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El doctor Slade se sentó a almorzar en un insoportable estado de tedio mezclado con resentimiento; casi le indignaba ver cómo la mala suerte puede prolongarse a extremos tan improbables. Sólo tres pasajeros más habían concluido su viaje en Puerto Farol. Todos estaban en el comedor en ese momento —tres hombres sentados en tres mesas distintas a lo largo de la pared, mirando hacia el centro, donde se habían sentado los turistas. Aquí, la señora Rainmantle, ahora muy maquillada, vestía el kimono japonés más extravagante de la señora Slade, y repartía bloody marys. Había pedido una enorme lata de jugo de tomate de la refrigeradora de la esquina, y sacó una botella de vodka de su bolso.

—No debería hacer eso antes de almuerzo —decía—. Pero a veces es necesario obedecer la llamada. Y he sentido la llamada.

—Pues, estoy contigo —la señora Slade alzó el vaso—. ¡A tu salud! ¡Que llegues a la capital mañana por la noche! ¡Con tu equipaje!

La señora Rainmantle puso cara triste.

—No puedo salir mañana. Tengo que ver al cónsul por la mañana. No puedo irme hasta pasado mañana.

—¡Qué lástima! —dijo el doctor Slade.

Podía darse cuenta, por la expresión en la cara de su mujer, de que ella comenzaba a considerar la posibilidad de retrasar su propia partida, de modo que dijo firmemente: —Nosotros salimos mañana. —Luego, con menos certeza—: Pero seguramente la veremos allá.

—¡Eso espero! —asintió la señora Slade—. Puedes llamarnos al hotel en cuanto tengas un momento.

El doctor Slade vació su vaso, y dejó de escuchar la conversación. Aun así, percibía el esquema de la historia. Una cacatúa dio dos gritos en uno de los patios interiores; era la voz de un demonio.

—¡Dios mío! —dijo la señora Rainmantle—. Hemos vuelto al manicomio.

Para entonces el doctor ya sabía que era una canadiense que vivía en Londres y solía venir aquí a visitar a su hijo. Todavía no era necesario ponerse a escuchar; los puntos culminantes de la historia eran reiterados tan a menudo que el cuadro se veía claro. Bostezó y tableteó en la mesa con los dedos, mientras miraba por la ventana las hojas mojadas y los techos de lámina.

Los tres comensales solitarios habían salido del comedor para ir a dormir la siesta. De vez en cuando, el doctor Slade le lanzaba una mirada temerosa a su mujer, para ver si se resentía por su largo silencio, pero al parecer no le daba importancia. En alguna ocasión, ella hasta le dirigió una sonrisita dulce al doctor, como si creyera que él apreciaba el interminable monólogo tanto como ella; la sonrisa que él le devolvió quería proyectar una expresión de paciencia. Ahora la lluvia había cesado, el sol resplandecía, y por la ventana se veía el vaho que surgía de la tierra.

—Siempre trato de ver algo que valga la pena cuando vengo a visitar a Grover.

Un año había ido a la región de los lagos; otro, a ver los volcanes cerca de la frontera sur de la república. Otra vez había venido por Trinidad y Georgetown, para navegar por el Mazaruni hasta Roraima.

El mesero se acercó a limpiar la mesa.

—Pregúntale si tendió las cosas de la señora cerca de la estufa, querido —dijo la señora Slade.

El doctor habló con el mesero.

—Están secas —anunció.

—¡Hurra! —exclamó la señora Rainmantle—. Ahora podremos salir. Ya me veía yo sentada aquí dentro toda la tarde, mientras ustedes iban al pueblo.

—No nos hubiéramos ido sin ti —dijo la señora Slade.

—Ido, ¿adónde? —preguntó el doctor Slade.

Su mujer le dirigió una mirada, se levantó, y siguió a la señora Rainmantle y al mesero hacia la cocina. El doctor Slade se quedó solo en el comedor, sentado a la mesa, mirando el día luminoso, preguntándose cómo sería la vida sexual de un soltero en Puerto Farol. Unas cuantas prostitutas tristes y enfermas, probablemente cerca de la estación del tren. Nada de idilios bajo las palmeras a la luz de la luna, mientras las olas van a morir a tus pies sobre la tibia arena. Esta gente no leía libros. Un pueblo de láminas de hierro, hormigón desnudo y alambre espigado. Tenía suficiente con lo que había visto por el camino del muelle al hotel.

La señora Slade le gritó desde la puerta de la cocina:

—Subimos al cuarto. Bajamos enseguida.

Por encima del mundo

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