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ОглавлениеLa única ventana, cerca de la puerta, daba directamente al corredor que rodeaba el segundo piso. Éste era el único lugar placentero en el edificio del Gran Hotel de la Independencia. Con el paso de los años, una vasta colección de macetas con plantas tropicales se había ido acumulando en el suelo a lo largo de las barandas; las plantas habían progresado: retoñaban frondas y espigas, y las trepadoras y las ramas se habían extendido tanto que formaban una verdadera jungla, por la que era necesario abrirse paso al cruzar la galería. En algunos claros, había mecedoras solitarias parecidas a las que estaban abajo, en la entrada. “Las hermanas mayores”, había dicho minutos antes la señora Slade al pasar a su lado.
Ahora estaban tendidos en sus camas, desvestidos a medias, con las mosquiteras prudentemente metidas debajo de los colchones. Se relajaban, e intercambiaban pensamientos truncados por encima de la tierra de nadie que mediaba entre las dos camas. El caluroso atardecer se ceñía sobre el pueblo, y lo selló con rapidez. La oscuridad aquí era tangible e íntima; palpitaba en todas partes. Por la ventana abierta entraban ráfagas con el olor de las plantas y las flores, se oía el coro incesante de insectos y ranas que venía desde lo alto de la vegetación más allá del corredor, y se veía el encenderse y apagarse de las luciérnagas que revoloteaban por encima de sus cabezas bajo el alto el techo de palma.
—Si queremos aire, tendremos que dejar abierta la ventana —dijo el doctor Slade.
—No podremos dormir si está cerrada. ¿Bajo estos pabellones?
—Debe de haber un guardián abajo. No hay peligro.
—Es como estar en una tienda de campaña —murmuró ella después.
—¿Qué dices? —preguntó él. Un minuto más y se hubiera quedado dormido.
—Este cuarto —su voz se había animado un poco—. Es como estar a la intemperie. ¡Escucha!
Un momento más tarde, él dijo:
—Música maravillosa para dormir. Ojalá no tuviéramos que levantarnos para ir a cenar.
—Mmm —respondió ella con incertidumbre.
Estuvieron callados largo rato; él entró varias veces en un sueño ligero. De vez en cuando, abría los ojos, y luego se dejaba caer cómodamente en el sueño. Ella pensaba en qué vestir para la cena, y en la increíble oscuridad del cuarto. La falta de luz lo hacía todo más difícil. Ésta era la clase de cuarto donde podía haber arañas. y uno no las vería. Decidió no desempacar nada y usar la misma ropa que vestía antes, aunque estuviese empapada en sudor. Puerto Farol tenía la culpa; en cualquier otro sitio le hubiese parecido de mal gusto vestirse con prendas húmedas.
De pronto se había hecho tarde, y unas personas se acercaban por el corredor frente a la ventana.
—Taylor, ¿qué hora es? —gritó la señora Slade.
El doctor Slade gimió. Ella se quedó esperando. Al fin, él dijo: “Las ocho y diez.”
—Has dormido un buen rato —observó ella, como si tuviera que perdonárselo.
Él se estiró voluptuosamente y bostezó. Había varias personas en el balcón, cerca de la puerta, y hacían un ruido sorprendente. Dejaron caer descuidadamente unas maletas en el suelo de madera; luego se oyó que las arrastraban. Varios hombres hablaban en español, y después, inconfundible, la aguda voz de la señora Rainmantle se mezcló con la de los otros.
—Pero... pero... —parecía decir.
—Así que consiguió sus cosas —dijo el doctor Slade mientras se incorporaba. Abrió las cortinas de la mosquitera, se levantó de la cama rápidamente, y cerró la abertura tras de sí. Tomó la precaución de ponerse las pantuflas, y arrastró los pies hacia la ventana, donde se detuvo a mirar. Un momento después regresó a la cama de su mujer y le dijo en voz baja: “La pusieron en el cuarto de al lado.”
La señora Slade produjo un cortante “Shhhh”.
Las pisadas de los mozos aún golpeaban y hacían temblar el corredor cuando los Slade se arreglaban para bajar. Él vio a su mujer sentarse en la cama, indignada, y tratar de atraer su atención a través del velo. Forcejeando, se puso su kimono, abrió la mosquitera y lo miró fijamente; se veía descompuesta y enojada, y muy deseable, pensó él. Se rió entre dientes y dijo:
—No nos puede oír, no se oye nada. Escucha —alzó la mano un segundo—. Todos esos insectos. Son como una barrera contra el sonido. A menos que uno grite.
—Yo temía que estuviera a la puerta.
Su ropa no estaba mucho más seca que cuando se la había quitado. Tenía olor a ron.
—Me pregunto si el sudor puede oler a lo que uno ha bebido —dijo.
—Claro.
Ella no puso en duda la información. Con un atomizador lleno de Tabac Blond, se puso a trabajar, para neutralizar el olor.
El doctor Slade aguardaba, mirándola.
—Se huele en todo el cuarto —observó en voz alta.
—Estoy lista —dijo ella.
Salieron. Él llevaba una pequeña linterna en la mano, para alumbrarse a través de los obstáculos de vegetación.
—Muy inteligente de tu parte traer eso contigo —le dijo ella.
La cena fue idéntica al almuerzo; estaban a solas en el oscuro comedor. Cenaron tan rápidamente como les fue posible, y rehusaron el café. Era sorprendente que la señora Rainmantle no hubiera bajado.
—Me gustaría dar una vueltecita por la plaza antes de volver al cajón —dijo el doctor Slade.
—Bueno —dijo ella sin entusiasmo—. Probablemente tendré insomnio de todas maneras.
—No, no lo tendrás— le acarició el brazo.
—¡Dios, qué calor! —dijo ella, levantándose de un salto—. Vamos.