un poco de sabiduría no necesitamos enfermar, necesitamos saber que podemos enfermar.