Читать книгу La breve luz de nuestros días - Pablo Ottonello - Страница 12

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Para que quede claro: el agua del Reconquista ya estaba imposible veinte años antes de que empezaran las riñas. Qué digo veinte. Treinta, cuarenta. A veces bajaba al río, pasando los banquitos de madera, para verlo terminar de morirse, lustroso de aceite. Me ponía botas, el traje aislante, guantes y barbijo. ¿Cómo es que las garzas no lo abandonaban nunca? ¿Y cómo se mantenían tan blanquitas entre la mierda y el desecho fabril?

Enigmas de la naturaleza que nunca entendí.

Los perros, hay que decirlo, morirían de todos modos. Ni hablar de la gente que vivía a la vera del río. Por supuesto que pensaba en Simón, su mujer, sus cinco hijos, y toda su clientela que comía carne de cabra, de cerdo, gansos y pavos intoxicados. Pero en fin. (También vendía gallinas y huevos y leche: diseminador de toxinas.) Entonces Madariaga convocó una reunión de gerentes. Nos llamaba gerentes pero éramos todos igualmente sus vasallos. Comunicó que los proveedores de ratas habían dejado de trabajar porque los tres laboratorios más grandes, la principal demanda local de roedores, se habían mudado a Brasil. En Argentina ya no se podía trabajar. Pronto en Brasil tampoco.

¿Y ahora qué hacemos?

Había que seguir produciendo en tiempos de crisis, dijo el viejo. A nadie le da pena intoxicar ratas. ¡Pero hacerlo con perritos es una crueldad!, se quejaba. Ni a los de comercial, que son gente sin corazón, les satisfizo la idea. Hasta Francisco Viñas, el hombre más repulsivamente sumiso que conocí en mi vida, se mostró reticente a aceptar que SoyMax testeara productos en perros. Y además, en qué perros, ¿no? Trató de objetar. Madariaga se lo comió crudo. Entiendo, Francisquito, que te ponga mal, dijo el jefe. Pero son tiempos difíciles para todo el mundo. Para la Argentina, para la industria nacional, para los productores locales de alimentos. Si fuéramos una multinacional, agregó, tendríamos más recursos y evitaríamos semejante situación. Pero esto es una emergencia, ¿me explico?, dijo. No durará para siempre. Había que pasar la tormenta.

El productor argentino necesitaba semillas baratas y aditivos que pudiera pagar. Gramaflex (nuestro herbicida) seguirá siendo el más barato. Lo mismo con el SolarPlus (nuestro mata-bichos). Eso decía Madariaga. Debíamos abastecer al pequeño productor. Era nuestra misión. Lo hacemos por nuestro campo y por nuestra gente, decía Madariaga. Por el país, Francisquito. Madariaga era mal tipo y mal jefe y buen orador. No queríamos oír hablar de las otras empresas. Ni de las multinacionales, que entraban al país para comerse a todo el mundo y rajar cuando la operación comercial empezara a tambalearse. Ellos sí que eran hijos de puta. Nosotros, en cambio, decía Madariaga, teníamos que sobrevivir. Los verdaderamente malos eran los grandes. Y Madariaga, tercera generación de dueños de esta infame fábrica mediana, ostentaba ese orgullo arrogante típico del empresariado argentino.

La industria muere de pie. ¿Me van a dejar hundir en este pantano?, dijo Madariaga en una de esas reuniones.

Le encantaba ponerse dramático, impostar la voz, sentirse un héroe nacional.

La breve luz de nuestros días

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